Monarquía y amnesia

La imputación judicial de la Infanta Doña Cristina en el procedimiento del caso Nóos y el recurso de la Fiscalía Anticorrupción han supuesto un tsunami mediático. No voy a entrar en las contradicciones del juez que a través de la instrucción no había advertido conducta imputable en la hija del Rey y ahora, al parecer con los mismos elementos de juicio, afirma lo contrario. El asunto ha de ser considerado por la Audiencia de Palma y debemos esperar a que se pronuncie. La cuestión de fondo, no por su repercusión directa sino por la repercusión indirecta e interesada que algunos quieren dar a la situación creada por las actividades, aún no juzgadas, de Urdangarín y de su socio Torres, es si está o no en cuestión el futuro de la Monarquía.

Desde los años ochenta el Rey ha pasado una docena de veces por el quirófano y en el último año ha sido operado en cuatro ocasiones. Esta es la convalecencia más larga, pues puede prolongarse seis meses, y es, además, la que ha alejado de una manera más visible a Juan Carlos I de sus ocupaciones, al menos protocolarias, como soberano. Que se sepa, tampoco se celebran los habituales despachos que mantiene con él el presidente del Gobierno. Esta ausencia formal del Rey, sin actos ni audiencias –incluso no recibió, como ejemplo significativo, al secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, una de las primeras personalidades de la política mundial–, causa una extraña sensación que no tiene sentido negar. Paralelamente, el Príncipe de Asturias ha multiplicado su presencia pública asumiendo de manera impecable la agenda regia.

El ciudadano de a pie, que no está en los entresijos de la política, podría preguntarse si el estado de salud del Rey es más delicado de lo que oficialmente se dice, o si este paso atrás responde a una estrategia diseñada con intenciones que se desconocen. Todo ello coincide con una exacerbada aceleración de operaciones interesadas y de viejo cuño, revanchistas y nada rigurosas, que piden atolondradamente la abdicación regia, incluso un cambio de régimen, con la mirada puesta en un sistema republicano lleno de oscuros interrogantes y con experiencias catastróficas en nuestra Historia. A mi juicio, y es más que probable que al de otros muchos españoles, la política informativa de La Zarzuela últimamente no ha acertado. A menudo ha aparecido dubitativa, contradictoria y en el mejor de los casos ingenua, singularmente en la falta de transparencia e inmediatez sobre la evolución de la salud del Rey y su ausencia de la escena pública. La falta de información es una espita abierta a las especulaciones. Es justo reconocer que quien movió ficha desde el principio con inteligencia y rigor en el caso Urdangarín fue el propio Monarca. Me refiero a su mensaje a los españoles en la Nochebuena de 2011.

Esa estrategia informativa, poco meditada si es que existió, empezó tras el interesadamente controvertido asunto de la cacería regia en Botswana. Se exageró. El Rey, en días de asueto, acudió invitado a una cacería que no costó un euro al erario público, y abatió un elefante en un país en el que ello es legal. Otras supuestas circunstancias de aquel viaje son, en todo caso, estrictamente personales y atañen sólo al círculo familiar. Sin embargo, se abrió entonces una sorprendente caja de los truenos que desembocó en una petición de público perdón, a mi juicio innecesaria, que convertía a Juan Carlos I en el primer Rey que apostaba por una decisión que le honraba, pero que, en el terreno de la imagen, podía concitar más perjuicios que beneficios. No estuvo bien aconsejado. Salvo cierto vocerío interesado, no se dieron circunstancias que fueran motivo ni mucho menos suficiente para aquel arrepentimiento público.

Vivimos en un país amnésico. Se olvida que las dos experiencias republicanas llegaron a España por vías no constitucionales y sumaron gravísimos errores que llevaron a que la efímera primera República, disparatada en sus excesos locales y cantonales, acabara en un golpe de Estado, y la segunda, con su apuesta por el enfrentamiento y el radicalismo, en otro golpe de Estado, esta vez fallido, que con el pueblo español dividido y en armas desembocó en una guerra civil. En la misma vía amnésica, quienes falazmente repiten que la forma monárquica del Estado no ha sido refrendada por las urnas olvidan el artículo 57.1, Título II, de la Constitución: «La Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón, legítimo heredero de la dinastía histórica». La Constitución fue aprobada por el 87,78% de los votantes y en su texto no sólo figuraba la Monarquía parlamentaria como «forma política del Estado español» (artículo 1.3), sino que, además, y puede considerarse una originalidad en la legislación comparada, los españoles votaron también al titular de la Corona. Otra amnesia impresentable, por ingrata, sería pasar página sobre los enormes servicios de la Monarquía encarnada por el Rey al pueblo español y a la consecución y consolidación de la democracia, incluidos momentos difíciles en los que el Monarca fue garante decisivo del sistema constitucional y de nuestras libertades.

Esgrimir planteamientos de fin de ciclo por meras incidencias que, además, no afectan directamente a quien encarna la Institución es caprichoso e insensato. Y más insensato es que el primer partido de la oposición se muestre comprensivo respecto a esta demagogia, como evidencia el hecho de que las Juventudes Socialistas se sumen «con más fuerza que nunca» a «las movilizaciones para solicitar la III República», mientras anuncian que cuentan con la «comprensión» de su partido. Sólo la falta de liderazgo en el socialismo y su deriva hacia la nada, desnortado más que nunca, pueden explicar semejante disparate.

Más que nunca es necesaria una política informativa desde La Zarzuela capaz de ir por delante, razonable y eficaz, porque, como dejó escrito Churchill, siempre inteligente referencia, un estadista, o una Institución, es «tanto más útil y deseable cuanto más se deje sentir su falta». Si el Rey queda en un plano nebuloso y la sensación es o puede ser que no se echa de menos esa ausencia, involuntariamente se estarán fortaleciendo aspiraciones vacías y falsas soluciones a problemas que en realidad no existen y, en todo caso, no tienen calado constitucional ni apoyatura lógica ni histórica.

Juan Van-Halen,  académico correspondiente de la Real Academia de la Historia.

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