Moralizar la naturaleza

Uno de los recursos más arcaicos de cualquier cultura consiste en atribuirle rasgos humanos a la naturaleza e incluso a los seres inanimados. Las tempestades, las plagas y los desastres naturales podrían justificarse como el resultado de la decisión de un dios que vela por nuestra correcta instrucción moral a través de la retribución y el castigo. El Antiguo Testamento, por ejemplo, está plagado de escenas en las que se quiere imprimir una significatividad moral a algo que, en principio, no la tiene. El tópico del diluvio, del que el mismo Dios habría de arrepentirse, es su ejemplo más célebre, aunque ya lo primeros exégetas del texto supieron adelantar la eventual condición alegórica del motivo.

A partir del siglo XVII, con Descartes y a pesar de sus abusos, aprendimos a distinguir entre seres animados e inanimados. Con permiso de Bruno Latour, todavía hoy tendemos a sospechar de aquellas personas que reconocen sentimientos a la lluvia, a las aspiradoras o a los osos de peluche. Nuestras exigencias éticas tienden a circunscribirse a una comunidad de sujetos imputables y no parece razonable discutir la condición moral de que la gravedad sea, aproximadamente, de 9.8 m/s2.

En las últimas semanas no pocas voces han insistido en imputar rasgos morales e incluso teológicos a la propagación y eventual condición letal del coronavirus.

La vocación apostolar de muchos ha querido reconocer incluso un cierto cariz mesiánico, salvífico o castigador en los efectos del Covid-19. Lo que a todas luces no es más que un fenómeno puramente biológico –aunque su gestión e interpretación adquirirá, por supuesto, connotaciones éticas y políticas– ha representado a ojos de algunos una ocasión irrechazable para confirmar todas sus teorías.

A poco que nos descuidemos las ideologías se instalan en nuestro cerebro como un dispositivo fallido y miope que funciona como un reloj parado. Lo han oído más veces. Sólo hace falta esperar el tiempo suficiente para que, cada 12 horas, el artilugio inmóvil parezca dar la hora correctamente. Miren a su alrededor y constaten la pléyade de ideólogos que merced a esta pandemia sienten, por fin, que el tiempo se ha cumplido para ratificar sus infalibles doctrinas. No cabe duda de que para una mentalidad obstinada cualquier signo fortuito será una prueba inequívoca al servicio de su sólida convicción. Para quien espera el fin del mundo –o la venida del Reino, que es lo mismo– todo son señales.

No hace falta mucho esfuerzo para reconocer este gesto a uno y otro lado.

Mientras seguimos sumando muertos hay aprendices de brujo a izquierda y derecha afanados en ratificar su propia prestidigitación. Para algunos la letalidad del virus es un signo inequívoco de los males del capitalismo; para otros una señal distintiva de la obsolescencia de cualquier nacionalismo. Más allá de la distinción entre izquierda y derecha el Covid-19 también admite lecturas según talantes. Tenemos exégesis de todo tipo, desde la del apocalíptico que no duda en anunciar el fin de la democracia y el inicio del terror orwelliano, hasta las expectativas esperanzadas que confían en reiniciar un sistema que a todas luces estaba viciado.

Todos los aficionados a la teúrgia (economistas, filósofos y opinadores de distinta ralea) han sacado su bola de cristal para intentar desentrañar un sentido oculto en toda esta tragedia. Tal es la vocación de sentido en el ser humano: queremos explicar también lo inexplicable. Habrá quien confíe en que, al menos, las circunstancias extremadamente dramáticas tienen el beneficio de reconciliarnos con la inmanencia de lo real. Cuando la realidad golpea de veras el universo de lo simbólico parece empequeñecerse y en un tiempo en que los muertos se cuentan por miles parecería casi una frivolidad teórica intentar trascender la dramática materialidad del hecho.

Algún ingenuo –entre los que me cuento– podría haber pensado incluso que las vindicaciones identitarias o la colección de pseudoproblemas artificialmente alimentados habrían dejado de tener vigencia durante este período de excepción. Sin embargo, para quienes han construido toda su personalidad intelectual en torno a los debates simbólicos esta oportunidad se ha hecho también irrenunciable. Mientras nuestros médicos, policías, militares y transportistas arriesgan su vida, siempre habrá en Madrid, en París o en California un intelectual sensible dramáticamente afectado por la cuestión del relato.

Ante la crudeza del hecho, el manierismo de la interpretación. Es curioso cómo casi todo el panteón de la filosofía mundial ha sentido la necesidad de brindarnos una lección oportuna y originalísima de un acontecimiento tan escrupulosamente natural como esta pandemia. Nadie está dispuesto a renunciar a brindarnos una sofisticada hermenéutica del dolor al servicio de una causa política.

No hay nada malo en que el ser humano intente reconstruir un sentido más allá del dolor y la desgracia. Lo que parece menos afortunado es aprovechar cualquier hecho, especialmente si es dramático, para intentar validar nuestros prejuicios. Máxime cuando para justificar nuestras posiciones somos capaces de desentendernos de la neutralidad moral de la naturaleza. Aguarden unas semanas y pronto las librerías estarán repletas de ensayos, novelas y poemarios compitiendo por brindar la explicación más global, omnisciente y crítica de lo que nos está pasando.

Todo está permitido siempre y cuando la visión se defienda con apocalíptica vehemencia. Todo menos una cosa: la asunción serena y consciente de nuestra condición irremediablemente finita.

Cada día amanecemos para lamentar el ascenso de unas cifras que, desafortunadamente, están llamadas a alcanzarnos a todos aunque por distintas causas. Heidegger, con su estilo ampuloso, definió al hombre como un ser-para-la-muerte, una expresión que Odo Marquard vendría a enmendar con una frase mucho más prosaica pero igualmente inapelable: la tasa de mortalidad en el ser humano es del cien por cien. Sólo a partir de esa certeza podremos reconstruir una interpretación lúcida de la realidad, no sólo esa pequeña parte que atañe a esta crisis dolorosa pero forzosamente puntual, sino también a aquella otra, más íntima y definitiva, que determina la única condición incuestionable de nuestra humana existencia.

Diego S. Garrocho Salcedo es profesor de Ética de la Universidad Autónoma de Madrid.

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