“Moderados” que radicalizan

El concepto de nación es extraordinariamente ambiguo, como bien saben historiadores, teóricos de la política o constitucionalistas. En el ámbito jurídico-constitucional, desde la Revolución francesa al menos personifica al titular de la soberanía, lo cual no es óbice para emplear el término en otros sentidos. Culturalmente, nada impide describir a España como “nación de naciones”, y ello es así, entre otras cosas, porque pocos conceptos políticos hay más maleables que el de “nación cultural”. No existe ningún rasgo natural que necesariamente y por sí mismo determine qué es una nación. La nación puede vertebrarse por la lengua o la raza, la religión o la simple voluntad de convivir. Y es la propia Constitución la que “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones” (artículo 2) de España, lo que implica que —al menos en un sentido cultural— existe una diversidad de “nacionalidades” —término cuya raíz latina, nascor, es exactamente la misma que la de nación.

Que, junto a esta pluralidad de nacionalidades, nuestra Constitución haya hecho explícita la “indisoluble unidad de la nación española”, se debe al loable propósito de evitar confusiones políticas. La Constitución viene a separar inequívocamente un sentido cultural —en el cual la “plurinacionalidad” es posible y justifica el “derecho a la autonomía”— de un sentido jurídico-constitucional más fuerte, en el cual se basa la soberanía y sobre el que no caben componendas.

El lenguaje no es sólo descriptivo, sino también “performativo”. Particularmente en la política, praxis y lexis apenas se distinguen en ocasiones. Las categorías constituyen a menudo armas dirigidas contra alguien y empleadas con un objetivo, como bien afirmó Carl Schmitt. No resulta extraño, pues, que el Constituyente se preocupase de asegurar, junto con la diversidad de culturas, la unicidad del titular de la soberanía. Y lo hizo, como se ha dicho, mediante el artificio de distinguir “nacionalidades” de “nación”.

Para calibrar la propuesta de Pedro Sánchez y juzgar sobre su conveniencia no basta con proceder, pues, a elucubraciones culturales ni históricas, sino que debemos pensar en términos políticos: ¿Adónde apunta su propuesta? ¿Qué pretende aclarar? ¿Qué podría confundir? ¿Contra quién se dirige? ¿A quién beneficia? Respondiendo a estas preguntas nos percatamos, a mi juicio, de lo errático de la propuesta de Sánchez. El líder socialista —lo mismo que en su día Zapatero, cuando aún estaba en la oposición— se embarca en un intento de separarse de la línea fijada por el Gobierno de la Nación, abriendo una grieta que lo aproxime a nacionalistas y populistas radicales y, simultáneamente, deje un poco más solo al Gobierno. Se trata de una maniobra para ganar un espacio político equidistante entre unos y otros, operación que cuenta con la ventaja de que, en términos culturales, es fácil defender la “plurinacionalidad” de España. Pero no nos engañemos, esta “plurinacionalidad” cultural nunca ha estado más garantizada que bajo nuestra Constitución.

La soberanía, por el contrario, se encuentra amenazada, y pocas cosas contribuyen más a esta amenaza que la división entre las principales fuerzas políticas de ámbito estatal. Desde hace más de una década, la sociedad española debería estar escarmentada de la hipocresía de quien genera crispación haciendo parecer que es el adversario quien crispa; de quien produce fantasmas de radicalismos que a uno le hacen parecer moderado. La política territorial de Zapatero nos ofrece, a mi modo de ver, un ejemplo de manual, que encuentra su punto de partida el 14 de diciembre de 2003. Aquel día, Maragall elevó a Esquerra al poder con la aquiescencia del entonces líder de la oposición y, desde entonces, los ánimos no han dejado de radicalizarse, los razonamientos de enmarañarse, y la deslealtad constitucional de aumentar.

Un hito en el curso de deslealtades fue la aprobación por las Cortes Generales de un Estatut que el Tribunal Constitucional no tuvo más remedio que desactivar. Los que habían generado el problema se presentaron a la sazón como partidarios de una vía moderada que sólo la inflexibilidad del Alto Tribunal llegó a frustrar. Con la “plurinacionalidad”, parece que volvemos a lo mismo. Como en su día Zapatero, Sánchez reedita la contraimagen del justo platónico, tal y como la presenta Glaucón en La República: comete la injusticia pareciendo justo.

Fernando Simón Yarza es profesor de Derecho Constitucional.

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