Monárquicos a cuerpo

Mi abuelo materno heredó de su padre el oficio de barbero. Al igual que su progenitor, en su juventud había votado a candidatos monárquicos en las elecciones, y por eso, en la década de 1940 y 1950, compraba a diario el ABC para que sus clientes se entretuviesen. Lo recuerdo haciendo crucigramas, leyendo capítulos del Quijote, consultando la enciclopedia Espasa –su vademécum cultural–, evocando la hermosura de Celia Gámez y, sobre todo, contando anécdotas de cuando le tocó hacer el servicio militar en Madrid y le encomendaron ser el barbero del dictador Primo de Rivera. También me contaba la triste partida de Alfonso XIII, el Monarca cuyo desfile nupcial vio uno de mis bisabuelos, un trabajador municipal que viajó desde Linares a Madrid para vitorearlo, alquiló una habitación de hotel y desde el balcón contempló la explosión producida por la bomba que Mateo Morral arrojó contra los Reyes.

Conforme arranco hojas del calendario –como se ve en rápida sucesión en las películas antiguas– me vuelvo más escéptico con la política y me reafirmo más en un puñado de convicciones, muestro más impaciencia con los tontos y resentidos y más admiración por la inteligencia y el tesón, valoro más la amistad desprendida y compruebo la eficacia de la historia para comparar situaciones del pasado con el presente.

La historia aporta perspectiva para analizar episodios actuales y evaluar comportamientos humanos recurrentes. Campomanes, el Conde de Aranda y Floridablanca fueron ministros de Carlos III que ayudaron a construir una España floreciente. Su labor como estadistas tuvo muchas más zonas soleadas que umbrías. Resulta significativo que Felipe VI cuelgue en su despacho de La Zarzuela un retrato de dicho monarca ilustrado, de la misma manera que Juan Carlos I tenía en el suyo, en un anaquel, una foto de Torcuato Fernández-Miranda, el ingeniero jurídico de la Transición cuya figura los manuales de historia venideros colocarán en el mismo podio que los ministros ilustrados del s. XVIII. Estoy convencido.

Mi generación es la del Rey –nacimos el mismo año–, la de los niños crecidos en democracia, la que vio cómo pasábamos de ser la España de los Botejara a la del AVE, la de pueblos comunicados con carriles a la de las autovías, la de hombres y mujeres de campo que parecían extraídos de daguerrotipos a la de jóvenes de alturas parejas a las del resto de europeos. Los españoles hace tiempo que no tenemos hipotecas con el pasado y la inmensa mayoría sólo aspira a seguir viviendo en un país moderno y democrático.

He querido y quiero a amigos de izquierdas y de derechas de convicciones republicanas que enjuiciaban con benevolencia el reinado de Juan Carlos I, sobre todo los que vivieron el franquismo. Reconocían la concordia, el prestigio, la calidad de vida y el peso económico mundial conseguidos durante un reinado que hizo que muchos se confesasen juancarlistas pero no monárquicos. Que es como decir que uno no cree en el matrimonio pero sí en la persona con quien está casada. Tanto monta. Al final, lo importante es valorar la funcionalidad de la Corona.

Los magnates y potentados tienen intereses mientras que el común del pueblo tiene ideales. En momentos de crisis superlativas los ricos ponen a salvo su dinero y chaquetean para avenirse con quienes están llamados a detentar el poder. Y en esos mismos momentos turbulentos, el pueblo llano es el que decide defender sus convicciones, sus creencias. Porque la vida no es la elección entre raciocinio o sentimientos, sino la equilibrada combinación de ambos.

En enero de 1980 llegaron a Cartagena procedentes de Roma los restos mortales de Alfonso XIII. Regresó muerto por donde marchó vivo. Una estudiante y su padre, empleado de refinería, fueron a presenciar el acto y a ver a Don Juan de Borbón. Pasado el tiempo me casé con ella, y los dos vimos hace unos días por internet la imposición del Toisón de Oro por parte del Rey a la Princesa de Asturias. Vivimos el acto con la misma emoción que otros millones de españoles, personas corrientes, como nosotros, monárquicos sin antifaces, a cara descubierta. Porque la monarquía no se cimenta en lobbys ni la sostienen sociedades limitadas, sino una multitud de hombres y mujeres anónimos. De monárquicos a cuerpo, como cuando nos echamos a la calle en primavera.

La permanencia histórica de la nación, la Constitución, la libertad y la garantía de los derechos democráticos fueron defendidos por el Rey en un memorable Discurso –en mayúscula– del pasado octubre, y los encarna con gallardía de dos metros aunque le piten en estadios y manifestaciones quienes pretenden derruir España. Aviados van con sus pitos, sus banderas del odio, sus soflamas de megáfono y sus asambleas aborrascadas de marihuana. Ya pueden monopolizar platós, crisparse como Drácula antes del mordisco en las tribunas parlamentarias o montar algaradas callejeras, que con este Monarca que ha conectado con el sentir popular de una mayoría de españoles lo llevan claro.

Pasaron los tiempos de ver a los Reyes como algo divino o con una aureola legendaria tipo Camelot. Es el tiempo de una modernidad que ni olvida la tradición ni renuncia a los valores históricos que constituyen España y con los que tantos nos identificamos. Felipe VI impuso un modelo deontológico a su reinado desde su proclamación, algo apreciable en sus apariciones públicas. Como cuando impuso el Toisón a su hija Leonor en el Palacio Real, firmes los alabarderos, el cuarteto de cuerda tocando el himno nacional, junto a la estatua de Carlos V y el Furor. Tanta emoción se transmitía que yo no sabía si quedarme con la hondura de las palabras del Rey o con la imagen de una sonriente niña rubia de ojos claros vestida de azul que miraba a sus padres y abuelos con alegría.

Por supuesto que no es una princesita de cuento de hadas, sino una niña que va a clase y se quema con la sopa caliente.

Pero tenemos una Princesa de Asturias que es para comérsela.

Emilio Lara, historiador y escritor.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *