Moral y tributos

Una de las mejores descripciones de la crisis económica actual la realizó, según mi opinión, Ben Funnell, un gestor de activos de GLG en un comentario publicado en el Financial Times. Decía que los excesos crediticios habían sido el único modo de mantener el nivel de vida de la población, mientras la riqueza se concentraba en manos de la minoría dominante. Son los más ricos los que se enriquecen más aún en unos mercados financieros muy poco regulados, mientras que el común de los mortales no para de perder poder adquisitivo. La familia Walton (propietaria de la cadena de hipermercados Wal-Mart), por ejemplo, acumula ella sola más riqueza que todo el tercio de la población de renta más baja del país, o sea, 100 millones de habitantes. Por lo tanto, es evidente que todos los beneficios del crecimiento económico han ido a parar a los bolsillos de los plutócratas. Y que no ha existido una revolución, porque el capitalismo contaba con el maquillaje de un arma secreta: el endeudamiento.

Las autoridades tenían que mantener muy bajo el precio del dinero y los financieros ofrecían fórmulas innovadoras de titulización de créditos con garantía hipotecaria. Y así se llegó, a finales de marzo del 2009, a un endeudamiento total de 53 billones de dólares en el conjunto del mercado crediticio de EEUU, o sea, una cifra difícilmente sostenible y equivalente a 3,7 veces el PIB norteamericano.

Una carga de deuda de estas proporciones, con todo el coste de servicio de intereses que implica, debe reducirse a base de más ahorro y muchos años de menos crecimiento económico. Aparte de que es posible que pronto se produzca de nuevo una inflación brusca y violenta y que, si la posición del dólar como moneda de reserva se ve amenazada, habrá que subir los tipos de interés.

Puestos a proponer remedios, Funnell se inclinaba a favor de aumentar la productividad mediante la innovación en lugar de asfixiar aún más a los trabajadores de sueldos más bajos. Sería conveniente, pues, invertir en educación e investigación.

Tendremos que aprender, además, a vivir sin estirar más el brazo que la manga. Y, especialmente, será necesaria una redistribución del esfuerzo fiscal, dado que, inevitablemente, habrá que aumentar los impuestos. Porque incluso los codiciosos banqueros y los asquerosamente opulentos se han dado cuenta por fin de que el actual sistema de creciente desigualdad entre clases y de disparidad de rentas cada vez mayor es política y socialmente una auténtica bomba de relojería. En resumen, la labor más urgente es la de recortar la deuda y reducir también con la misma urgencia unas desigualdades sociales y tributarias que claman al cielo, especialmente en España.

En efecto, entre nosotros ya ha sonado el gong del primer asalto de una presión tributaria más elevada. De momento, el afán recaudatorio se ha materializado en los impuestos especiales de los carburantes y el tabaco. Pero no hay más cera que la que arde y, por tanto, es profecía fácil que la cosa va a seguir. Y ahí le duele, porque, con un sistema tributario tan injusto como el vigente en España, serán las clases medias y los asalariados los que paguen un sacrificio sobreañadido y las consecuencias de una crisis que no han causado y de la que ya son víctimas.

Sería, pues, la suprema iniquidad y una burla a los principios de la socialdemocracia, de la economía social de mercado o de la moral que ahora se exigiera un incremento fiscal sin reformar antes un sistema tributario que protege a las grandes fortunas y las rentas altas.

Podemos ponernos a temblar los cinco millones de contribuyentes que declaran el impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF) de rentas medias. Pensemos que más del 50% de la recaudación total corresponde a declarantes de entre 21.000 y 60.000 euros. En cambio, hay 500.000 ricos que viven blindados contra los impuestos. Se ocultan en las SICAV, que solo pagan un 1%. La discriminación es también visible a favor de las rentas del capital que tributan al 18%, mientras las rentas del trabajo lo hacen al 43%. O bien en el régimen especial de bonificación fiscal a los banqueros y cajeros y a sus respectivas familias que este Gobierno ha concedido (!).

De paso, quizá sería necesario que la justicia no fabricara la impunidad penal de unas personas que a través de empresas y consultings se diseñan a su gusto los ingresos que declaran y van contra los más elementales principios de la solidaridad y de la igualdad ante la ley.

Porque resulta particularmente desmoralizador que los Albertos, condenados por estafa en virtud de sentencia firme e irrevocable, sean perdonados por el amable presidente del Tribunal Constitucional. O que el juez Estevill crea que lo de las primas únicas no era nada. O que ante las cesiones de crédito, el Tribunal se inventara la doctrina Botín como técnica exculpatoria intuitu personae.

La lista sería muy larga, pero, lo más importante es que el Gobierno entienda que no tiene autoridad moral para obligar a pagar impuestos si no empieza por los ricos a los que otorga un escandaloso y repugnante trato de favor.

Francesc Sanuy, abogado.