Monarquía, república, democracia

Por Carlos Seco Serrano, de la Real Academia de la Historia (ABC, 30/04/03).

Un «amable» lector de ABC me increpa, a propósito de mi último artículo publicado en esta Tercera, porque, según él, llamo gamberros a los republicanos (los chavales que enarbolaban banderas republicanas en las masivas manifestaciones a favor de la paz). Creo que no me ha leído bien. Lejos de mí condenar -y mucho menos calificar de gamberros- a los republicanos: allá ellos; cada cual tiene derecho a definirse políticamente. Yo llamaba gamberros a los portadores de enseñas republicanas que agredían verbalmente, de manera incalificable, a nuestros Reyes -«¡Juan Carlos, Sofía, la guillotina está vacía!»-. Si eso no es gamberrismo, que venga Dios y lo vea; y me extraña que en este punto no coincida conmigo mi objetante, puesto que añade: «...y si el pueblo quisiese una República, como forma de gobierno, nuestro Rey, al que dicho sea de paso yo admiro enormemente, ya que pienso que sin su intervención hoy día no sería posible el plantearse otra forma de gobierno... tendría que acatar la voluntad popular y convertirse en un español más, eso sí, con derecho a voto».

Aparte el hecho de que el Rey no necesita convertirse en un español más, porque es, por cuanto encarna y significa, el más español de los españoles, no acierto a ver en qué difiere de mi pensamiento mi «amable» contradictor. El cual me obsequia con esta lindeza: «Además, tacha usted de desconocedores de la realidad actual de nuestro país a todas esas personas que quieren una República para España; pues sepa usted que no da en sus palabras ninguna señal de conocer esa misma realidad, y que para su información le diré que actualmente estamos en una democracia (palabra griega que significa gobierno del pueblo, y que en esta realidad quien manda es el pueblo, y si el pueblo quiere una república, que habría de hacerse)». De acuerdo: siempre que esa voluntad se imponga, civilizadamente, en las urnas, y no mediante vociferaciones gamberras, en la calle. Pero en fin, mira por dónde, resulta que, a estas alturas, desconozco que estamos en una democracia y que es necesario, por añadidura, traducirme del griego la palabra democracia. Voy, por mi parte, a aclararle unas cuantas cosas que él, tan buen helenista, parece ignorar (con perdón).

En primer lugar, que no puede confundirse democracia con república. Si lo esencial es el triunfo y la vigencia de la democracia, hay que convenir en que uno u otro régimen -monarquía o república- se legitiman por su capacidad para hacer posible la democracia en un determinado país y en un determinado tiempo. No cabe duda -para el que ha vivido, y este es mi caso, tanto la experiencia de la Segunda República como la de la guerra civil y cuanto siguió hasta el día de hoy-, de que en España la experiencia republicana distó mucho de identificarse, en la práctica, con una democracia auténtica; y que, por el contrario, la monarquía actual no solo logró superar el enfrentamiento entre las llamadas «España y anti-España», triste pervivencia de la guerra civil, sino que ha logrado instalarnos, por primera vez en nuestra historia, en una auténtica e impecable democracia. Si somos consecuentes, los que efectivamente nos consideramos y nos sentimos demócratas, hemos de defender al régimen que, por fin, ha hecho posible la democracia en España.

Hace más de un siglo que llegó a esa misma convicción nada menos que Emilio Castelar, símbolo máximo de la democracia y luchador por la República, ya de vuelta de una experiencia -la de la Primera República- que había resultado tan negativa como lo sería, andando el tiempo, la de la Segunda. En plenas Cortes de la Restauración -durante la Regencia-, Castelar, noblemente, se expresó así: «Cuando en un tiempo en que nuestro fanatismo nos llevó a creer en la incompatibilidad completa de la Monarquía con las libertades públicas, en vano existía el principio monárquico en Inglaterra, en vano existía en Bélgica, en vano existía en Suecia y en Noruega, en vano existía en mil puntos donde la libertad reinaba; nosotros, erre que erre en que la Monarquía y la libertad eran incompatibles...» «Y así como dije a los míos, y no me oyeron, en una noche célebre, «vuestra república será la fórmula de esta generación si acertáis a hacerla conservadora», os digo ahora a vosotros (dirigiéndose a los liberales de Sagasta), «vuestra monarquía será la fórmula de esta generación si acertáis a hacerla democrática»».

¿Habrá quien crea -tal vez mi «amable» objetante- que es más democrática Venezuela -pongo por caso- que Inglaterra, por ser aquella una república, y esta una monarquía?

Claro es que la monarquía no se inventa: se posee, como un inapreciable legado histórico, por los viejos pueblos que en torno a ella se han forjado y se han afirmado. Los nuevos países nacidos a la independencia en Iberoamérica en el ciclo de la revolución liberal, solo podían ser repúblicas -salvo Brasil, y hablo del único Estado del subcontinente americano que, gracias a su monarquía imperial, evitó la disgregación característica de los de su entorno, pese a los esfuerzos de Bolívar para evitarla-. Y es que un Presidente, por muy recto que sea su proceder y por mucho que intente asumir con pulcritud un papel arbitral, será siempre el hombre procedente de una parcialidad o de un partido, y mirado como enemigo por los republicanos adversarios de ese partido (ahí está el caso del inefable don Niceto Alcalá-Zamora, sin salir de nuestras fronteras); mientras que un Rey es símbolo de integración y de unidad; no puede identificarse con un partido, porque se identifica con todos: resulta así, por definición, la máxima garantía para una democracia y para su unidad.

Cuando yo me he referido a la ignorancia de nuestra historia próxima y lejana, tanto como de la realidad actual, atribuible a los que llamé gamberros, aludía a ese hecho: el de que cierta juventud española simplemente desconoce el pasado y de aquí que no sepa valorar el presente (la realidad actual). Espero que, esta vez, las cosas queden claras para mi «amable» objetante. Al cual le aseguro que, no sólo por formación y dedicación, sino por experiencia propia, no ignoro aquello en que pretende adoctrinarme. Sé muy bien lo que digo.