Momentos Dédalo, momentos Ícaro

Los analistas-buitre, siempre dispuestos a caer sobre la presa débil, han propagado varios mitos sobre las causas de fondo de la crisis griega. Así, los griegos carecerían de una cultura democrática occidental, habrían sido incapaces de construir un Estado moderno, serían tolerantes con la corrupción o tendrían una mentalidad oriental. Y, algo en lo que todos coinciden (seguramente como coartada para justificar sus prejuicios) es que, si Grecia se ha integrado en las instituciones europeas, es por culpa de otros. Reino Unido, Francia o EE UU metieron a Grecia en un club en el que no hubiera entrado por méritos propios.

Momentos Dédalo, momentos ÍcaroSin embargo, la Grecia moderna acumula muchos méritos. Pocas naciones europeas han forjado con tanto tesón su independencia en el corazón mismo de un gran imperio. Pocas naciones europeas han gozado de más años de democracia en la era moderna. Los griegos extendieron el derecho al voto a todos los adultos en 1844, mucho antes que belgas (1894), finlandeses (1906), austríacos (1907) o británicos (1918). Pocas naciones han llevado a cabo una reforma agraria tan profunda como la griega, en la que cientos de latifundios fueron repartidos a decenas de miles de campesinos sin tierra, convirtiendo a Grecia en un país de pequeños propietarios. Pocas naciones han integrado tan rápidamente a un contingente de desplazados tan numeroso como el millón doscientos mil cristianos —equivalente a casi el 20% de la población griega— que llegaron desde Asia Menor en 1922-23. Y, posteriormente, pocas naciones sufrieron la misma sucesión de desgracias: invasión italiana, ocupación alemana, amenaza comunista, y, como colofón, una larga guerra civil.

El país estaba tan devastado que el jefe de la misión americana encargado de evaluar su estado al concluir la II Guerra Mundial aseguró que se necesitaría “un milagro para salvar a Grecia”. Y el milagro llegó, tal y como narra Stathis Kalyvas en su excelente Modern Greece: What Everyone Needs to Know. A partir de finales de los cincuenta, la economía griega creció a un ritmo vertiginoso.

Los griegos abandonaron las ensoñaciones sociales de las décadas anteriores, ya fueran de expansión territorial y nacionalista o de revolución comunista; unos sueños que compartían la misma característica: elevar a la sociedad griega a alturas desconocidas a través de empresas colectivas. Por el contrario, la política de posguerra (y la generosa ayuda americana) se concentró en favorecer las empresas individuales. En el sector privado, prosperarías más si te dedicabas a actividades productivas —por ejemplo, aprendiendo nuevas técnicas agrícolas y comerciales— que si intentabas capturar rentas mediante una regulación estatal a medida. Y, gracias a una relativa meritocracia, los empleados públicos tenían más incentivos a desarrollarse profesionalmente que a afiliarse al partido de turno.

El milagro económico griego fue el resultado de esos incentivos y no de que una buena noche los griegos se acostaran con una cultura helena y despertaran con una cultura germana. La prueba dolorosa de que es la política lo que importa es la vuelta atrás que Grecia padeció poco después, paradójicamente tras la victoria electoral en 1981 del más carismático y progresista de sus líderes hasta Alexis Tsipras: Andreas Papandreou. El PASOK de Papandreou institucionalizó el clientelismo preexistente, convirtiendo al Estado griego en una máquina para dar trabajo a simpatizantes; y, en el sector privado, beneficios particularizados a grupos profesionales cercanos. Papandreou cambió la balanza de los incentivos: más peso a la captura de rentas (o a la movilización colectiva) y menos peso a las actividades productivas (o al esfuerzo individual).

Nueva Democracia no lo haría mejor. Y, también irónicamente, los intentos más serios de revertir el clientelismo en los últimos lustros han venido de políticos reformistas del PASOK. Porque el problema griego no es de ideología, sino de expectativas políticas desmesuradas. Como muestra Kalyvas, Grecia ha encadenado varios ciclos de grandes expectativas de cambio, que, al colapsar, han dejado al país sumido en una gran crisis, de la que generalmente ha salido gracias a alguna intervención extranjera.

Alguien convenció a los griegos que podían volar como Ícaro. Recordemos el mito. Dédalo es el inventor que, para poder escaparse con su hijo Ícaro del laberinto del minotauro, fabrica unas alas de plumas y cera. Dédalo advierte a su hijo que no vuele demasiado alto porque el sol derretirá la cera de sus alas. Pero el soñador Ícaro no le hace caso y se deja llevar por el sueño de llegar al sol. Dédalo llega a su destino. Ícaro se estrella.

La pregunta del millón es, pues: ¿cómo y quién es responsable de inflamar las expectativas políticas de una nación? Indudablemente, los políticos endiosados juegan un papel importante. Pero todos los países tienen su cuota de ególatras (sólo hace falta seguir unas primarias americanas) y no todos los países se estrellan como Ícaros de forma recurrente.

Un patrón que antecede a (y por tanto puede ser causa o detonante de) los momentos Dédalo y los momentos Ícaro de una nación es el cambio en el framing, o enmarque, del debate político en los medios de comunicación. Lo cual no quiere decir que toda la responsabilidad recaiga en los periodistas o intelectuales; pero, sin duda, somos actores principales. En los momentos Dédalo, la discusión política transcurre a ras de tierra, con un lenguaje frío, se centra en buscar soluciones y compara una política particular de hoy con unas alternativas factibles. Por el contrario, en los momentos Ícaro la discusión política transcurre a nivel abstracto (neoliberalismo, patria, democracia contra los mercados), con un lenguaje emotivo (“la humillación de todo el pueblo griego”), se centra en buscar culpables (Merkel, Alemania) y se compara la situación general del país, dibujada siempre en tonos dramáticos (un desastre, un infierno), con un ideal (sea un paraíso utópico o, lo que se lleva más hoy, un mecanismo utópico, como una ciberdemocracia con poder para resolverlo todo).

Por ejemplo, los exagerados negro 97 griego y desastre del 98 español ni fueron tan negros ni tan desastrosos. Pero, al desplazar el debate de la discusión constructiva de políticas concretas al enfrentamiento destructivo entre grandes cosmovisiones, facilitaron la llegada de años verdaderamente negros y desastrosos. Esperemos que no se repita.

Victor Lapuente Giné es profesor de ciencias políticas de la Universidad de Gotemburgo y autor de El retorno de los chamanes, de próxima publicación.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *