Mucho de todo

Louie C. K., ese brillante cómico que ha dado un nuevo aire a los programas de televisión, se pregunta, en uno de sus desternillantes monólogos, sobre la posibilidad de que exista vida en otros planetas. Mientras teoriza sobre el asunto, y comparte con su público la certeza de que si los extraterrestres vinieran a la Tierra sería seguramente para machacarnos y convertirnos en sus esclavos, llega a la conclusión de que no le importa si hay o no vida más allá de la Tierra. Decide, ahí mismo, que no quiere saberlo, que se trata de una información que no necesita, que no le hace falta.

Prescindir de esta información no es grave, siempre y cuando no venga ya en camino una invasión de marcianos, pero más allá de esto la negativa de Louie encierra un interesante punto de vista: el del individuo que desconfía de la información que no ha buscado y que le ha salido al paso, el del resistente que mira con escepticismo cómo el resto de sus congéneres consume, de manera automática y sin ninguna resistencia, el alud de información que sale permanentemente por cualquier dispositivo que tenga pantalla. ¿Para qué queremos tanta información?

Observemos lo que ha pasado, en el nivel estrictamente personal, con la información fotográfica de una persona, con esa serie de retratos que van registrando los momentos importantes de nuestras vidas. La información fotográfica que existe de la infancia de mi abuelo, y de la de mi padre, no pasa de cinco o seis fotografías, y la de mi propia infancia, que transcurrió en la segunda mitad del siglo XX, debe constar de unas 20 o 30, una cantidad ridícula si la comparamos con el historial fotográfico que tiene hoy cualquier niño de, digamos, 10 años, que ha empezado su historial fotográfico desde el mismo útero de su madre, con una tanda completa de ecografías, y desde entonces no ha parado de coleccionar imágenes de sí mismo. ¿Tienen las personas de este siglo más momentos importantes que los que tenían las personas del siglo anterior?

La facilidad con que hoy se hace una foto ha cambiado de signo el acto de fotografiarnos; antes se hacía para fijar un momento relevante, y hoy se hace para no caer en la irrelevancia. Quien no hace decenas de fotografías continuamente, de él mismo y de quienes lo rodean, no puede subir su narrativa iconográfica a la Red y hoy un muchacho sin esta narrativa es un cadáver social.

Más que una buena foto lo que se busca es tener muchas, una gran cantidad de imágenes que generen muchos links o muchos retuits, y que conquisten más seguidores. Se puede pensar que el imperativo de hacernos fotografías todo el tiempo obedece a que la humanidad se ha vuelto narcisista, pero también hay que considerar la posibilidad de que se trate de esa compulsión tan contemporánea que es el acopio, esa reorientación que hemos experimentado en este milenio en la que la cantidad, el tener mucho de algo, ha ganado un sólido prestigio. Aquel que todavía sostiene que la calidad debe imponerse a la cantidad, empieza ya a quedar como un excéntrico.

Pensemos en la cantidad de información que consumimos cada día, en las noticias y los datos que nos asaltan todo el tiempo desde la pantalla, en la cantidad de links que abrimos, en las miles de fotografías que guardamos en el ordenador, en las miles de canciones que se acumulan en los iPods, y en las miles de películas y series que contienen las plataformas de vídeo. No nos alcanzaría la vida para consumir ese universo, ese flujo que viene siempre del exterior, lleno de elementos que han sido creados por otros, y que ocupa con su estruendo nuestro espacio interior, satura los circuitos por donde se desplazan las ideas y los pensamientos, que para existir con propiedad necesitan espacio y silencio.

Regresemos al acopio, a esa compulsión de tener cada vez más fotos, más canciones, más links y retuits, más seguidores, más de todo, y observemos que esta voracidad, esta pasión por la cantidad que experimenta el habitante del siglo XXI, se encuentra convenientemente alineada con la deriva económica del mundo occidental, con esa tendencia a allanarlo todo, la educación, la salud pública, los derechos fundamentales de las personas, a allanar todo aquello que no produzca réditos, beneficios, ganancias, una gran cantidad de capital. El terreno, al parecer, está perfectamente abonado.

Jordi Soler es escritor

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