Monarquía sin Parlamento

El abandono de España del Rey Emérito constituye un despropósito más de los que se vienen sucediendo con la Casa Real desde hace años. Una situación pintoresca que no cabe duda de que se ha agudizado en los últimos meses con las noticias sobre las supuestas actividades financieras de Don Juan Carlos. Tanto la abdicación en 2014 como todo el recorrido posterior de hechos y acontecimientos sobre su persona se han llevado a cabo de forma extraña y alejada de los propios criterios y mandatos constitucionales. Más de 40 años después de la aprobación de la Carta Magna, no contamos con un desarrollo legislativo concreto sobre la Familia Real. Una laguna que, entre otras cosas, contribuye a que tampoco quepa en estos momentos la posibilidad de realizar una fiscalización exhaustiva de la actividad de la Corona por parte de las Cortes.

El artículo 57.5 de la Constitución establece que las abdicaciones y renuncias y cualquier duda de hecho o de derecho que ocurra en el orden de sucesión a la Corona se resolverán por una ley orgánica. El constituyente quiso de esta manera que los sucesos más relevantes que afectan a la Monarquía parlamentaria, forma política del Estado (artículo 1.3 CE), requieran de la intervención del Parlamento, que representan al pueblo español (artículo 66.1). Pero, insisto, el Congreso de los Diputados y el Senado han estado ausentes en todo el devenir de los acontecimientos en la Casa del Rey que han culminado con la partida del Emérito de España a Emiratos Árabes. Una salida de España que, según parece, habría sido pactada entre Juan Carlos I y su hijo Felipe VI; al estar huérfanos de la norma orgánica que lo regulara, se impone el acuerdo y el pacto familiar para colmar este vacío.

Todo se ha desarrollado, por tanto, al margen del Parlamento, y sigue desarrollándose hoy en día sin participación ni control de las cámaras legislativas. E incluso, por lo que parece, sin que tampoco haya habido una intervención activa por parte del Gobierno. A la vista de los acontecimientos, podríamos afirmar, sin temor a equívoco, que el abandono del Rey Emérito se ha escenificado sin cumplir con la Norma Fundamental desde el punto y hora que no se ha desarrollado el mandato de regular, por ley orgánica, los avatares de la abdicación. Una regulación normativa que debe incorporar sin ambages la transparencia plena sobre las actividades de la Casa Real para que los ciudadanos puedan saber qué pasa en la misma, tanto con ocasión de este caso como en los sucesivos acontecimientos procesales que están por llegar.

Una Constitución que dedica todo un Título, el Segundo, a la Corona y cuyas prescripciones deberían ser cumplidas con diligencia por todos; una Constitución que otorga a las Cortes Generales un protagonismo muy relevante en muchos aspectos de la actividad del Monarca y de la Corona. Basta con repasar los preceptos constitucionales dedicados a la institución para confirmar este papel relevante del Parlamento español en sus relaciones con la figura del Jefe del Estado. Las Cortes Generales deciden sobre la sucesión cuando se extingan las líneas sucesorias llamadas en Derecho y sobre la persona del tutor del Rey menor de edad; el Rey es proclamado ante las Cortes Generales; al Rey corresponde, previa autorización de las Cortes Generales, declarar la guerra y hacer la paz; las Cortes Generales se convocan y disuelven por el Rey, y, en fin, las Cortes Generales deciden sobre el reconocimiento de la imposibilidad del Rey para el ejercicio de su autoridad.

La Constitución de 1978 nació bajo el designio del principio de legalidad, en su significado histórico y en su vocación normativa. El ordenamiento jurídico en su conjunto, desde el nivel de las normas positivas hasta los principios generales, está dentro de la Constitución. Solamente hace falta su concreción en las correspondientes normas legales orgánicas u ordinarias que desarrollan los preceptos de la Constitución. Forsthoff, sarcásticamente, denominó a la Constitución como un «huevo jurídico originario», «del que todo surge, desde el Código Penal, hasta la ley sobre la fabricación de termómetros». Pero la Constitución también plantea problemas cuando adquiere un protagonismo excesivo en el debate político hasta el punto de degradarlo y confundir a los ciudadanos que solo ven la validez de los comportamientos políticos en clave jurídica.

Por ello, en el Parlamento se han de olvidar por un tiempo de esta confrontación para remediar una tarea pendiente. Una tarea que compete al legislador español para proceder a concretar en la norma el papel del Rey tras su abdicación, a fijar su posición y la de los demás miembros en el orden sucesorio de la Corona, y a establecer, en fin, un estatuto jurídico del monarca cuando ya no reina.

Como suele ocurrir en tantos otros debates sobre cuestiones jurídicas de cierta trascendencia, el marco de referencia del intérprete –es decir, la estructura conceptual que racionaliza su percepción de ser y del deber ser de las relaciones o instituciones objeto de regulación– condiciona de manera decisiva sus soluciones. El instrumento normativo por medio del cual el legislador ha de llevar a cabo esta la regulación de las formas y las consecuencias de la abdicación del monarca es uno de los principales productos legislativos del Parlamento español: la ley orgánica. Una ley orgánica que, por su misma naturaleza, exige una mayoría absoluta para su aprobación. De ahí que los grupos parlamentarios deban ponerse de acuerdo para aprobar el texto articulado que venga a poner orden en la Corona con sentido auténticamente político.

Alfonso Villagómez Cebrián es doctor en Derecho y magistrado.

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