¿Monarquía o República?: Democracia

“Tenemos la fortuna de que esta Monarquía no cuenta con el apoyo de los monárquicos”.

El comentario, hecho a Felipe González por don Juan de Borbón, conde de Barcelona y padre del rey Juan Carlos I, ilustra por sí mismo el dilema al que se enfrentaba la opinión pública española después de la muerte de Franco. Frente a quienes querían establecer un debate estéril sobre las formas de gobierno, triunfaron los que defendían la sustancia de la democracia. Hace unos días El Roto, con su habitual ingenio, publicaba un dibujo en este periódico en el que un indigente contestaba a la interrogante sobre Monarquía o República con la escueta demanda de “un trabajo”. Algo parecido a lo que en su día respondió Cambó cuando quiso resolver la papeleta respondiendo así a idéntica cuestión: “¿Monarquía o República? Cataluña”. Ambos ejemplos ilustran que cuando se habla de formas de gobierno se repara demasiado poco en sus contenidos. ¿Monarquía o República?, se preguntaron por su parte los constituyentes, y su contestación fue unánime: Democracia. Por eso las encuestas ponen de relieve, independientemente de cuál sea el sentimiento emocional de los ciudadanos respecto a la realeza, que un porcentaje muy bajo de los españoles se considera inquieto por la abdicación de don Juan Carlos en su hijo, mientras que para más de un 80% la principal preocupación es el paro.

¿Monarquía o República?: DemocraciaPese a estas evidencias empíricas, los medios de comunicación afectos a la derecha y quienes se apuntan al populismo al uso denunciando —¡una vez más!— nuestra democracia como una farsa burguesa han comenzado una batalla ideológica en defensa o contra el futuro de la Corona, según sus particulares gustos y manías. Para unos, resulta execrable la actitud de los republicanos, a los que integra sin mayores matices en la izquierda, o hasta en la extrema izquierda, y les critica acerbamente por solicitar un referéndum respecto a la continuidad del régimen. Escarban además con entusiasmo en el republicanismo tradicional del Partido Socialista, poniendo de relieve sus contradicciones internas, y avisan de una eventual traición a la Corona si el sector juvenil o reformador se hiciera con el poder en el PSOE. Para otros, entre los que sobresale Izquierda Unida, pretendida aliada del anarquismo suave rampante en nuestra sociedad, esta Monarquía parlamentaria es en realidad un apaño de las élites extractoras, responsables de la crisis financiera y económica que ha deteriorado y empobrecido a amplios sectores de la clase media. De donde infieren, en un salto acrobático de la inteligencia, que la única manera de evitar que continúen los desahucios a quienes no pagan las hipotecas sería un cambio de régimen.

En ambos casos, la pulsión es la misma: unos tratan de identificar, pro domo sua, la forma monárquica de gobierno con los intereses de la derecha y otros mantienen que solo un régimen republicano es capaz de amparar una verdadera democracia. Por si fuera poco, ahora que está en boga el derecho a decidir, exigen una consulta popular sobre el tema, reclamando así para las manifestaciones callejeras la representación de la soberanía popular. No pocos tertulianos de la televisión, cuyo desparpajo es incluso superior a su ignorancia, avalan unas y otras posiciones, a las que abiertamente se apuntan con el único deseo aparente de salir favorecidos en la foto.

Los intentos de descalificar a la izquierda por su republicanismo tienden a consolidar la hegemonía del partido en el poder y los intereses por él representados, al tiempo que amenazan con minar seriamente la continuidad de la Corona. En su discurso de abdicación el rey Juan Carlos recordó el empeño de su padre, y el suyo propio, de ser rey de todos los españoles, también de los que no creen en los reyes, ni magos, ni de cualquier otra especie. Ésta ha sido una actitud perdurable en su gestión del trono, que le valió el rechazo de los monárquicos a la violeta y el respeto y apoyo de partidos de estirpe republicana, como el socialista y el comunista. Renunciaron abiertamente a los símbolos de la República, contribuyeron de forma activa a la redacción de la Constitución, y entendieron que era la libertad lo que los españoles anhelaban, independientemente del color de las banderas enarboladas en su demanda. El descarado intento de la reacción conservadora de exhibirse como única y genuina representante de la Monarquía parlamentaria solo puede entorpecer la continuidad de ésta, como en su día propició el fracaso de la Restauración. El republicanismo activo de Pablo Iglesias —me refiero al original y no a su copia— estuvo precisamente justificado e impelido por la intervención personal del Rey en asuntos de la gobernación y el enfeudamiento de los partidos burgueses con las conspiraciones palaciegas. Ya Ortega y Gasset se encargó de aclarar en sus escritos socialistas de juventud que “la cuestión de la forma de gobierno no es la sustancial del significado político” del fundador del PSOE. Por lo demás es obvio que las monarquías no son en absoluto instituciones democráticas en lo que se refiere a su funcionamiento interno, pero en su versión parlamentaria amparan algunos de los regímenes más democráticos, libres y avanzados de la Tierra. La condición es que ningún partido, por mayoritario que sea, ni ningún sector social se vean privilegiados, favorecidos o distinguidos por la Corona respecto a cualquiera de sus competidores. Tampoco hostigados.

Quienes reclaman públicamente un régimen republicano tienen facultad para hacerlo no solo gracias a la tolerancia del Gobierno y sus bases sociales, sino en el ejercicio de un derecho reconocido en la misma Constitución, contra la que ellos se manifiestan. Ese ejercicio debe ajustarse a ley, como cualquier otro, pero lo mismo habría que decir de las encendidas exclamaciones de ¡Viva el Rey!, que le incitan, al que se va y al que llega, a intervenir en los asuntos públicos más allá de las facultades de arbitraje y moderación que le son propias. Los graves defectos de funcionamiento de nuestras instituciones no pueden ser resueltos por ningún monarca, sino por la iniciativa de los políticos. Y en lo que se refiere a la izquierda, los socialistas que apresuradamente se apuntan a una consulta exclusiva sobre la forma de gobierno, olvidando otras más acuciantes carencias constitucionales, deberían aprender del historial de conflictos de su partido con los anarquismos de turno, siempre deseosos de arrebatarles el protagonismo de una revolución, hoy imposible, y ahora de las reformas solicitadas, tan necesarias como difíciles. Los discursos de Pablo Iglesias (el original, que no la copia) y su correspondencia privada con Engels, están repletos de ejemplos al respecto y bien pueden servir de aviso a navegantes.

Hace menos de 40 años que este país aprobó una Constitución democrática gracias a un pacto entre todas las fuerzas políticas representativas de la época, con la excepción puntual del Partido Nacionalista Vasco. En ella se prevé como forma de Estado la monárquica y se establecen una serie de previsiones para la sucesión en la titularidad de la Corona. La inicial renuencia o el abierto rechazo de Convergència i Unió y de Izquierda Unida (heredera del Partido Comunista de España) a mostrarse coherentes con la ley que sus antiguos dirigentes redactaron y votaron es una patética prueba, una más, de la ausencia de liderazgo político en sus filas y de las inclinaciones populistas de quienes las encabezan. Igual que necesitamos una Monarquía que no esté defendida por monárquicos, es precisa una democracia que se asiente en el compromiso y honestidad de los demócratas antes que en sus cálculos electorales.

Me parece indudable que la Constitución debe ser reformada cuanto antes, por los cauces en ella misma establecidos, y someterse en referéndum a la voluntad popular, que ratificará o no la forma de gobierno, la articulación territorial y las demás cuestiones pendientes que afectan a la convivencia de los españoles. Hace ya demasiado tiempo que padecemos una crisis institucional que así lo exige. Por supuesto la expresión de las redes sociales, las de los locutores de programas de entretenimiento político y, sobre todo, la de miles de manifestantes que exhiben con toda libertad su protesta, deben tenerse en cuenta. Pero no pueden sustituir, ni legal ni emocionalmente, a la voluntad democrática expresada en las urnas. No, si queremos evitar un suicidio colectivo.

Juan Luis Cebrián es presidente de EL PAÍS y miembro de la Real Academia Española.

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