Monarquía es Democracia

Soy consciente de que el título-lema ‘Monarquía es Democracia’ es una síntesis superlativa, un resumen máximo del pensamiento político europeo, es decir, civilizatorio, de 2500 años. En Occidente, ha devenido en una proposición verdadera, si miramos a las raíces fundantes de la democracia en la Grecia clásica, pasando por el diseño limitador del poder del Estado en la Roma republicana y el germen de los derechos humanos insuflado por el Cristianismo, y a los últimos 250 años, si partimos de su concreción contemporánea tras las revoluciones burguesas del siglo XVIII en las sucesivas fórmulas de ‘Estado de Derecho’, ‘Social’ y ‘Democrático’ o ‘Constitucional’.

Tres líneas de pensamiento arriban al saludable puerto del Estado Constitucional. La cristiana en forma del reconocimiento de los derechos naturales (hoy, fundamentales, humanos) de toda persona por el mero hecho de serlo; la racionalizadora del poder en forma del principio político democrático, en virtud de cual la soberanía pertenece al pueblo o nación y la limitadora del poder en forma del principio jurídico liberal, en virtud del cual, además de la garantía de los derechos, el poder del Estado no puede estar en unas solas manos, y que culminará con la aceptación lógica e inexorable de la supremacía constitucional, es decir, de la Constitución como verdadera norma jurídica y superior, que obliga igualmente a los poderes públicos y a los ciudadanos.

Amén de que el Estado ya no puede ser sólo de Derecho, sino que ha de ser también Social (‘Daseinsvorsorge-Wohlfahrtsstaat, Welfare State, stato del benessere, État providence’, Estado del bienestar). Desarrollo de las democracias avanzadas, confirmado por la línea Heller, Forsthoff, Beveridge-Keynes en el siglo XX, que se ha aceptado de forma generalizada en Europa y, según el cual, aquél debe intervenir para reducir las distancias sociales. Esta concepción se contiene como mandato en el artículo 9.2 de la Constitución, trasunto de la ‘cláusula Lelio Basso’ de la Constitución italiana.

Y todo ello siempre ha de estar legitimado de forma democrática, que, para que se dé verdaderamente, exige tres condiciones inseparables y paralelas; el derecho de oposición al poder y la libertad de opinión (Ferrero) y el sufragio universal. Este supercompendio es el contenido mínimo de una Constitución, escrita o no, para que la vida cívica se desenvuelva en una verdadera democracia.

Las propuestas de respetables neorrepublicanos como Arendt, Pocock, MacIntyre, Taylor, Skinner, Pettit, Viroli y Sandel conducen a que su realización se adquiera preferentemente en las monarquías parlamentarias y no en sus repúblicas idealizadas, que, a menudo asaltadas por demagogos e ignorantes, acaban en dictaduras de facción. La idea básica -y problemática- de la que parten es la comunidad y no el individuo. Aquélla es la que confiere la identidad a éste. Con lo que apisonan inevitablemente a la persona y sus derechos inalienables, así como todo principio ético objetivo y universal, deducido de la razón, en favor de la decisión del colectivo como única ‘ratio’ de lo aceptable, en una ‘deriva neoabsolutista’ (Habermas). Al margen del retroceso de la inteligencia de lo político estatal a la Antigüedad precristiana y de la paradoja señalada, la Historia de España revela que el camino republicano ha conducido siempre a la disgregación y al enfrentamiento civil. Por el contrario, la libertad, la unidad y la concordia se han verificado en el Estado Constitucional conformado en «Monarquía parlamentaria».

Porque naturalmente no se trata a estas alturas de España, Europa y Occidente de monarquía, según la clásica concepción de Platón y Aristóteles, como una forma de gobierno en la que el poder político decisivo reside en una persona. Ni tampoco de la ‘Monarquía constitucional’ del siglo XIX, con poderes más o menos limitados, desde solo el poder ejecutivo (doctrinarios franceses) hasta una imposible coexistencia de una soberanía regia con o por encima de la soberanía nacional o popular (teóricos alemanes). Todo ello quedó superado tras la Primera Guerra Mundial.

Cuando se acoge la monarquía como forma política del Estado -al menos, entre nosotros-, solo lo puede ser en su configuración parlamentaria. Así como la democracia lo es en su versión representativa o de gobierno de la opinión pública, frente a la irrealizable y engañosa fórmula de una democracia solo basada en la decisión de la mayoría (germen del totalitarismo o ‘democracia totalitaria’, en la certera intuición de Talmon), aniquiladora de las demás consideraciones imprescindibles para el efectivo equilibrio de las necesidades y deseos antagónicos que concurren en la comunidad política, sin las que la libertad, la paz y el crecimiento sociales no son posibles.

Pues bien, año tras año, según ‘The Economist’, ‘Freedom House’ y el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, este modelo político de organización de la comunidad civil, basado en el respeto de los derechos humanos, la libertad y la igualdad, integrador de la pluralidad (individual y colectiva, ideológica, religiosa, cultural, etc.) y fomentador del desarrollo sociales, donde se encuentra mejor adquirido y asentado es en los Estados (todos europeos), cuya democracia tiene la ‘forma política’ -en la expresión de nuestra Constitución- de Monarquía parlamentaria. Se trata de Gran Bretaña, Suecia, Noruega, Dinamarca, Países Bajos, Bélgica, Luxemburgo y, claro es, España. Y año tras año, las encuestas acreditan tozuda y felizmente que la monarquía solo es un problema para el 0,3-0,6 por ciento de los españoles.

El Rey representa la continuidad de la nación, encarna su historia, integra a los individuos como totalidad, no a los grupos, ni a una facción ideológica; su neutralidad y permanencia ante las distintas direcciones políticas del Estado facilitan el cambio social, le confieren independencia frente al inevitable partidismo y sitúan su misión constitucional en el interés del pueblo entero en el largo plazo. Así fue con el Rey Don Juan Carlos (1975-2014), que trajo la democracia, y lo sigue siendo con el Rey Don Felipe VI, reinante desde 2014 -¡por muchos años!-, referente del monarca parlamentario, identificado con la Constitución y su pueblo, y con el mejor porvenir de una España en Libertad e Igualdad, progreso y concordia como nación integrante de la Unión Europea. Precisamente, como una muestra más de este liderazgo mediante la ejemplaridad y la transparencia -y viene haciendo Su Majestad desde el inicio de su reinado-, se acaban de publicar las cuentas anuales, doblemente auditadas, de su Casa, correspondientes a 2020, en su página web.

Todo demócrata español, al margen de su primera teórica preferencia y a la luz de los hechos y la razón, sabe que la democracia representativa, es decir, la «Democracia», comprende la defensa de la Monarquía parlamentaria, simplificando, la «Monarquía», como continuadora de nuestra Historia, una antiquísima nación que se quiere de ciudadanos libres, iguales y solidarios. Por eso, en este sentido, es correcto afirmar, beneficioso entender e imprescindible proclamar que ‘Monarquía es Democracia’.

Daniel Berzosa es profesor de Derecho Constitucional y abogado.

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