Moderación para una democracia plural

España es una de las “democracias plenas” según el Democracy Index de 2018 elaborado por The Economist Intelligence Unit, mérito que conviene reconocer y difundir pero también cuidar y proteger. Las democracias tienen en todas partes una seria y ardua tarea por delante. Están apareciendo en nuestro país y en los de nuestro entorno concepciones ideológicas de cuño populista y autoritario que simulan fórmulas estandarizadas de una democracia distinta y que, en realidad, encubren propósitos de alterar la naturaleza liberal y representativa de los sistemas políticos occidentales. Los llamados populismos —localizados en ambos extremos, aunque son más abundantes los calificables de derechas— descreen de los valores que han alumbrado los sistemas constitucionales posteriores a 1945 y parecen desear regresar a las pautas anteriores a la Segunda Guerra Mundial, ofreciendo evocaciones del nefasto periodo de entreguerras que vivió Europa.

No se trata, creo yo, de la vuelta del fascismo y menos aún del nazismo, aunque no falten apuntes inquietantes de ambos, pero sí de una nueva y reiterada fascinación por los liderazgos caudillistas, el cuestionamiento del principio de representación y, lo que es peor, por la descalificación radical de la moderación y la centralidad ideológica y política como un no-lugar, como una mera equidistancia, como una falta de compromiso o, simplemente, como un oportunismo. Sin embargo, la moderación, está por completo alejada de los estereotipos que la descalifican. Tiene que ver con la capacidad para absorber las razones del otro sin dogmatizar las propias porque la misma realidad es relativa y los hechos absolutos apenas si existen. La moderación es una apuesta permanente por la convivencia entre diferentes y por la modulación de las discrepancias en un debate constructivo. La centralidad política de los moderados aporta soluciones de compromiso y, en consecuencia, su propósito es inclusivo.

El denominado moderantismo estuvo plenamente vigente durante décadas en Europa y en varios países latinoamericanos antes de la crisis de 2007 y fue el deterioro del Estado del Bienestar, en combinación con algunas transformaciones geoestratégicas que acabaron con las políticas propias de la Guerra Fría, el conjunto de factores que deterioraron a los partidos políticos que incorporaban como signo de identidad de su gestión la capacidad de pacto y entendimiento. Me refiero a las opciones de centroderecha (democristianas y liberales) y a las socialdemócratas. Estas propuestas políticas no han tenido una sucesión clara tras su retroceso en muchas de las sociedades de nuestro entorno. El socialismo se ha ido diluyendo —llegando, incluso a desaparecer— y las derechas moderadas han sido devoradas por expresiones radicales que triunfan en países como Italia, Hungría, Polonia, Brasil o Estados Unidos, o que disponen de gran influencia como en Francia o, más recientemente, en Alemania. Y es en ese contexto en el que en España se apuntan fenómenos similares, populismos de distinto género ante los que es preciso adoptar una decisión estratégica inteligente: aislar esas manifestaciones de radicalidad ahora que es posible, o establecer una cautelosa relación con ellas.

Los grandes partidos democráticos de Suecia, Francia o Alemania se han decantado por la primera opción; otros, como en Austria o Italia, han apostado por la segunda. No pueden establecerse categorías generales, sino que estas estrategias deben examinarse caso por caso, pero existe una regla general que viene confirmada por las excepciones: el contacto con la radicalidad, radicaliza; la cooperación con la inmoderación, endurece las posiciones. Se produce en la política la teoría de los “ventanas rotas” en Internet: cuando uno insulta y es aplaudido, cualquiera se cree con el derecho a ofender y por lo tanto a lanzar una piedra contra el cristal de una ventana todavía íntegra.

Enlazo así con la importancia de estudiar un plan para acotar el terreno a los extremismos populistas que, en mi opinión, pasa por fortalecer la identidad de la moderación —que debe alimentarse de nuevas tesis intelectuales que la defiendan y propugnen— y por la utilización de un lenguaje y una comunicación distanciados de las que ahora se tildan de “sin complejos”. Los que dedicamos nuestros esfuerzos profesionales a mejorar la comunicación y la reputación sabemos tras una larga experiencia que el lenguaje y las formas de comportamiento públicos abruptos y radicales son expresiones ideológicas transparentes a las que hay que oponer los mismos recursos discursivos y de actitudes superando la disuasión que impone el bronquismo extremista: una forma de hablar, de escribir y de describir que trata de intimidar al discrepante, que le advierte de que el silencio es su mejor protección, de que el acatamiento al exabrupto le librará del estigma. De nuevo la comunicación como un factor transformativo porque —como acaba de recordar Nicolás Sartorius en su último libro— las palabras tienen “densidad”, no se las “lleva el viento”, sino que actúan como realidades incisivas.

Comunicar la moderación es tan importante como militar en ella. Y hacerlo implica el uso de palabras inclusivas, expresiones persuasivas —no impositivas—, frases que permitan el debate y no lo cierren o clausuren y austeridad en el uso de adjetivos calificativos para que las realidades puedan ser connotadas con variedad de criterios y opiniones. La comunicación inclusiva es siempre plural y ampara la discrepancia apoderando la moderación que ha de ser tan terminante en sus objetivos como convincente en sus formas. En definitiva, hay que dar la batalla al nuevo mantra —tan aceptado— que se formula en la expresión de que hay “hablar sin complejos” entendiendo por tales las cautelas, las prudencias y el respeto que merecen las opciones en la comunidad política.

Solo así, con una estrategia inteligente de distanciamiento de las opciones extremas y con una comunicación mediante el lenguaje y los comportamientos que eludan el nuevo idioma del caudillismo, del nacionalismo radical y la xenofobia, la moderación política tendrá posibilidades de futuro en una dinámica como la actual que parece arrastrarnos a la aceptación de los líderes de hierro, a las palabras sin concesiones y a los comportamientos falsamente desinhibidos.

Necesitamos además que las propuestas políticas de los moderados encuentren un territorio común en el que colaborar, ensanchando el espacio que representan y agrandando su influencia y poder. Tristemente vemos hoy en día cómo para los partidos políticos moderados resulta más práctico y fácil pactar con los extremos de su banda ideológica que con los moderados más próximos. Esa es una pendiente progresiva hacia los radicalismos, que convierte a estos en líderes y a veces en secuestradores de la voluntad de las mayorías.

Defendamos el espacio de la moderación y hagámoslo los moderados. Es nuestra responsabilidad y nuestra tarea. Sabemos cómo hacerlo. Solo nos falta querer hacerlo.

José Antonio Llorente es socio fundador y presidente de Llorente & Cuenca.

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