Montesquieu ha renacido

Alfonso Guerra asesinó, o al menos enterró, a Montesquieu en el imaginario popular, por más que el político socialista lo desmintiese en sus memorias con poco éxito. En realidad, el crimen atribuido a Guerra era injusto, ya que la víctima no era Montesquieu, sino una versión posterior, edulcorada y dogmática: el Estado constitucional como máquina de precisión, capaz, por arte de birlibirloque, de garantizar la libertad ciudadana por su simple despliegue jerárquico y luminoso. Lo curioso es que a Montesquieu lo de la separación de poderes no le importaba gran cosa, como descubrí con sorpresa, al leer, hace ya muchos años, Del espíritu de las leyes y encontrarme buscando por todas partes tan conocida doctrina, sin apenas encontrarla.

El tono de la obra recuerda más a El Príncipe de Maquiavelo que a las de sus contemporáneos ilustrados. Montesquieu no pensaba en máquinas, sino en organismos vivos, susceptibles de enfermar. Por eso se centró en los contrapesos en el ejercicio del poder, más que en su división en compartimentos. De hecho, su modelo influyó, con muchas adaptaciones, en el constitucionalismo estadounidense, un sistema en el que la intromisión abiertamente política del poder ejecutivo y legislativo en el judicial es constante.

Montesquieu tampoco postuló un poder judicial. Para él, los jueces solo declaran «lo justo» y para su cumplimiento han de contar con el Ejecutivo y sus facultades de policía. En su modelo, la autoridad de los jueces deriva de su independencia, pero, al decir el derecho y no crearlo, realmente carecen de poder. Esta versión poco realista se vio superada por un poder judicial problemático: en primer lugar, porque el control de constitucionalidad sí atribuye a algunos jueces la facultad de crear derecho y derogarlo; en segundo lugar, porque, aunque el juez sea independiente, existe el riesgo del uso político de la judicatura, mediante ascensos y castigos, lo que permite a los otros poderes promover a jueces afines; en tercer lugar, porque, dependiendo de la solución que adoptes, existe el peligro contrario, que surge en el momento en que concedes a un cuerpo de magistrados no elegidos democráticamente capacidad para organizarse.

El problema de cualquier sistema formalmente válido que pretenda minimizar estos riesgos es que termina dependiendo de factores externos. Hay algo godeliano en esto: te tienes que salir del sistema y examinar su práctica para decidir si vale o no. Como cuando planteamos la cuestión de república versus monarquía: ¿cuál es mejor? Si optas en el papel por la república, luego te entran sudores fríos cuando comparas la república bolivariana con la monarquía sueca.

En todo caso, la solución del legislador constitucional español fue clara: de los 20 vocales del Consejo General del Poder Judicial, ocho serían nombrados por las Cortes y reflejarían el pluralismo político, y 12 serían nombrados por los jueces y reflejarían el pluralismo judicial. La regulación en la vieja ley de 1980 trasladó esa idea, pero la ambigua redacción del art. 122 de la Constitución permitió a los socialistas, en 1985, realizar una interpretación abusiva -en mi opinión- que fue avalada por el Tribunal Constitucional. El incentivo de los socialistas era doble: desplegar, en el poder judicial, su hegemonía política durante los años 80 y evitar el sesgo conservador de la mayoría de los jueces de carrera de la época.

El TC, en su sentencia 108/1986, de 29 de julio, tras doblar la cerviz, expresó una premonición que sonaba a oración fúnebre: "Ciertamente, se corre el riesgo de frustrar la finalidad señalada de la Norma constitucional si las Cámaras, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidan el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos, pero no en éste, atienden sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuyen los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de éstos.(...) La existencia y aun la probabilidad de ese riesgo, creado por un precepto que hace posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la Norma constitucional, parece aconsejar su sustitución, pero no es fundamento bastante para declarar su invalidez (...)".

Una vez los partidos se drogaron, su adicción arraigó y se hizo más profunda, aunque de cuando en cuando anunciasen su voluntad de rehabilitarse. El abuso del sistema creó incentivos perversos. Los jueces y magistrados que querían hacer política en la carrera judicial ya no tenían que vender parte de su alma a sus compañeros -o no solo-, sino que la transacción la tenían que hacer con los políticos de turno. El lado oscuro se manifestaba cuando los vendedores se ocupaban luego de nombrar a los que juzgarían a los compradores. Es indiferente que esto se tradujese o no en corrupciones concretas; basta con saber que las abonó. Y no solo eso, sino que, al introducir un juego de precios y favores, todo quedó contaminado, incluso aunque no fuera esa la intención de los elegidos.

Porque, y esta es la clave, el problema realmente no es del sistema en sí. Volvamos a Montesquieu. El barón, al ocuparse de Roma y de sus instituciones, destacó el ejercicio de la magistratura conforme a ciertas virtudes: personajes paradigmáticos por su honradez dotaron de sentido a los cargos al esculpir una imagen de lo que deberían ser. No se trata de confiar en la suerte, sino de defender el poso de una cierta forma de hacer las cosas.

La traducción práctica de lo anterior nos lleva a una situación dinámica siempre en el filo: la ley puede crear contrapesos y modelar el cambio, pero sin la presencia de una potente opinión pública, apoyada en el miedo del político al castigo, cualquier sistema, por bien diseñado que esté, puede fracasar. Hace 10 o 15 años, el magistrado Marchena no habría renunciado a nada, casi con total seguridad, ni habría publicado una carta como la que publicó ayer. No hablo de sus convicciones éticas o de su honestidad. No lo habría hecho porque esto no habría sido un escándalo. Hoy, Marchena se enfrentaba a un escenario en el que corría el riesgo, a pesar de su currículum, de ser considerado un mero lacayo.

Frente a los que llevan años augurando el colapso del "corrupto y poco democrático" sistema del 78, las convulsiones de los últimos años demuestran que hay malos comportamientos que fueron tolerados y que ya no lo son tanto. Cometeríamos un error centrándonos en el síntoma y obviando la corriente de fondo. Esto vale para los partidos, además. En esta crisis, solo ha habido un ganador: Ciudadanos. El único partido que renunció a hacer lo que se había hecho siempre.

El aparato institucional y la ley, que es su idioma, no se justifican por sí solos. En cierto sentido, su contenido es negativo por formal. La necesidad de ajustarse a una forma es la manera de controlar el impulso de inventarlo todo, de golpe, sin sosiego, sin considerar lo que ya han pensado otros antes sobre las mismas cuestiones. El pesado aparato institucional nos obliga a cerner nuestros discursos, a ahormar la discusión sobre los asuntos del comer, evitando males mayores. Pero la forma, la ley, no basta. Dice Montesquieu: "Pour qu'on ne puisse abuser du pouvoir, il faut que, par la disposition des choses, le pouvoir arrête le pouvoir". Para evitar el abuso de poder, el poder ha de limitar al poder mediante una disposición de las «cosas». De las cosas, no de las leyes. La solución de los conflictos, la búsqueda de acuerdos -siempre provisionales- entre fuerzas contrapuestas, no se logra limitándonos a la construcción de un sistema correcto. Es precisa una práctica honesta. La tempestiva carta de Marchena ha revivido a Montesquieu, al verdadero, al que reclama la virtud del gobernante, ideal al que solo nos aproximamos cuando los ciudadanos ejercemos nuestro poder castigando la corrupción, la mentira y la tentación del despotismo. Importa esto mucho más que cuál sea el sistema de elección.

Tsevan Rabtan es autor de Atlas del bien y del mal (GeoPlaneta, 2017).

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