Morir a gusto en Chile

La Moneda, el palacio presidencial de Chile, fue iluminado con los colores de la bandera LGBTQI el 17 de mayo de 2019. Credit Reuters
La Moneda, el palacio presidencial de Chile, fue iluminado con los colores de la bandera LGBTQI el 17 de mayo de 2019. Credit Reuters

Hace un par de semanas comenzó a tramitarse en Chile un proyecto de ley que permite la eutanasia, incluso para niños que han cumplido catorce años. Y por esos mismos días los diputados aprobaron un proyecto de ley que permite la adopción por parte de parejas gays o lesbianas.

¿Cómo pudo ocurrir que uno de los países con fama de ser uno de los más conservadores de la región, donde hasta el año 2004 se prohibía que personas adultas acabaran con su matrimonio y que hasta el año 1999 consideraba a la sodomía un delito penal, de pronto comience a mostrarse liberal?

Para saberlo, es útil recordar a Karl Marx, quien en 1859 dijo que cuando cambiaban las condiciones materiales de la existencia, todo lo demás cambiaba también.

Es justo lo que parece estar ocurriendo en Chile. El consumismo materialista que se ha expandido en Chile —un país que tiene más metros cuadrados de centro comercial por habitante que cualquier otro de la región— ha significado también una expansión de la moralidad, el crecimiento de esa dimensión de la vida social que Aristóteles, en la Ética nicomáquea, describió como una navegación en un mar agitado.

La secularización de la sociedad chilena —es decir, el hecho que los valores se vivan como afirmaciones de la voluntad, algo contingente y no natural— ha estado precedida por un notable incremento en el bienestar material. Y el debate sobre la eutanasia es muestra de ello.

Los datos saltan a la vista y vale la pena detenerse en ellos: mientras el producto interno bruto per cápita en 1980 era apenas de 3000 dólares; en 2018 alcanzaba casi los 26.000. Según el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, el ingreso per cápita de los más pobres creció en los últimos quince años en un 145 por ciento, lo que hizo a los miembros de las generaciones más jóvenes más iguales entre sí que los de las más viejas. El acceso a la educación superior se ha universalizado y el consumo de bienes durables se ha expandido y masificado, mientras la pobreza ha disminuido desde casi la mitad de la población a inicios de los años noventa a un nueve por ciento hoy.

Cambios que antes tomaban generaciones se han producido ahora en poco más de dos décadas. La mejora del bienestar que antes se relataba como parte de una historia familiar extendida en largos lapsos, se resume en nuestros días en un capítulo de una trayectoria individual. Y el resultado es que las mayorías históricamente excluidas atribuyen a su propio esfuerzo el bienestar del que ahora disponen. Lo que hasta anteayer se atribuía a la autoridad estatal y a la política, los nuevos grupos medios lo ven como el resultado de su propia transpiración. Después de eso es muy difícil que las viejas fuentes de autoridad que servían de apoyo y de soporte a las costumbres más conservadoras sigan cumpliendo ese papel.

El fenómeno incluye a la religiosidad. Los chilenos y las chilenas están dejando de ser católicos convencidos. El proceso comenzó mucho antes de que se destaparan los abundantes abusos sexuales cometidos por clérigos. Las encuestas muestran que la religiosidad se ha vuelto más personal e individualizada. No es que la gente se haya vuelto de pronto más descreída: es que la religiosidad ha adquirido un tinte más protestante.

¿Será que la cultura chilena, con fama de conservadora, se ha vuelto repentinamente liberal? Sacar esa conclusión puede ser apresurado, una muestra de entusiasmo y adhesión a lo que esos cambios insinúan más que un diagnóstico frío del fenómeno. Más que un tránsito desde una cultura conservadora a una liberal, lo que parece haber en Chile es un proceso de cambio cultural en el cual las convicciones que se creían firmes y enraizadas en lo natural empiezan a mostrar sus costuras y a revelar que eran fruto de una contingencia disfrazada de eternidad.

El capitalismo, predijo Marx en su manifiesto comunista, haría que todo lo sólido se desvaneciera en el aire.

Pero se cuidó de aseverar lo que lo sustituiría.

No es entonces que Chile se haya vuelto repentinamente liberal. Es más bien que está experimentando el poder disolvente de la modernización capitalista, la capacidad que tiene el bienestar de corroer las costumbres que se tenían por firmes. Los chilenos y chilenas experimentan el desafío de deliberar acerca de su cultura pública, la misma que se mantuvo incólume hasta cimentar la fama de uno de los países más conservadores de la región.

El propósito de reemplazar viejas costumbres por otras nuevas —en palabras de Nietzsche, crear una segunda naturaleza que simule ser primera— da lugar a luchas culturales y por eso los temas morales (la eutanasia, el aborto libre, la adopción por parte de parejas homosexuales) comparecen en la esfera pública.

El fenómeno anida promesas, la principal y más alentadora es la expansión de la libertad. La posibilidad de conducir la propia vida y de someterla a las decisiones de la propia voluntad —la libertad en su sentido más obvio—  se expande hacia ámbitos que hasta apenas anteayer le estaban vedados.

Hace unos años fue la posibilidad de impedir que el embrión se convierta en individuo humano si se cumplen determinadas condiciones; ahora comienza a deliberarse sobre la eutanasia, la posibilidad de que cada uno, llegado el momento del dolor insoportable, pueda decidir poner el punto final de su existencia, comienzan a ser parte de la cultura.

Es la aparición de lo que pudiera llamarse la política de la vida: el esfuerzo por estirar la voluntad humana hacia los dos extremos de la existencia, el nacimiento y la muerte. La política que tradicionalmente se ocupó del “entre” el nacimiento y el fallecimiento, ahora se expande hacia ambos e intenta conceder a las personas el derecho a decidir el inicio y el final.

El proceso, a ojos de un conservador, parecería deteriorar las bases morales de la sociedad; pero es la revés. La expansión del consumo y el bienestar, al deteriorar las convicciones que se tenían por firmes, pone de manifiesto que la vida humana descansa sobre ciertas decisiones de índole moral. Y es que la moral, después de todo, no es una agenda de conducta, sino la conciencia que las sociedades están puestas cada cierto tiempo ante la indelegable necesidad de discernir cómo es que quieren vivir.

Carlos Peña es abogado y filósofo, es rector de la Universidad Diego Portales y columnista del diario El Mercurio. Su libro más reciente es Por qué importa la filosofía.

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