Morales pese a nosotros mismos

A nadie se le escapa que muchas veces no resulta fácil establecer cuál es la opción más justa o correcta en un contexto determinado. Parece ser que el sentido humano de la moral y la justicia remite a bases biológicas. Como mínimo en un sentido básico pero profundo, remite al fondo emotivo que los humanos compartimos con otros animales. Buena parte de los mamíferos parecen tener esta capacidad. En el ámbito humano, sin embargo, el lenguaje y la cultura vuelven el tema mucho más complejo. Algunos elementos que intervienen, y que a menudo son contradictorios, son el interés propio, el tándem placer-dolor, la reciprocidad, el altruismo recíproco, el parentesco genético, la imparcialidad, la empatía y el sentido de grupo.

Esta complejidad hace que ninguna teoría ética solucione bien todos los problemas morales. El utilitarismo ofrece algunas ventajas de precisión y matematización con respecto a otros enfoques, pero presenta problemas conceptuales y, sobre todo, sus consecuencias resultan contradictorias con ideas hoy muy aceptadas (igualdad en el tratamiento de los humanos, libertades individuales, exclusión de la esclavitud, etc).

Los planteamientos kantianos evitan estas últimas dificultades en tratar al otro como fines en sí mismos y nunca como medios, pero pagan un precio muy alto de indeterminación al orientar sobre cuál es la acción práctica más conveniente en casos concretos y, por otra parte, separan completamente el mundo racional del mundo real, marginando componentes decisivos de la moralidad (emociones, empatía) que están a menudo en la base de las mejores acciones humanas.

Las mejores cosas que hacemos los humanos a menudo no las hacemos por criterios racionales, sino desde los componentes emotivos de nuestros cerebros. Muchas veces actuamos correctamente gracias a que no pensamos mucho las cosas. Nuestros cerebros procesan mucha información de un modo inconsciente. Según explican los neurocientíficos, aquello de que somos conscientes constituye una pequeña parte de nuestra actividad cerebral. Pero inconsciente no quiere decir irracional, ni tampoco análisis poco detallado. Sin embargo, el emotivismo tampoco resulta ser la clave de bóveda o la guía moral para nuestras acciones. De hecho, si nuestras emociones son un referente de nuestras concepciones y acciones prácticas, también estas modulan nuestras emociones, muchas veces, diríamos, afortunadamente.

Las grandes teorías morales y de la justicia no son inútiles, pero son demasiado sencillas para servir de guías permanentes de nuestras acciones. Son como lentes que nos permiten ver a partir de la captación de determinadas longitudes de onda –cada una la suya–. Pero cuando nos enfrentamos en la práctica nos damos cuenta de que la realidad es mucho más calidoscópica de lo que indican las teorías que intentan conducirla. Por mucho que nos guste una teoría resulta siempre conveniente ser conscientes de todo lo que deja de lado y de los problemas, ámbitos y contextos que no enfoca bien. Eso no quiere decir que todo pese igual ante una decisión en un contexto concreto. Siempre hay posiciones más razonables (incluyendo las emociones) que otras, pero normalmente siempre habrá más de una. Somos individuos al mismo tiempo predeterminados, flexibles y libres. Disponemos de circuitos cerebrales que a menudo actúan de un modo no unitario sino contradictorio. Es lo que algunos analistas han calificado como kluge (Marcus), un conjunto de componentes torpes, seleccionados por la evolución, que a menudo actúan como un “equipo de rivales” (Goodwin) que aconsejan prácticas contradictorias.

La moral no se basa sólo en conflictos entre los humanos, sino en conflictos en el interior de cada individuo. Empíricamente se constata que se nos da mejor la tecnología que la moral o la justicia, pero nacemos dotados de circuitos cerebrales que nos inducen a hacer ciertas acciones y a evitar otras. Incluso, a la mayoría de los humanos se les da mejor resolver cuestiones prácticas que problemas meramente lógicos. Casi nadie es moralmente indiferente a todo. Siempre decidimos, conscientemente o no, y al decidir nos vamos haciendo como personas. Hoy sabemos que los cerebros humanos son bastante torpes, pero también que son flexibles. Están abiertos a la razonabilidad, pero también son fácilmente manipulables.

Las grandes ideologías, religiosas, políticas o morales tratan de dar sentido a muchas cosas diferentes con un utillaje conceptual que acostumbra a ser muy rudimentario. Con poco utillaje teórico se quiere dar respuesta a preguntas sobre el mundo, la justicia, las angustias de saber que moriremos o sobre pretendidos paraísos situados al principio o al final de la historia. Así, las ideologías son siempre baratas: con poco pretenden dar respuesta a mucho. Y los humanos somos individuos crédulos.

Las ideologías religiosas, en particular, ofrecen un mapa mental muy simple del cosmos, físico y humano. Pero aunque hoy aparecen como unas concepciones bastante precarias en términos científicos y racionales, siguen ofreciendo confort emocional y sentido de futuro para mucha gente del planeta. Ofrecen explicaciones sobre el significado de la vida y calman las ansiedades ante los peligros, el dolor o la muerte. Las democracias liberales han conseguido domesticar, civilizar, el extremismo ideológico que deriva en totalitarismos. Proteger el pluralismo no es un lujo liberal, es un ingrediente de una política civilizada.

Ferran Requejo, catedrático de Ciencia Política (UPF).

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