Mortis causa

El derecho a la vida y a la integridad física y moral tienen naturaleza basal y primaria, en tanto que la afirmación de los demás derechos sólo tiene sentido a partir del reconocimiento de aquéllos. Esa prevalencia ontológica tiene su reflejo constitucional en la ubicación en que se produce este reconocimiento: nada menos que en el primer artículo de la Sección Primera del Capítulo II del Título I, sección que constituye el núcleo central de la declaración constitucional de derechos, es decir, en la que se ubican los derechos que gozan del máximo nivel de protección jurídica.

Este derecho ha sido contemplado, a nivel supranacional, en todas las compilaciones normativas, desde la Declaración Universal de Derechos Humanos de 10 de diciembre de 1948 (artículos 3 y 5) al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 19 de diciembre de 1966 (artículos 26 y 27), pasando por la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes de 10 de diciembre de 1984; los Principios básicos para el tratamiento de los reclusos de 17 de diciembre de 1990; los diversos Convenios y Protocolos de Ginebra sobre heridos, enfermos, población civil, víctimas o prisioneros en tiempo de guerra; la Convención sobre la esclavitud de 25 de septiembre de 1926; el Convenio sobre la abolición del trabajo forzoso de 25 de junio de 1957; el Convenio para la prevención y sanción del delito de genocidio de 9 de septiembre de 1948; la Convención sobre la imprescriptibilidad de los crímenes de guerra y de los crímenes de lesa humanidad de 26 de noviembre de 1968; el Convenio para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena de 2 de diciembre de 1949 o los Principios relativos a una eficaz prevención e investigación de las ejecuciones extralegales, arbitrarias o sumarias de 24 de mayo de 1979.

Me gustaría detenerme en el ámbito europeo, donde deben citarse necesariamente el Convenio Europeo para la prevención de la tortura y de las penas o tratos inhumanos o degradantes de 26 de noviembre de 1987 y sus Protocolos 1 y 2; el Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y la dignidad del ser humano respecto de las aplicaciones de la biología y la medicina de 4 de abril de 1997 y la Carta de los derechos fundamentales de la Unión Europea proclamada de forma definitiva, en Estrasburgo el 12 de diciembre de 2007, con carácter previo a la firma del Tratado de Lisboa, el cual atribuye a dicha Carta el mismo valor jurídico que los Tratados (6 TUE).

Y, desde luego, el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Públicas de 4 de octubre de 1950 (artículos 2 y 3), especialmente por la lectura que sobre esos artículos ha venido desarrollando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) en sus sentencias.

En este sentido, y en la coyuntura vírica que padecemos, la exégesis del artículo 2 que hace el TEDH es acentuadamente interesante al proyectar sobre los Estados obligaciones en una doble dirección: sustantiva y procesal. Entre las primeras, los Estados tiene un deber positivo binario: la proscripción de quitar la vida a las personas de forma intencional y, al tiempo, la adopción de las medidas necesarias para proteger la vida de los individuos sometidos a su jurisdicción.

Desde el prisma procesal, la doctrina de Estrasburgo conmina a los Estados para que se doten, en los casos en los que se produce la pérdida de la vida, de un sistema judicial independiente capaz de determinar de forma rápida los hechos, identificar a los responsables y proteger a la víctima.

El SARS-CoV-2, singularmente mortífero en nuestro país, está además, colocando sobre los estrados de numerosos juzgados y tribunales la doctrina del TEDH tanto en su vertiente sustantiva como procesal, no en vano, son muchas ya las querellas y denuncias deducidas bien por la inobservancia por parte del Estado de su deber de proteger y garantizar la vida y la integridad de los ciudadanos, bien por no dispensar los medios ni las condiciones para desarrollar una investigación judicial independiente de potenciales incumplimientos de aquellas obligaciones positivas.

En Lopes de Sousa Fernandes v. Portugal [GC], (no. 56080/13), sentencia canónica sobre esta cuestión, el TEDH configuró un test de verificación del que se deriva, en primer lugar, la excepcionalidad de atribuir responsabilidad directa al Estado por la violación de la vertiente sustantiva del artículo 2, al demandarse la presencia cumulativa de exigentes y distintos factores: (i) que los actos u omisiones del proveedor de salud vayan más allá de un simple error o negligencia médica en la medida en que haya violado sus obligaciones profesionales y haya negado a un paciente un tratamiento médico a pesar de ser plenamente consciente que la vida de esa persona pudiera estar en riesgo si no se le proporciona dicho tratamiento; (ii) que tal anomalía sea objetiva y genuinamente identificada como un problema sistémico o estructural; (iii) que exista un nexo de conexión entre tal anomalía y el daño causado, y (iv) que la anomalía sea el resultado de un fallo del Estado a la hora de cumplir con su obligación de establecer un marco regulatorio adecuado.

A pesar de ello, y en la misma resolución, el TEDH confirma su jurisprudencia respecto a las obligaciones que dimanan de la vertiente procesal del citado artículo, reiterando que un Estado tiene la obligación de implementar un sistema judicial independiente que permita determinar la causa de muerte de un paciente y depurar responsabilidades, tanto en el sector público como en el privado. Y debe ser además una investigación eficaz no tanto de resultados, como de medios. (Gül c. Turquía, 22676/93 [Sección 4], 89).

Por tanto, y ciñéndonos a nuestro espacio nacional, si el Registro Civil constituye el arquitrabe de la seguridad jurídica con respecto a  la causa del fallecimiento de la persona, y sin embargo, ya fuere por carencias estructurales, ya lo hubiere sido por falta de previsión, no se estuviese consignando en la inscripción de fallecimiento la verdadera causa de la muerte, aun cuando el facultativo considerase como causa probable del deceso el Covid-19, pero careciese de test para confirmarlo, y sin actividad judicial alguna asociada a la determinación de la causa de la muerte, siendo además la necropsia una utopía, se estaría sustrayendo a los familiares del finado la posibilidad de establecer el presupuesto de la protección del derecho fundamental a la vida en los términos fijados por la doctrina del TEDH, perjuicio absolutamente irreparable cuando el cadáver hubiere sido incinerado como, por cierto, ha sido la praxis funeraria habitual en esta dramática coyuntura.

Es algo tan elemental como el derecho a saber con certeza de qué diablos nos estamos muriendo.

Hamlet dudaba y actuaba porque recordaba. Hamlet era el memorioso. Donde todos olvidan o quieren olvidar, él se encarga de recordar y recordarles a todos que la causa oficial de la muerte de su padre no correspondía con la realidad.

Raúl Cesar Cancio Fernández, Académico Correspondiente Real Academia de Jurisprudencia y Legislación, Doctor en Derecho y Letrado del Tribunal Supremo.

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