Por Jorge Edwards, escritor chileno, premio Cervantes de 1999 (EL PAIS, 17/02/05):
He viajado por tierra, conducido por un taxista amable y veterano, desde Santander hasta Zaragoza. Hemos partido en una mañana húmeda, fría, de cielo parcialmente nublado, a una hora en que el faro del puerto, contra un fondo gris oscuro, todavía proyectaba sus luces en forma intermitente. No era la primera vez, en estas largas décadas recientes y cuasi españolas, que viajaba hasta Santander, ni la primera en que emprendía el regreso en automóvil, por curvas y calles empinadas, frente a esa entrada de mar que se prolonga a lo largo de kilómetros. Divisaba en la distancia, en el extremo de su península, el palacio de la Magdalena, el casino, donde alguna vez perdí un par de fichas, y los hoteles y las mansiones de veraneo de comienzos de siglo, con sus balconajes, sus torres, sus volutas, sus terrazas superpuestas. Santander y sus jardines, sus construcciones de madera, de ladrillo, de piedra de cantería, se parece un poco a una Viña del Mar mía de épocas mejores, anterior a la aparición de los edificios de cemento armado y del turismo de a peso. Pero tampoco faltan aquí, desde luego, el cemento, el hacinamiento, la huella fea de las sociedades globalizadas. Las comparaciones son siempre arbitrarias y las posibles enseñanzas nunca sirven de mucho.
Cuando entramos a la autovía de Bilbao, me pregunto, en mi ignorancia, si podré encontrar la línea divisoria, la diferencia visible y tangible entre Cantabria y las Provincias Vascongadas o Euskadi. Ya me ha dicho el amable conductor, que vivió en Montevideo en épocas pretéritas y que visitó Mendoza y Santiago en 1968, como actor destacado en un campeonato internacional de ciclismo, ni más ni menos, que tendremos que atravesar el País Vasco y la provincia de La Rioja antes de ingresar en el Alto Aragón. En consecuencia, me preparo. Las circunstancias, me digo, son propicias. Y parece que la mañana fría ejerce un influjo agudo, una electricidad que hace chisporrotear las antenas mentales. He viajado muchas veces al norte de España y sólo he comprendido a medias, sin verdadera convicción, sin la posibilidad real de sacar conclusiones, las diferencias entre Galicia, Cantabria, las Vascongadas. He leído bastante a autores de todas estas regiones, desde antes, incluso, de sospechar siquiera que había problemas, pero me falta, sin la menor duda, mucho que entender. Conozco obras de Álvaro Cunqueiro, de Gonzalo Torrente Ballester, de Camilo José Cela, gallegos eminentes. De Eduardo Blanco Amor, que escribió hará medio siglo un interesante Chile a la vista. Y desde mi adolescencia devoré título tras título de Pío Baroja y de Miguel de Unamuno, entre muchos otros. Recuerdo escenas de El árbol de la ciencia como si las hubiera leído ayer, y diría que hasta el ritmo sincopado de la prosa barojiana, con su desnudez, su aspereza peculiar, agridulce, su énfasis que suele rozar la extravagancia, me resuena todavía en los oídos. El lenguaje de Unamuno, por contraste, siempre me pareció fluvial, casi torrencial, sorprendente, desafiante en su pasión y en su contradicción. Pasamos las fronteras de Cantabria y Euskadi y entramos en paisajes montañosos, semicubiertos de nieve, intensamente sombríos, donde el agua cae en torrentes estrechos por las quebradas, junto a caserones altos, de muros agrietados, desteñidos, y tengo la impresión de haber regresado a páginas unamunianas sobre largas caminatas y esforzadas ascensiones a las cumbres. Unamuno describía con insistencia que se podría llamar musical el esfuerzo, la tensión de la voluntad, la difícil llegada. Lo hacía en prosa y en verso. Sus poemas tenían una dirección extraña, que arrastraba algún eco decimonónico, ajeno a las vanguardias de su tiempo, pero los releo y me vuelven a gustar. En cierto modo, en la perspectiva de tantos años, me cansan menos, me parecen más originales que muchos de los textos en prosa: leo los versos de don Miguel con una sonrisa, con una sensación de anacronismo, pero con frecuentes momentos de reflexión y de emoción.
Como hago este viaje en días de intenso debate del tema del nacionalismo vasco, trato de entender. No pretendo entrar en detalles sobre el plan Ibarretxe, sobre la discusión y votación en las Cortes, sobre todo el aspecto político y puntual del problema. Lo que trato de entender es el fenómeno en sí mismo, el origen y el significado último del conflicto, aparte de tratar de saber si es un conflicto auténtico o falso, necesario o prescindible. Ya sé, y nada mejor para saberlo que mi experiencia suramericana, que el nacionalismo en sí es una pasión, algo parecido muchas veces a una enfermedad, un estímulo para realizar las cosas mejores y, por desgracia, muy a menudo, un pretexto, una justificación de las peores.
Como ya lo he dicho, me dejo llevar por estas cavilaciones mientras miro los bloques montañosos, las plantaciones verticales de eucaliptos, la nieve que permanece en los surcos y que ya se transformó en humedad en los paredones rocosos. La visión de Unamuno era religiosa, cercana al panteísmo, de una religión sin iglesia y hasta sin liturgia, pero donde la naturaleza y sus ritos hacían las veces de ceremonial y de santuario. Esto señalaba para él una diferencia, una peculiaridad vasca, asunto que un lector lejano, un adolescente chileno de los años cuarenta, recibía como elemento añadido, como parcela de sugerencia y de misterio. Nunca encontré en los textos de Unamuno, sin embargo, un interés real, activo, de política partidista, por así decirlo, en los temas de la soberanía, de la autonomía, de las reparticiones de poderes. Mi impresión actual, conociendo mejor estos contextos, es que él consideraba necesaria la diferencia vasca dentro del conjunto de la cultura española. Por eso se había inventado un Don Quijote de La Mancha y hasta un Sancho Panza fuertemente vascos. Y decía que la República de Chile, como la Compañía de Jesús, eran creaciones de sus coterráneos, asunto más que discutible, por lo menos en lo que se refiere al caso chileno. Además, y no hay que olvidarlo, a la visión vasca de Unamuno había que añadir su experiencia de Salamanca: un sentido profundo, complejo, rico de la cultura castellana.
Mi perplejidad actual va, desde luego, bastante más allá de la literatura. Cuando leí en mi juventud a Unamuno, Azorín, Baroja, Ortega, Ramón Pérez de Ayala; cuando descubrí la poesía de Federico García Lorca, Jorge Guillén, Luis Cernuda; cuando comencé a conocer el pensamiento de Américo Castro, España, recién salida de su guerra civil, o, si se quiere, incivil, pasaba por un periodo oscuro, de aislamiento de todo orden, de relaciones que se podían llamar amputadas con los países hispanoamericanos. Había una España del interior y otra del exilio, y la reconcilia-
ción entre ambos bandos parecía imposible. Para mí fue una sorpresa grande, por ejemplo, cuando mi amigo Arturo Soria y Espinosa, español discrepante y antimultitudinario, como le gustaba definirse a sí mismo, decidió de improviso, sin mayores anuncios previos, regresar a su tierra todavía gobernada por el general Franco. El brusco anuncio suyo me hizo comprender en un instante años de soledad, de vida frustrada. Pero él tenía, como muchos de sus amigos, como José Bergamín, por ejemplo, o Dámaso Alonso, y más allá de sus comentarios irritados, a menudo furibundos, una visión de lo español en su conjunto, en su lugar en la historia y en la geografía, en el pasado de la lengua, en su proyección americana. A veces me pregunto qué habría dicho esa gente frente a los nacionalismos de ahora. Leo numerosas reflexiones interesantes, agudas, críticas, pero me faltan otras, como si esa España de mi juventud, a pesar de su eterna crisis, de su polarización dramática, produjera un pensamiento de calidad que ahora suelo echar de menos.
Lo que ocurre, me digo, y aquí también interviene mi experiencia específica de chileno, es que los países pueden salir con relativa seguridad de los abismos de la política y de la economía, pero la recuperación de la auténtica cultura es mucho más lenta. Porque la persistencia del terrorismo etarra, sin ir más lejos, me parece un problema, más que de identidad, término tan de moda hoy, de cultura, como lo son, desde luego, las ambigüedades y las confusiones con respecto a él. Y de ahí derivan muchas otras cosas. Porque el terrorismo confía ciegamente en caminos simplificados, bárbaros por definición. Es una mentalidad de guerra, y es una demostración, como tal, de que la guerra todavía no ha terminado del todo, de que subsisten por ahí focos de una batalla eternizada. En sus años finales, yo solía citarle a Pablo Neruda unos versos suyos de adolescencia, y le decía, medio en broma, pero también medio en serio, que eran los mejores que había escrito en su vida. Pertenecían a un poema que se llamaba República, y comenzaban: "Patria, palabra triste, como termómetro o ascensor...". Los evoco ahora y me suenan como un comentario lapidario aplicable a cualquier nacionalismo. Él los escribió en la segunda década del siglo pasado, en años de exaltada celebración de los fastos militares de la Guerra del Pacífico, la del Chile de la segunda mitad del siglo XIX contra el Perú y Bolivia. El joven poeta había comprendido, menos de medio siglo más tarde, el peligro, la fiebre patriotera que podía deformar la vida civil, y hacía una advertencia burlona, pero tenemos que entender que las burlas suelen ser lo más serio del mundo. Yo he venido durante la friolera de 40 años a la España del último franquismo y a la de la transición, y he sido testigo de un progreso, de una apertura, de una modernización constante, sorprendente. En su momento me pareció el mejor modelo para la transición chilena, y lo declaré sin pelos en la lengua. Ahora, en estos mismos días, he notado por primera vez una agitación, un devaneo que no me convencen. He tenido ocasión de escuchar y de leer muchos graves y elocuentes discursos, llenos de poderosos argumentos, pero quizá haga falta la palabra incisiva, la voz de un poeta que lo resuma todo, y que ayude a salir de laberintos artificiales.