‘Molinos de viento en Brooklyn’

Existe una literatura de la sorpresa. De pronto te encuentras con un libro del que no tienes ni la más mínima referencia del autor y te guías por el instinto. ¿Quién puede resistirse a empezar una novela de doscientas páginas que lleva por título Molinos de viento en Brooklyn? Los títulos son importantes; más de lo que la gente cree y los críticos desdeñan. Los hay que te acoquinan nada más divisarlos y si los empiezas lo haces con el ánimo bajo, esperando que no se confirme la intuición. Pero hay otros que te seducen y que no puedes negarte a intentarlo aunque luego resulten un fiasco.

Pues imagínense un libro que se titula Molinos de viento en Brooklyn y que responde a un autor de nombre tan superferolítico como Prudencio de Pereda. Por si faltara algo en este enigma literario, resulta que el tal Prudencio de Pereda, de procedencia española y del que confieso no había oído hablar en mi vida, resulta que es norteamericano y que su fascinante novela ha sido traducida del inglés en una traducción brillante de Ignacio Gómez Calvo, al que no conozco de nada, y por una editorial no menos desconocida para mí, como es Hoja de Lata. Lo digo porque el compadreo entre empresa editora y crítico periodístico ha alcanzado cotas de impudor que avergonzarían a cualquier lector avezado.

Molinos de viento en BrooklynYo creo que es un error que las escasas pistas que existen sobre Prudencio de Pereda aparezcan como epílogo. Considero que hubiera sido mejor formando un prólogo, pero eso es pecata minuta editorial y cada cual hace lo que cree entender. Sin embargo ayudaría mucho a la hora de leer una novela tan singular como Molinos de viento en Brooklyn; saber algo del autor antes de llegar al final.

Prudencio de Pereda, que parece el nombre de un personaje de culebrón latino, perteneció a la escasa y desconocida emigración española a Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Nada de política, sólo buscarse una vida mejor en el país de las oportunidades. Instalados en un par de calles de Brooklyn, allí convivieron con sus costumbres, su ignorancia del inglés –la abuela del protagonista llegó a aprenderse diez palabras, que parecían darle para todo– y una añoranza melancólica del mundo que habían dejado, la miserable España de 1900.

Reconozco que una vez comenzado el libro y sin haber leído el epílogo que le dedica Jorge Ordaz, no pude dejarlo. Está escrito por un profesional de la literatura; ningún novato puede alcanzar la eficacia narrativa de Prudencio de Pereda. Había nacido en Brooklyn (1912), y pobre de natural hizo una carrera en colegios públicos y trabajó de todo hasta conseguir graduarse en el City College de Nueva York en 1933, que no era precisamente Princeton. Y sabe escribir y sabe leer. Está bajo la influencia de los grandes de la época, John Steinbeck y Hemingway. Con este último mantendrá una episódica relación a partir del comienzo de la guerra civil en España.

Le animará a marcharse al frente para defender la República, cosa que Prudencio, haciendo honor a su nombre, no estaba muy dispuesto. Será un hombre de izquierda que apoye todas las iniciativas a favor de los republicanos, ya fuera como guionista cinematográfico o como asesor de los dos filmes que la izquierda norteamericana preparó en apoyo de la República. Pero aquellas frases inolvidables que le dijo Hemingway para que se sumara a la guerra le debió de dejar frío; no era su carácter, estoy seguro: “(Debes ir a España ahora). Si no te matan, seguro que consigues un material estupendo. Y si te matan habrá sido por una buena causa”.

Prudencio de Pereda no es cualquiera, por más que casi todos nosotros le desconociéramos hasta este hallazgo feliz de la modesta editorial Hoja de Lata. En los años 1933 y 34, las antologías más importantes de Estados Unidos incluyen una narración suya –The Spaniard– junto a textos de John Steinbeck y John Cheever, entre otros. Se dice –todo se lo debo al epílogo del libro– que publicó 40 narraciones cortas en importantes o discretas revistas norteamericanas. Por si fuera poco. Su novela All the girls we loved (“Todas las chicas que hemos amado”, en traducción libre) llegó a vender más de medio millón de ejemplares, que se dice pronto.

Pero aún desconociendo toda de su obra, debo reconocer que Molinos de viento en Brooklyn, sin ser una obra maestra, es un relato conmovedor de los españoles de comienzos de siglo en una Nueva York que les mantenía en un gueto, en el que por cierto se sentían muy a gusto. Personajes como el Abuelo, o el inefable Agapito López, pertenecen a la picaresca española de la gran literatura. Se dedicaban a un oficio cuyo nombre me resulta desconocido y su etimología también. Eran “Teverianos”, lo que corresponde a vendedores de falsos puros de La Habana, a precios astronómicos, en un mercado negro que corresponde al final de la “ley seca” en Estados Unidos. Yo hubiera creído que podían denominarles “veguerianos”, porque un veguero fue durante muchos años el sinónimo de un puro habano.

Tenían un centro social por nombre La España donde se reunían y celebraban sesiones de todo tipo, como las casas regionales de hace años, o los centros españoles que pueblan buena parte de Latinoamérica. El relato que hace Prudencio del contrato y de la actuación del famoso bailarín de flamenco, Manolín, probablemente gitano, que llega a Nueva York convertido en un baúl de grasa y que con sus decenas de kilos de más logra una actuación que embelesa al público. Resulta una descripción tan viva, tan plástica, que exigiría a alguien que la trasladara a ese espectáculo siempre eficaz que es el cine.

En el fondo Prudencio de Pereda fue siempre un secundario. Uno de esos parias de la pluma, que escriben sin saber nunca si publicarán en revistas los 40 narraciones que escribió y que compilarán sus herederos. Falleció en 1973, retirado en la pequeña ciudad de Sunbury, en Pensilvania, apenas cumplidos los 60 años. No tengo ni idea de qué le ocurrió en esos quince años entre su precioso libro de los Molinos de viento en Brooklyn y su muerte. ¿Estaba casado, tenía hijos, de qué vivía?

Lo único que he podido saber es que este curioso escritor español que escribía en inglés y que hacía todos los esfuerzos por parecer más español que un castizo, hizo su trabajo como ciudadano norteamericano en la II Guerra Mundial, dedicado a la censura postal de los soldados: No podrían encontrar a otro que conociera tan bien el español de los hispanos incorporados al Ejército de EEUU. A España, aseguran que vino dos veces, una en 1933 y otra ya durante el franquismo. De los efectos de una y otra lo desconozco todo.

Pero se trata, asegura el epiloguista, de un “español, pobre y católico” en una sociedad donde tales características no debían ser muy bien recibidas ni antes ni después de la II Gran Guerra. Él decía de sí mismo que era “un contador de historias humildes”, y de seguro que resultaba una verdad aplastante. Basta con pensar que han debido de pasar más de 40 años, que se dice pronto, para que nos llegue noticia de un hombre que trabajó con Orson Welles, con Hemingway, con Lillian Helmann, y que estuvo en las convenciones más importantes de la izquierda norteamericana en la lucha contra el franquismo.

Se necesita talento narrativo para convertir la historia de unos marginales “teverianos”, o vendedores de puros de baja calidad que con su labia, su riqueza verbal, que se limitaba a los rudimentos del inglés más pobre, lograban colocar su mercancía y burlar a una los poderes de la mafia y de la policía que de un manotazo les hubieran hecho desaparecer.

Una odisea de gente pobre que alcanza la ironía y el sentido del humor que sólo logró aquella genial picaresca antigua. Vivir del cuento gracias a la palabra. El lenguaje de los pequeños estafadores –no digamos de los grandes– se basa siempre en la brillantez de su expresión. Un embaucador, mientras no lo desenmascaren, es un ciudadano digno.

Gregorio Morán

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