La crisis exige de las sociedades abiertas una enérgica respuesta de ejemplaridad. Una vuelta a los valores cívicos y a la responsabilidad moral.
De lo contrario, se corre el riesgo de que se produzca un peligroso desencuentro entre el relato legitimador que sustenta la democracia y la vivencia cotidiana de la política por parte de los ciudadanos. Un desencuentro que, coincidente con un clima de apatía social, resucite populismos que hagan que los espacios públicos se iluminen con los fogonazos de irritación y malestar de un pueblo que, jaleado por algunos demagogos postmodernos, no entiende por qué algunos gobernantes democráticos se dejan llevar por la frivolidad pasiva de la improvisación convertida en política. De este modo, por parafrasear la expresión acuñada en los años setenta por John Pocock en su famoso ensayo El momento maquiavélico, es imprescindible revisitar los fundamentos del liberalismo y afrontar, por así decirlo, un momento liberal que ofrezca una respuesta desde la libertad al desafío que plantea el cambio de paradigmas al que se enfrentan las democracias como consecuencia de la grave crisis social que padecemos.
En resumidas cuentas, hay que recuperar la entraña del humanismo cívico que estuvo detrás de la aparición del pensamiento liberal. Un humanismo cívico basado en la excelencia de la virtud y que genealógicamente es el antecedente de los liberales del siglo XVII y XVIII, desde Locke a Jefferson, pasando por Montesquieu, Adam Smith o Ferguson. Un humanismo cívico que no ocultaba su filiación patrióticamente ciceroniana y cuya obsesión primordial era impedir el despotismo que acechaba detrás de la supresión de las virtudes civiles y políticas. Quizá por ello el mismísimo Hayek no tenía dudas al afirmar en La Constitución de la libertad que tenía a Cicerón como "la principal autoridad del moderno liberalismo".
Hoy, como siempre, el discurso de la virtud civil y política es imprescindible si queremos recuperar la confianza en el futuro del Progreso inspirado en la libertad. Los atajos en la búsqueda del bienestar y la prosperidad mediante una visión maximizadoramente economicista del mercado no pueden ser justificados tras la experiencia brutal que está suponiendo la crisis para millones de ciudadanos. Ésta no se ha producido por la ineficiencia del mercado a la hora de generar riqueza, sino por la depreciación tanto de los controles de justicia que deben asegurar la plena vigencia de las leyes, como por una relajación en el comportamiento de aquello que Adam Smith denominaba la benevolencia, esto es, el interés por el bienestar de los otros, pues, "el sentir mucho por losdemás y poco por nosotros mismos, el restringir nuestros impulsos egoístas y fomentar los benevolentes, constituye la perfección de la naturaleza humana".
No cabe sostener -como han hecho algunos desde planteamientos neoliberales- que el discurso de La riqueza de las naciones de Adam Smith esté disociado de los ideales virtuosos que inspiran sus Lecciones de Jurisprudencia o su Teoría de los sentimientos. No es cierto que en el liberalismo el homo oeconomicus hubiera primado sobre el ciudadano, o que el interés hubiese devorado la virtud. Todo lo contrario. Ambos conviven dentro de un ideal de justicia que, además, es riguroso en su ejercicio y cumplimiento, ya que para el pensamiento liberal la tensión que inspira el cultivo de la virtud ha sido siempre una de las claves de bóveda de su diseño del gobierno bajo el imperio de la ley y que, inspirado en la Roma republicana, se mantuvo en el inconsciente de la libertad de los antiguos hasta que, entradas en acción las revoluciones transatlánticas, se transformó en la libertad de los modernos que luego describiría con tanto acierto Benjamin Constant.
En este sentido, el liberalismo tiene ante sí la tarea de reafirmarse en lo que fue en sus orígenes cultivando un presente de valores secularizados que restablezcan la condición activa y ejemplar de la política ciudadana mediante la defensa de un mérito público basado en el esfuerzo y la austeridad, en el trabajo diligente y en la responsabilidad hacia uno mismo y los demás. Hay que restaurar las raíces morales de las que nació el liberalismo para volver luego desde ellas a la defensa del mercado y la libertad económica. Comprender, como lo hizo Adam Smith, que la acción moral afecta siempre a la económica, ya que de acuerdo con su filosofía el comportamiento virtuoso no sólo no se opone a la prosperidad sino que casi siempre es la mejor vía para conducirnos a ella. De modo que, como señala en la Teoría de los sentimientos morales, "el viejo proverbio según el cual la honradez es la mejor política resulta casi siempre cierto".
Hay, por tanto, que impulsar un momento liberal que impida la debilidad del espíritu público; que venza la creencia en el provecho material y la filosofía anhelante de los derechos mediante una cultura del deber que, puesta al servicio de la libertad, vertebre la participación de la ciudadanía en el manejo y mejora de la cosa pública. En fin, hay que articular un momento liberal que nos devuelva la fortaleza de la virtud política o patriótica, pero entendiendo ésta como ese amor respetuoso a las leyes y las instituciones que protegen la libertad común, que es la tesis esgrimida por Montesquieu cuando reflexionaba sobre ella en Del espíritu de las leyes. Precisamente esa virtud patriótica debe ser reclamada más que nunca. No hay que olvidar que comenzamos a sufrir una crisis social que amenaza con descomponer y desvertebrar los fundamentos mismos del tejido cívico que sustenta nuestras sociedades civiles.
La crisis no será vencida sin sacrificios duraderos al servicio de reformas muy profundas, y estos sacrificios no podrán ser exigidos sin eso que Javier Gomá ha definido recientemente como ejemplaridad igualitaria. Ésta ha de suponer un compromiso virtuoso de todos por el respeto a un ideal de vida buena, un compromiso de todos con la excelencia y una verticalidad meritocrática que restablezca el deseo de cultivar lo mejor que hay en nosotros mismos y ponerlo al servicio de la sociedad.
Urge, por tanto, reactivar la vivencia pública de la ciudadanía y eso significa asumir que si el respeto a las leyes en las que se fundan la libertad y los derechos se descuida, entonces, éstos pueden ser fácilmente atropellados por cualquiera. Por eso, John Rawls identificaba al liberalismo con el presupuesto de que si los ciudadanos quieren salvaguardar sus libertades y derechos fundamentales, entonces, han de ejercitar y "poseer en grado suficiente las virtudes políticas y estar dispuestos a participar en la vida pública".
José María Lassalle, secretario de Cultura del PP y diputado por Cantabria.