Mucha. Un arte sin hombres

De auténtico acontecimiento cultural hay que calificar la exposición de Mucha - diga Muja y le será más cómodo- en el CaixaForum de los aledaños de Montjuïc. Tantos años escuchando trascendencias sobre el modernismo catalán y el español, tan parecidos que cruzan de parte a parte la península, de La Coruña a Valencia, pasando por Valladolid, y de Sevilla a San Sebastián, pasando por Madrid. Hay modernismo para dar y tomar en todas partes por más que lo hayan crujido los de la burbuja del ladrillo y la hipoteca. Tantos años, digo, escuchando ideología de baratillo sobre las peculiaridades del modernismo catalán y al fin llega el inventor de la saga y no activamos los tambores para anunciarlo. ¡Señores, señoras - sobre todo señoras-, ha llegado a Barcelona Alphonse Mucha, por primera vez desde 1896 que expuso levemente en la Sala Parés! O sea que a partir de ahora, después de que vean a Mucha podrán asistir a los conciertos en el Palau de la Música y estarán en condiciones de contar cuántos hijos putativos del gran Mucha tienen delante de sus narices, bajo la forma de hadas trompeteras y querubines cantores. (Mientras preparaba este texto, mi amigo Oriol Bohigas publicó un artículo en El País-Catalunya que sostiene todo lo contrario que este mío).

Alphonse Mucha ha sido tan copiado que el estilo Mucha parece de todos o de cualquiera, siempre y cuando no se conozca el estilo Mucha. Lamentablemente su museo en Praga no es precisamente de los más visitados por el turista habitual. En castellano y catalán tenemos un lío monumental por culpa de una definición académica; eso que los pedantes denominan taxonomía de las artes y las letras, y que podría definirse como una inquietante inclinación hacia la simplificación, que exige ponerle un marchamo a cada artista o escritor, adscribiéndole a una determinada familia. Fuimos poniéndole nombres a todo, incluso apodos tan singulares como Edad Media o Románico o Gótico.No digamos ya, Renacimiento. ¿Y qué decir del Romanticismo? Estas herramientas que podían facilitar los análisis acabaron convirtiéndose en auténticas camisas de fuerza donde se ata al artista para mejor entendimiento de los filisteos.

En castellano y catalán la palabra modernismo resulta un cajón de sastre donde entra todo y no significa nada. Gaudí, Rusiñol, los Cuatro Gatos y las Seis Panteras del Paralelo. Y más complicado aún, si cabe, en la literatura, donde entran Salvador Rueda, Rubén Darío, Valle Inclán y Juan Ramón Jiménez, por citar cuatro escritores que no tienen nada que ver entre sí. Y en Latinoamérica, José Martí y Rafael Barrett, dos revolucionarios del estilo y de la vida, que acompañan, cuando aparecen, a un vistoso macetero de cursis. En culturas más elaboradas que la nuestra encontraron fórmulas ambiguas, como Art Nouveau o Jugendstil,y eso permite que nadie denomine a Alphonse Mucha como un modernista, porque fue un radical y si hubiera que hacerle un minúsculo reproche a esta elocuente exposición de Caixa-Forum, es no haber resaltado con mayor fuerza el carácter nada convencional de ese creador multifacético que fue Mucha.

Pocos artistas concentran en su obra y en su vida ese periodo único en la historia del arte que fue el arrastrado final del XIX y los albores entusiastas del XX. Pobre como las ratas, nativo de Bohemia, audaz y afortunado, Mucha vivió el Munich del último año del reinado de Luis II de Baviera - el loco prodigioso-, unos meses en la Viena imperial, y sobre todo el París del fin de siglo, el del gran teatro regido por la figura única de Sarah Bernard y el de la exposición universal de 1900, y también el de la reinvención del arte, ya se trate de Gauguin en pintura o Rodin en escultura, por citar a dos amigos suyos. Trata con el dramaturgo Strindberg - gran pintor de acuarelas, como él; magníficas las de la exposición-, con Gustave Moreau, otra alma gemela. París era la indiscutible capital del mundo y Mucha un artista representativo de esa capitalidad.

Bastaría decir en qué invirtió su talento: pintor - sobre todo pintor-, pero también ilustrador, escenógrafo, diseñador de joyas - ¡para Fouquet, con sede en la Rue Royal, al que decoró la tienda entera, interiores y exteriores!-, publicitario - su anuncio de las bicicletas Perfecta,obra de 1897 es una joya de humor y picardía que entronca incluso con los dibujos del cómic, fotógrafo - deténganse en las maravillosas placas tiradas en la plaza Roja de Moscú, hacia 1914-, decorador de biombos - ¡cuánto me gustaría tener espacio para explicar el valor del biombo en un mundo que no conocía el pladur y que gustaba de las apariencias!-, y aunque me olvido seguro de muchas cosas, fue un adelantado del merchandising antes de que alguien lo bautizara.

Me reservo a posta de su faceta de cartelista. Ahí empezó la gloria de Mucha, con ese cartel dedicado a Sarah Bernard para el reestreno de Gismonda de Sardou, en enero de 1895, vertical y estrecho, visualmente enriquecedor y rupturista. Ya había cosas similares, pero les faltaba la sensualidad de Mucha. A veces se olvida, al señalar la importancia del cartelismo francés de finales del XIX, que todo se debió a una ley, la de 1881, que permitió fijar carteles.A partir de algo tan simple como eso nació el cartel francés como obra de arte, en el que Mucha fue un emperador. Un imperio el suyo donde sólo aparecían mujeres. Son contadas las obras de Mucha donde figuran hombres; hasta en sus frescos históricos e ideológicos de La Epopeya Eslava,o sus decoraciones de hoteles y mansiones, siempre hay mujeres. Las mujeres de Mucha. Como si el mundo de los hombres le resultara soso y anodino para un artista. Creo que la única pieza de la exposición donde se distingue al fondo algo parecido a un hombre es un anuncio de galletas, con el inequívoco nombre de Flirt.

"Las mujeres de Mucha, dice el catálogo, parecen prometer sensualidades de elegante lujuria; otras unas placidez consoladora". Se les fue la mano. La lujuria nunca es elegante, no cabe. Digamos más bien que las mujeres de Mucha lo prometen todo; qué otra cosa puede hacer el arte cuando el artista sabe de qué habla. Me detendría en el retrato de su hija Jaroslava, bellísima en esa pintura ya tardía, vísperas del final. Hay manierismo y horror al vacío, y tanta belleza y tanto amor, que a uno le provoca complicidad. Sin duda Mucha fue feliz. No siempre, porque eso sería una pretensión que lleva a la necedad, pero supo ver con esa mirada amable y benévola, en ocasiones distante y en otras posesiva; diríamos, la de un comerciante de Bohemia con un especial talento para el arte. Por eso Mucha tuvo un éxito arrollador entre la arrolladora burguesía fin de siglo. La misma que embelesó a Walter Benjamin tratando de desmenuzarla y describirla y encerrarla en centenares de páginas.

Sin duda que era un gozador que no renunciaba a nada. La belleza para disfrutarla, el dinero para gastarlo y las ideas para cumplirlas. Fue masón y en grado superlativo, porque antes de su muerte llegará a ser un 33; maestro máximo de la masonería en Checoslovaquia. También ocultista y vinculado a los rosacruces y frecuentador de los experimentos espiritistas, tan de moda entre la inteligencia de entonces, que recitaba a Mallarmé, levitaba con las obras de Maeterlink y convocaba a los espíritus; pero sólo a los que merecían la pena. Seguro que conocía las drogas y que nada placentero le fue ajeno. Era ese mundo de París 1900, tan diferente ¡ay! del Madrid chabacano y la Barcelona exhibicionista. Nuestros Muchas, ¿quiénes fueron? ¿El paciente Rusiñol y los emigrantes de lujo, Fortuny padre e hijo?

Me seduce imaginar qué hubiera pintado Mucha tras su viaje a España en 1898. Un meditado recorrido en el que se deslizó por el Mediterráneo - Barcelona, Tarragona, Valencia, Cartagena-, para luego ir subiendo, Granada, Córdoba, Madrid, Toledo y ya de vuelta Zaragoza. Al parecer todas las placas se perdieron. Se velaron en una aduana. Apostaría cualquier cosa a que fue un aduanero de los nuestros. Le estoy oyendo: "¡A ver, a ver, qué lleva usted ahí! ¡No valen disculpas, quiero que me lo enseñe todo!". Y se borraron.

Gregorio Morán