Movilizaciones y democracia

Apa noi, anem-hi tots, correm-hi.. La canción de Quico Pi de la Serra fue en su día expresión del amplio movimiento antifranquista en Cataluña. Era el llamamiento a que nadie quedase rezagado respecto de los demás compañeros: Anem junts a manifestar. Con los años, cambió el sentido de la movilización. Una vez recuperada la democracia, la celebración anual de la Diada fue la ocasión para expresar la adhesión a la identidad herida por la conquista de Barcelona el 11 de septiembre de 1714. En sus recuerdos, Pierre Vilar nos ha contado cómo en gran medida esa sensación dolorosa seguía increíblemente viva entre los intelectuales catalanes de los años veinte. Nada tiene de extrañar que casi un siglo más tarde, ante la frustración provocada por el recorte del Estatut y en plena crisis económica, la Diada sirviera en 2012 como plataforma de lanzamiento del movimiento independentista.

Movilizaciones y democraciaUna vez creada la estructura de oportunidad política, producto de la convergencia entre el malestar social, la afirmación identitaria (Som una nació!) y el vacío de la política estatal, tocó a las minorías activas del catalanismo aprovechar el impulso de la Diada. Fue un rápido proceso de radicalización, cuyo diseño se vio favorecido por el examen de antecedentes como el ofrecido por el plan Ibarretxe, ejemplo de los riesgos de seguir las reglas del juego constitucional, y por el referéndum de Quebec en 1995, modelo útil una vez eliminado el fair play con el Estado. Contaron además con la colaboración técnica de Carles Viver, exmagistrado del TC, para ir avanzando hacia la declaración de independencia mediante una sucesión de fraudes de ley y de aprovechamiento de los vacíos observables en la Ley Fundamental. Ciertamente no estaba previsto el niño muerde a perro, que una institución del Estado como la Generalitat pusiese en marcha un proceso de subversión del orden legal, aprovechando los poderes que éste le confería para luego destruirlo. Llegado el caso, según declaró Mas, todo valía con tal de “engañar al Estado”.

Ha sido un procedimiento de acceso a la independencia inédito en la historia constitucional, por cuanto compagina un objetivo de secesión, e incluso en último término de sedición en el momento actual, con esa combinatoria de uso simultáneo de la legalidad vigente en cuanto marco y subversión permanente de la misma. Si nos atenemos a la definición habitual en códigos y diccionarios no existen dudas: hay sedición cuando se impulsa una acción colectiva dirigida a derribar el orden político vigente, aun sin la confusa apelación al “alzamiento tumultuario”, que menciona el artículo 544 del vigente Código Penal. El llamamiento de Puigdemont a “llenar las calles” frente a la acción del Estado y las decisiones del TC permite además superar ese posible obstáculo. Nada tiene de extraño, dado que la lógica del procés consistió desde un primer momento en que el mismo fuera decidido y orquestado desde la Generalitat con total ignorancia de la Constitución, y esa carga de enfrentamiento radical hacía imposible todo compromiso de fondo. De ahí el absurdo de la apelación a un “diálogo” que solo podía consistir en la concesión por el Gobierno de España de un visto bueno a cuanto era decidido por la Generalitat.

En la medida que el amparo del sistema legal de la autonomía servía solo para su subversión, la renuncia a los usos democráticos no afectó únicamente a las relaciones con el Estado central, sino asimismo a las establecidas con la propia sociedad catalana. En ningún momento se trató de plantear ante los ciudadanos desde la Generalitat la complejidad del problema, en un territorio donde el independentismo era tradicionalmente minoritario, sino de montar una permanente campaña de propaganda para compensar la ilegalidad del objetivo con la imagen de una adhesión universal al mismo de la población catalana. La movilización de un sector había puesto en marcha el procés y desde ahora hasta el final estaba destinada a mantener su vigencia, por encima de las reglas de la democracia representativa.

Fue preciso también desde un primer momento generar una división en la sociedad donde la catalanidad quedaba reservada a los militantes por la independencia, en tanto que los demás, o bien aceptaban ser pasivos, o se convertían en traidores, incluso en enemigos de actuar abiertamente. El procés se adentró así en un terreno resbaladizo donde la cohesión de los adherentes cobraba fuerza a costa de la exclusión (más la falta de visibilidad y el silencio) de los disconformes. Los partidos políticos y los intelectuales constitucionalistas se convertían en chivos expiatorios. Animados y subvencionados por la Generalitat, los componentes de un amplio espectro —historiadores, profesionales y todo tipo de emisores— desplegaron una amplia gama de acusaciones, desde el España ens roba y el Espanya contra Catalunya a la pura y simple xenofobia. Despuntaba la eficacia del odio como aglutinante de los comportamientos colectivos, ya destacada por un conocido dictador.

El patrón político adoptado por la Generalitat respondió a la alternativa a la democracia representativa que formulara Carl Schmitt en los años treinta: una democracia aclamativa, donde aquella se elimina, siendo la libertad política reemplazada por la movilización de masas en apoyo del ocupante del poder, quien toma las decisiones por encima de todo condicionamiento legal. Soberanía de las masas frente a soberanía de los ciudadanos. La ceremonia del desprecio a la legalidad, escenificada por los grupos independentistas catalanes en el Parlamento, ilustró esa sustitución. Al punto a que han llegado, Junts pel Sí y CUP no tienen otro remedio que insistir en esa opción, por muchos riesgos que entrañe para todos.

Frente a ello, tras años de pasividad, la decisión del Estado parece también inequívoca, y resulta avalada por la degradación de la democracia impuesta desde la Generalitat. No todo está resuelto, sin embargo. La base social de la democracia aclamativa es en Cataluña muy amplia, y el Govern ha invitado ya a “ocupar la calle”, esgrimiendo el victimismo. La violencia puede convertirse en protagonista, a partir del 11-S, y su alcance y resultados son impredecibles.

El azar entra en escena y el momento es propicio para que Podemos y los comunes capitalicen su falsa equidistancia que suena bien —el referéndum pactado— ante el posible fracaso del Govern y el desgaste de Rajoy, y de la propia idea de España, bazas que juegan a fondo, golpeando hábilmente por la espalda al Estado de derecho.

Antonio Elorza es catedrático de Ciencia Política.

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