Mohicanos y bárbaros en el gueto

Cuenta Jenofonte que un día Sócrates al darse cuenta de que Lamprocles (su hijo mayor, tenía tres) estaba enfadado con su madre, le preguntó: “Dime, hijo, ¿sabes que a ciertos hombres se les llama ingratos”. “Lo sé muy bien”, respondió el joven. “¿Y estás enterado de qué es lo que hacen para recibir ese nombre?” “Claro que lo estoy”, dijo; “se les llama ingratos a quienes han recibido un favor y, cuando pueden devolver la gratitud, no la devuelven”. “¿No te parece pues que los ingratos se catalogan entre los injustos?”. “Sí que me lo parece”. Ingrato e injusto me parece el comentario que, en estas mismas páginas hace varios días, le dedicó Jorge Volpi al libro de Mario Vargas Llosa La civilización del espectáculo. En realidad “uno de los principales escritores latinoamericanos de las nuevas generaciones” (así lo califica Vargas Llosa en el volumen) ataca más a la persona del autor que a su obra. Califica al escritor no sólo como último mohicano (todavía quedamos muchos) sino también como héroe derrotado “en el ocaso de sus días”. Además, se felicita de que a intelectuales como él les haya llegado su fin.

Conozco a Volpi desde hace años y siempre pensé que, además de ser un buen escritor, era todo un caballero. Sin embargo, me sorprende ahora este desprecio que emana su artículo no sólo contra un libro y un autor, sino contra todo el universo que procede de Gutenberg. ¿Es justo desear la desaparición de tus maestros y el mundo que representan? ¿Alguien se puede alegrar de que todo un universo —más o menos justo, pero perfectamente organizado— deje paso a lo que él mismo denomina “bárbaros”?. En Fedro (una obra que la mayor parte de las veces se cita sin haberla leído en su origen) Platón hace pasear por el campo a este personaje (quizás él mismo) con el maestro Sócrates. Los dos amigos se sientan bajo la sombra de un árbol, junto a un arroyo, y mantienen una larga y compleja conversación sobre muy diversos asuntos. Llegado un momento, es Sócrates quien se refiere a la propiedad o impropiedad de la escritura. Y lo hace a través del diálogo entre el inventor dios egipcio Tot (creador del alfabeto) y uno de los reyes de Egipto, Thamos. Tot, como Fedro y Platón, está de parte del nuevo invento, la escritura; mientras Thamos, como Sócrates, duda. Estos dos últimos entienden lo inevitable de esta invención pero, siendo fieles a su mundo, hacen un canto de las virtudes que hasta entonces ayudaron a desarrollar la civilización.Mohicanos y bárbaros en el gueto

Siendo ya Platón un escritor, en ningún momento arremete contra el orador Sócrates. Por el contrario, expresa y aclara su pensamiento, lo entiende, lo comparte y acoge como propio, pero no cede ante las bondades que está seguro se van a desprender de la nueva invención tecnológica. No sé si Vargas Llosa es Sócrates o Thamos, y Volpi Fedro, Tot o Platón. Seguramente el peruano está más cerca del viejo griego que el mexicano del joven. Volpi rechaza de plano todo lo que representa no el pensamiento de Vargas Llosa sino su mundo. Un mundo en el cual él mismo se ha formado. A veces lo lleva a cabo con la misma frivolidad de la que Vargas Llosa se queja en su libro y con argumentos populistas y demagógicos de muy poco peso intelectual, precisamente porque esto es lo que él mismo rechaza. El libro de Vargas Llosa no es una obra complaciente con su tiempo y su época, sino por el contrario muy crítico. Advierte de que muchos de los males de los que hoy nos quejamos los hemos creado nosotros mismos. Por otra parte, su canto nostálgico hacia este modo de entender la cultura nos ha producido muchos más bienes que males, mucha más belleza que destrucción, mucho más conocimiento que sombras. No se encierra en sí mismo sino deja abierto un futuro que si bien él lo ve como incierto y angustioso también, como Sócrates, lo percibe y considera inevitable. Evidentemente Vargas Llosa, a diferencia de Volpi, no juzga todo lo moderno y futuro como bueno, antielitista y democrático, y lo pasado y presente como malo, elitista y antidemocrático.

Evidentemente Vargas Llosa, a diferencia de Volpi, no juzga las nuevas tecnologías como la panacea universal. ¿Volpi acaso encontró el Grial? Que la cultura sea elitista no quiere decir que sea excluyente sino exigente. Exige preparación, dedicación, esfuerzo, saber, conocimiento, incluso dolor. ¿Es acaso excluyente el saber científico o el médico? ¿Alguien lo calificaría de elitista como se califica siempre a la cultura de la que estas disciplinas también forman parte ineludible? ¿Cuántas personas a lo largo de los siglos han estado dispuestas a sacrificarlo todo en aras del saber? Es cierto que, durante épocas, las circunstancias fueron menos favorables, pero cuando el viento sopló a favor, las velas de la nave de la cultura tuvieron siempre que ser ayudadas por los mismos galeotes. Volpi, como buen demagogo, conduce su estrategia hacia un campo de batalla vidrioso. Extender la democracia (un sistema político) al campo de la cultura y hacernos creer que cualquiera puede ser Vargas Llosa, Octavio Paz, Borges o él mismo. Afortunadamente, la cultura va en compañía de la democracia. La una y la otra se necesitan y se ayudan en su camino, pero aunque los fines pueden ser los mismos, mejorar las condiciones materiales de vida del ser humano así como su conducta, la cultura incluso va más allá pues atiende también al espíritu, ayudando a despejar muchas incógnitas sobre la existencia e, incluso, a crear otras nuevas e inéditas.

La cultura también, a través de los intelectuales, es, o fue, un contrapoder político a los sistemas autoritarios, así como un vigía crítico en los más igualitarios. La cultura ejerció siempre una influencia sobre la vida política. Aportó ideas, experiencias y valores. Hoy la cultura está siendo sustituida por la publicidad y las encuestas. Una publicidad vacía de contenidos y, la mayor parte de las veces, engañosa o mentirosa a la manera de la que hablaba de ella Jonathan Swift: “El arte de hacer creer al pueblo falsedades saludables y hacerlo a buen fin”. La democracia se basa en el respeto a las leyes y a los órganos que las representan, y en este sentido la cultura a la que se refiere Vargas Llosa también tenía leyes y órganos jurisdiccionales acatados por la gran mayoría. Volpi acusa a Vargas Llosa de aristócrata, elitista, liberal, capitalista, teócrata e incluso marxista, en resumen, antidemócrata. Ensalza la revolución de la “barbarie”, en la cual descubre una “oportunidad de definir nuevas relaciones de poder cultural”. La sola palabra “bárbaro” o “barbarie” que pronuncia varias veces, me produce escalofrías viniendo de la pluma de quien viene.

Eliot, uno de los ejes vertebradores de este ensayo, como Steiner, Freud, Debord, Bajtín u otros muchos ensayistas a los que cita para asentir o disentir con sus propuestas, escribía que la decadencia de la cultura —él ya la intuía en su tiempo— podría conducirnos a una época carente de cultura. Vargas Llosa afirma rotundamente que ese tiempo ya llegó. Yo, por el contrario, pienso que estamos en los inicios de una nueva Edad Media baja y que, para sobrevivir a este tiempo incierto, desconocido y proceloso, hay que hacer lo mismo que entonces hizo la cultura: refugiarse en el estudio y el trabajo. Además ahora podemos aplicar al viejo saber las nuevas tecnologías. Entonces cambiaron al usado papiro por el novedoso pergamino para copiar el saber que se perdía. Al final de ese largo túnel surgió de nuevo la luz, el Renacimiento y la imprenta. ¿Por qué una y otra vez liquidar el pasado? ¿Acaso nos parece poco holocausto las quemas de bibliotecas, la destrucción de obras de arte o la persecución por defender la libertad de pensamiento o de expresión? ¿Acaso aquellos y estos bárbaros no son siempre los mismos?

Volpi escribe cosas curiosas como la siguiente: “Tras el fin del comunismo —el único lugar donde, por cierto, la alta cultura se mantuvo intacta—, las democracias liberales no han respondido a las expectativas de los ciudadanos”. ¿Sobrevivió la alta cultura en el mundo soviético y en el fascismo? Volpi debería releer a Milosz y su libro El pensamiento cautivo y recordar también cómo acabaron sus días Mandelstam o Benjamin, y qué le sucedió al “arte degenerado”. En la URSS la cultura estaba administrada por el Estado. Józef Czapski cuenta en su libro En tierra inhumana como Tolstói, Chéjov o Gorki eran simplemente tolerados frente a Dostoievski que, aunque no estaba prohibido, era autor no grato. Y además, estas fidelidades se veían modificadas con el tiempo, no eran permanentes. La alta cultura, como escribe Steiner, con quien Vargas Llosa no coincide del todo, pudo provocar inconscientemente muchos de los conflictos del siglo XX (se le otorga así un poder que nunca tuvo), pudo ser antisemita (en el caso europeo), repleta de judíos, pudo reemplazar a Dios por la tecnología e incluso coexistir con el fanatismo, pero también pagó sus propios errores en los frentes de batalla, en los campos de concentración y en el exilio. En 1957 Isaiah Berlin escribía lo siguiente en su texto titulado La cultura de la Rusia soviética: “Los defensores de la cultura 'proletaria' no se ponían de acuerdo en si ésta debía estar producida por personas de talento que destilaban en sí mismas las aspiraciones de las masas proletarias, reales y potenciales, actuando, por así decirlo, como portavoces, mejor aún, como megáfonos, o si, tal como proclamaban los ideólogos más extremistas, los individuos como tales no tenían ningún papel que desempeñar en el nuevo orden, puesto que la literatura de la nueva sociedad colectivista debía de ser inherentemente colectiva. Estos últimos creían, en efecto, que las obras literarias debían estar escritas de manera colectiva por grupos y las críticas, por escuadrones de críticos que se repartieran la responsabilidad colectivamente por su texto, cada uno de ellos un componente anónimo de un todo social”. ¿Dónde sobrevivió la cultura elitista? Quien lea entero el texto de Berlin encontrará muchas semejanzas a lo que hoy, curiosamente, se pretende hacer en la red.

La alfabetización generalizada y la extensión de la educación, promovidas por los estados democráticos, hicieron aumentar el interés por la cultura. Gentes mejor preparadas demandaban más saber e información. La cuota subió como hasta entonces nunca había acontecido antes pero, desgraciadamente, el esfuerzo no lo hicieron todos de igual manera y por el camino se quedaron muchas gentes atrapadas en los embustes del entretenimiento. Era menos peligroso divertirse que pensar. Era menos dolorosa la amnesia que el recuerdo. “Nunca tanta gente disfrutó de la alta cultura. Nunca se leyeron tantas novelas profundas, nunca se oyó tanta música clásica, nunca se asistió tanto a museos, nunca se vio tanto cine de autor” escribe Volpi. Tiene razón, la alta cultura abrió su círculo pero sólo proporcionalmente a las nuevas circunstancias socio político económicas. Lipovetsky y Serroy lo explican muy bien en La cultura-mundo, respuesta a una sociedad desorientada. La alta cultura abrió su círculo y se desmoronó absorbida por la industria y el consumo, y el poder de la inteligencia fue sustituido por el poder de los medios de comunicación de los cuales es hijo Internet y todas las nuevas tecnologías. Los creadores se convirtieron en mano de obra y los lectores o espectadores en clientes o consumidores. La cultura “profunda” poco a poco volvió a sus límites y otra impostora se ha ido haciendo cada vez más fuerte, vaciada de inquietudes espirituales e incluso hasta materiales.

Tiene razón Vargas Llosa, Tolstói, Mann, Joyce o Faulkner escribieron libros para derrotar a la muerte. Hoy la cultura-consumo, la cultura-diversión fabrica productos para ser consumidos al instante y desaparecer. Si la alta cultura creció y durante algún tiempo quedamos fascinados por este espejismo, también la mala literatura avanzó, las películas de entretenimiento diezmaron a los espectadores de las salas de arte y ensayo, los programas de televisión deleznables ensimismaron a millones de personas y, luego, para rematar, las nuevas tecnologías ayudaron a desplazar la atención. Como dice el sociólogo Fréderic Martel en su libro Cultura Mainstream, y recoge Vargas Llosa, “la inmensa mayoría del género humano no practica, consume ni produce hoy otra forma de cultura que aquella que, antes, era considerada por los sectores cultos, de manera despectiva, mero pasatiempo popular, sin parentesco alguno con las actividades intelectuales, artísticas y literarias que constituían la cultura. Esta ya murió, aunque sobreviva en pequeños nichos sociales, sin influencia alguna sobre el mainstream”. No, la cultura no ha muerto, ha vuelto, está volviendo a ser lo que siempre fue, está regresando a sus límites, a su elitismo en el que alguna vez, ella misma, descreyó y al que de nuevo está siendo arrojada.

El gueto no lo crearon los judíos, el elitismo no lo creó la cultura. Las grandes aventuras de la creación intelectual, al menos por ahora, han sido abandonadas. Requirieron siempre un gran esfuerzo, un gran sacrificio y hoy el desaliento y la vida frenética las impide porque quienes las podrían hacer también se han contaminado. Todo ya es ligero, divertido, inteligible, accesible y accesorio, sin el más mínimo esfuerzo intelectual, sin el más mínimo bagaje cultural. Obras artísticas y literarias importantes quedan marginadas al carecer del interés de los lectores y de un mínimo conocimiento de los mismos para comprenderlas. La pérdida de saber lleva consigo la pérdida de inquietud intelectual y la desaparición de una intuición y sensibilidad acordes. La pérdida de las élites y de la crítica dejan al creador como un naufrago. Un buen escritor es menos importante que un escritor que vende más libros. Un científico o médico que ha salvado vidas es menos importante que un deportista o un cantante. Un escultor o pintor tiene como homólogo a un modisto o a un restaurador. Así, tampoco es casual, escribe acertadamente Vargas Llosa, “que, así como en el pasado los políticos en campaña querían fotografiarse y aparecer del brazo de eminentes científicos y dramaturgos, hoy busquen la adhesión y el patrocinio de los cantantes de rock y de los actores de cine, así como de estrellas de fútbol y otros deportes. Estos han reemplazado a los intelectuales como directores de conciencia política de los sectores medios y populares y ellos encabezan los manifiestos, los leen en las tribunas y salen a televisión a predicar lo que es bueno y es malo en el equipo económico, político y social. En la civilización del espectáculo el cómico es el rey”. La cultura fue invadida, fue ocupada, pero también fueron culpables muchos de sus componentes, fueron colaboracionistas con el invasor. Su propio desprecio, su propio exhibicionismo, su propia investigación sobre el vacío colaboró a ello.

La teoría y elucubración crítica llegó a suplantar a la propia obra literaria o artística. La teoría justificaba la obra de arte, ésta existía para ser traducida e interpretadas por el crítico-sacerdote-gurú. Sin embargo no estoy de acuerdo en la calificación de impostores que hace de Lacan, Kristeva, Braudrillard, Deleuze, Guattari o Virilio. Excesos los hubo, pero mejor eso que el desierto filosófico y ensayístico, por ejemplo, de un país como el nuestro. Un país sin intérpretes de la creación. La alta cultura y la incultura disfrazada bajo el sello de la cultura popular. Vargas Llosa culpa a Bajtín y a sus seguidores de haber abolido las fronteras entre cultura e incultura, dando a lo inculto una dignidad relevante. Era lo que se entendía por cultura oficial y cultura popular. Bien distinta era esta otra clasificación que en el mundo anglosajón distinguía entre obras más difíciles de comprender y obras más fáciles. La highbrow culture y la lowbrow culture, la cultura de la ceja levantada y la de la ceja alicaída. Ambas representaban a obras igual de interesantes y estéticamente valiosas. Vargas Llosa pone como ejemplo las obras de Eliot o Joyce como “difíciles”, o las novelas de Hemingway y los poemas de Whitman como “fáciles”. No sé yo si hoy sería capaz de clasificarlas de esta manera. Más bien las situará a todas en la highbrow culture. Hasta tales extremos hemos llegado. ¿Es hoy la cultura —como decía Eliot— todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido? Para mí, evidentemente, sí. Pero lo que yo juzgo como digno de ser vivido puede ser muy diferente para otros. La cultura tenía antes un prestigio, una jerarquía, un valor que en las últimas décadas se ha subvertido. Prestigio y crédito reconocidos a una persona o institución por su legitimidad, calidad y competencia en alguna materia.

La cultura desacralizada, la religión, la sexualidad, la política, el periodismo y la democracia, todo va a parar hoy a manos de la economía y el mercado. Vivimos en el desapego a los valores esenciales en los que fuimos educados. Vargas Llosa los echa de menos, Volpi celebra esta insurrección hacia un nuevo mundo desconocido. ¿Responsabilidad de uno? ¿Irresponsabilidad del otro? No. Confirmación del uno y esperanza del otro. La vida sigue, la mutación es ya un hecho. De nada vale condolerse. Entreguémonos al futuro sin contemplaciones y sin condiciones. Siempre el futuro fue mejor que el pasado. “Confieso que tengo poca curiosidad por el futuro, en el que, tal como van las cosas, tiendo a descreer. En cambio, me interesa mucho el pasado, y muchísimo más el presente, incomprensible sin aquél”, escribe Vargas Llosa.

Vargas Llosa y Volpi pertenecen a generaciones distintas. Este último, en un artículo titulado Réquiem por el papel (EL PAÍS, 15/10/2011), celebraba la llegada del libro electrónico pensando que ayudaría a la democratización de la cultura. De nuevo, el tópico. Vargas Llosa, tal y como se desprende del comentario que hace en su libro, creía injusta esta alegría. El libro en papel ha sido un elemento fundamental en la culturización y democratización general de Occidente. ¿Por qué se le quiere despachar sin vítores ni honores?. ¿Por qué tanta prisa en su jubilación? ¿Por qué tanto rencor hacia Gutenberg a quien la humanidad le debe uno de sus mayores logros?

Vargas Llosa critica suavemente a Volpi y se apoya en el artículo de respuesta que Vicente Molina Foix le dedicó a éste, ensalzando las virtudes de nuestro tan viejo y querido compañero. ¿Más útil, barato, democrático el libro electrónico? Probablemente útil sí, y también barato, pero democrático ¿en qué sentido?. Quienes no leían en uno no lo harán en el otro, tendrán más información posible a su alcance, pero no más conocimiento. Por otra parte, del artículo de Volpi se desprendía una alegría inusitada porque la palabra —el utensilio que él mismo utiliza no sólo para crear sino también para vivir— fuese destronada. Volpi, como yo mismo, está seguro que este soporte nuevo traerá consigo la desaparición de algunos géneros literarios e incluso periodísticos y se implantarán otros nuevos. Visto lo cual, él manifestaba su satisfacción por la inminente “aparición de textos enriquecidos ya no sólo con imágenes sino con audio y vídeo”. ¿Dónde entonces la palabra? En su artículo más reciente El último de los mohicanos (EL PAÍS, 27/04/2012), curiosamente, también se congratulaba de que poco a poco “se difuminan nuestras ideas de autoría y propiedad intelectual”. ¿Qué quedará entonces del escritor? ¿A qué oficio se dedicará el propio Volpi?

Sin palabras, sin autoría, sin derechos de autor, sin más lectores sobre el soporte que sea, ¿qué quedará del escritor? ¿Volpi ha elegido ya su nueva profesión? Vargas Llosa no se refiere a un cambio de géneros pero sí de escritura “algo de la inmaterialidad del libro electrónico se contagiará a su contenido, como le ocurre a esa literatura desmañada, sin orden ni sintaxis, hecha de apócopes y jerga, a veces indescifrable, que domina el mundo de los blogs, el Twitter, el Facebook y demás sistemas de comunicación a través de la Red, como si sus autores, al usar para expresar ese simulacro que es el orden digital, se sintieran liberados de toda exigencia formal y autorizados a atropellar la gramática, la sindéresis y los principios más elementales de la corrección lingüística”. Vargas Llosa aún confía en que la literatura, la poesía, la filosofía, la historia, la crítica, sobrevivirán en la red siendo cada vez más entretenidas, superficiales y pasajeras” como todo lo que se vuelve dependiente de la actualidad”. Yo por el contrario creo que muchos de estos géneros mutarán, cambiarán e incluso desaparecerán dando lugar a otros distintos y diferentes. ¿Mejores o peores? ¿Quién puede saberlo? El soporte inevitablemente modificará la forma del mensaje. Este hecho no se producirá de manera inmediata, quizá muchos de nosotros no lo veremos, ni la “vieja” generación de Vargas Llosa, ni la mía intermedia, ni la más joven de Volpi, pero ese cambio genético-genérico sin duda se llevará a cabo. ¿Debemos temerlo? ¡No! Nadie puede ir contra el destino, contra el “progreso”, los cambios son inevitables y, por lo general, siempre han favorecido al ser humano.

¿La literatura ha muerto, como piensa Steiner, como piensan en silencio muchos escritores? Probablemente, la literatura, como la hemos entendido nosotros, está ya moribunda, pero estoy seguro que ella misma sabrá pervivir de otra manera. En ninguna época de la historia el ser humano ha dejado de contar sus inquietudes, sus pasiones, sus deseos, sus imaginaciones. Lo hará de una manera u otra, pero jamás dejará de contar. En medio de esta revolución, en medio de esta especie de sometimiento totalitario, Czeslaw Milosz lo narró a la perfección. Ante el poder de la industria tecnológica (bajo ella nos proletarizaremos todos los productores de contenidos), Volpi quiere hacer el papel de Robespierre. Seguramente se le jaleará en la Red, como tantos jalearon al ideólogo de la revolución en París, probablemente aquellos mismos que luego lo llevaron al cadalso.

César Antonio Molina es director de la Casa del Lector y fue ministro de Cultura (2007-2009).

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