Le gusta repetir a Enrique Moradiellos (Oviedo, 1961) una frase «de aparente simplicidad» de Pierre Vilar sobre la utilidad de la Historia en las sociedades actuales. «La Historia», afirmaba el historiador francés, «debe enseñarnos, en primer lugar, a leer un periódico». Es decir, la Historia tiene, antes que nada, una ineludible función informativa. Si un ciudadano no conoce el pasado de la colectividad en la que vive, le será difícil comprender y participar en los debates que se generan en el espacio público.
Pero la segunda y más importante de las utilidades de la Historia, explica el catedrático de Contemporánea de la Universidad de Extremadura en La persistencia del pasado (UEX, 2009), «se hallaría en la capacidad crítica de la racionalidad histórica para intentar discriminar objetivadamente la verdad sobre el pasado humano de las falacias ofrecidas por los mitos». O por ciertas cosmogonías religiosas, leyendas de orígenes identitarios, ficciones noveladas o cinematográficas y, más recientemente en nuestro país, interesadas manipulaciones de la Historia con fines políticos. «Yo pongo en cuestión», le dijo a Borja Martínez en la revista Leer (nº 292, invierno de 2019), «un movimiento que reduce mi disciplina, que tiene ya 2.500 años de existencia, a un mero adjetivo de un sustantivo. Del cual, por ser adjetivo, es mero atributo. Memoria histórica. ¿Por qué? Para los historiadores, un testimonio nunca puede ser la última palabra. Hay que cotejarlo, ponerlo en cuestión (...) La memoria histórica, además, incumple su propio precepto cuando, por ejemplo, quiere tirar determinados monumentos históricos. Preservar la memoria histórica aplicando la damnatio memoriae es un sinsentido (...) Resignifíquese, explíquese (...) pero déjese ahí. Si se destruye como si nada hubiera pasado, nadie sabrá lo que ha sido. A mí me parece una barbaridad».
En numerosas ocasiones ha mostrado Moradiellos su resistencia a que la Historia quede relegada a mero instrumento político. Y no han sido pocas las publicaciones en las que ha denunciado el uso espurio por los nacionalismos del fenómeno histórico «en aras de una legitimadora formación patriótica que busca el apoyo de la población por la vía de la reducción al extremo (y al absurdo) de los rasgos diferenciales y peculiares del territorio, comunidad, región o nación correspondiente». Porque la Península Ibérica, explicaba en Las tribulaciones de Clío en el aula (El País, 17 de agosto de 2000) es un espacio sobre el que se «desplegó un proceso histórico de entidad suficiente como para ser tratado como unidad regional y cultural en el marco europeo». Un espacio, al menos al mismo nivel que la Península Itálica, las Islas Británicas o el Hexagone francés, cuya conceptuación unitaria debe ser llamada España, como poco, desde la Guerra de la Independencia.
Como le dijera Todorov en la entrevista publicada en la revista Historia del presente (nº 2, 2003), corresponde al historiador, pero también a cualquier intelectual (y Moradiellos lo es), estar alerta ante los peligros de esa manipulación. Porque de la confusión consciente entre una leyenda mitológica y la verdad histórica surgieron los totalitarismos fascista y comunista, desaparecidos lo cuales las democracias, resaltaba el autor de Memoria del mal, tentación del bien (Península), se enfrenan a «tres derivas» que amenazan su estabilidad: la deriva identitaria, que en España está representada por los nacionalismos periféricos, pero también por los postulados de una nueva izquierda que ha sustituido la retórica marxista por el discurso de las identidades (en especial la de género); la deriva moralizante, que intenta revisar el pasado desde los preceptos valorativos que imponen hoy los principios de lo políticamente correcto; y la deriva instrumental, que asimilaría la idea de progreso histórico a la de los avances instrumentales y técnicos, cuya aceptación no necesitarían, por venir avalados por esa confusa idea de progreso, de ninguna justificación.
Tres derivas que Moradiellos tiene muy presentes y que podrá combatir a partir de ahora, en la medida de sus posibilidades, en la Real Academia de la Historia, donde ingresó como miembro de número el pasado 20 de noviembre (caprichos del calendario), apadrinado por Carmen Sanz Ayán, Luis Antonio Ribot García y Juan Pablo Fusi. Con este último ya venía colaborando desde hacía años en su proyecto de investigación sobre biografías de españoles del siglo XX, una parte de las cuales están incluidas en el nuevo diccionario electrónico de la Academia, que modificó las controvertidas reseñas de la versión impresa del Diccionario Biográfico Español, de 2011. Especialmente la de Franco, escrita por Luis Suárez, cuya incompatibilidad para la tarea criticó abiertamente dada su vinculación con el franquismo, en calidad de procurador en Cortes, director general de Universidades y miembro de la Hermandad del Valle de los Caídos: «Ha escrito de Franco no solo que no fue dictador», declaró Moradiellos, «sino que fue buen cristiano, buen gobernante, que salvó a España del comunismo y que le dio paz y prosperidad. No me parece sensato».
No es casual que el historiador asturiano, especialista en la Segunda República, en la Guerra Civil (en especial en la no-intervención británica), o en figuras como las de Franco y Juan Negrín, y Premio Nacional por su Historia mínima de la Guerra Civil Española (Turner), titulase su última monografía de una forma inequívoca: Franco. Anatomía de un dictador (Turner). Esa actitud de compromiso ético con el rigor de un historiador joven, pero con un amplio bagaje, puede ayudar no solo a la modernización de la Academia, sino a convertir la institución en parte de la sociedad civil, tan débil en España, y lograr que lidere las denuncias de los desmanes políticos en la enseñanza de la Historia que se comenten en las CCAA gobernadas por el nacionalismo, como ha hecho recientemente la RAE al publicar un manifiesto contra el atropello al castellano en la reciente ley de Educación.
Con Juan Pablo Fusi, con el que trabajará estrechamente en los estudios, informes y cursos de Historia Contemporánea que organice la Academia, le une, además, esa deuda contraída por la historiografía española reciente con los hispanistas que abrieron una vía de investigación y análisis en momentos en los que aquí era imposible. En el caso de Fusi, es innegable el magisterio que ejerció sobre él un historiador de la talla de Raymond Carr, y en el de Moradiellos, la influencia de Paul Preston, con quien colaboró durante años en Londres, en el Centro de Estudios Españoles y en el Queen Mary & Westfield College. De él, pero en general de la historiografía británica, aprendió a considerar históricos exclusivamente los hechos que puedan ser demostrados documentalmente; a exponer de forma clara, divulgativa y pedagógica el relato histórico; y el respeto, como él mismo ha señalado, al «dictum clásico de Corenlio Tácito: escribir la historia bona fides, sine ira et studio. En otras palabras: con buena fe interpretativa, sin encono partidista y después de un intenso análisis e investigación sobre las pruebas y evidencias documentales disponibles».
Fernando Palmero es doctor por la Universidad Complutense y periodista.