Mucho más pobres

Cuando, de pequeño, vivía en España (a pesar de ir al colegio en Inglaterra), y más tarde, de joven, cuando trabajaba en España, me asombraba el contraste en la actitud de los españoles y los británicos, que explica en buena medida la crisis del Brexit. En aquellos tiempos, a los pocos minutos de empezar cualquier conversación con un grupo de españoles surgía el «¡España es un desastre!». Esto contrastaba con la actitud en Reino Unido, la de que «lo británico es lo mejor». Allí todo el mundo sabe que la Reina es la mujer más admirada del mundo, que el críquet es el mejor juego y que si no eres bueno jugando al críquet puedes jugar al fútbol (que, por supuesto, nosotros inventamos).

Ya de joven, ambas actitudes me parecían profundamente equivocadas. España no era, ni es, un «desastre». Y Gran Bretaña ya no «domina las olas», como afirma el himno patriótico Rule Britannia.

En consecuencia, el Tratado de Roma tiene un significado distinto en España (y en la mayoría de los países miembros) que en Reino Unido. Para España, el Tratado consigna a la historia los horrores del siglo XX –dos dictaduras y una terrible Guerra Civil– y, en cierto sentido, asegura la nueva democracia. Y lo mismo puede decirse de los demás, ya se tratase de las pesadillas de la Segunda Guerra Mundial o de 40 años de comunismo. El tratado señaló un nuevo capítulo en su historia democrática. Para Reino Unido es distinto. Nadie puede congratularse de la historia destrozada por la guerra del pasado siglo. Pero en el caso de Gran Bretaña, esa historia reforzó su democracia. No tuvieron que reinventarla.

En consecuencia, hasta hace poco, el Tratado de Roma ha disfrutado de una posición cuasi-religiosa en la mayoría de los países de la UE, mientras que en Gran Bretaña ha sido, para la mayoría, un acuerdo firmado principalmente por razones comerciales con una panda de extranjeros que no juegan al críquet.

El problema que ha afrontado la UE desde su fundación ha sido el de determinar esos ámbitos de la política en los que, «juntando meriendas», la soberanía combinada de los países miembros puede ejercer una influencia máxima en las cuestiones mundiales, sin menoscabar los indudables méritos del Estado nacional a la hora de proporcionar a sus ciudadanos un sentimiento de pertenencia apuntalado por la cohesión social.

En muchas áreas de debate mundial, la influencia de la UE ha sido –y es– positiva y fructífera: el comercio mundial, el cambio climático, los derechos humanos, etcétera. Pero a lo largo de los años, el papel y la importancia de los distintos países y, en especial, de sus cuerpos legislativos, ha ido disminuyendo. La preocupación a este respecto fue subrayada por la introducción en Maastricht del principio de subsidiariedad. Sin embargo, ese principio, que pretendía garantizar que Bruselas no asumiese nada que pudiera solucionarse en el plano nacional, ha quedado neutralizado por la introducción del denominado sistema de Tarjeta Verde. Por eso David Cameron, en las negociaciones recientes, intentó convertir la Tarjeta Verde en Tarjeta Roja, y así dar a las naciones influencia real en lo que respecta al alcance de la Comisión.

Es esta sensación de haber perdido el control sobre su destino y de que se ha pasado por alto a sus cuerpos legislativos la que ha llevado a los británicos a votar a favor de la salida de Europa y la que, en mi opinión, ha llevado al nacimiento de los llamados partidos patrióticos en toda Europa.

Entonces, ¿está acabada la UE? Pienso, y espero, que no.

Sin entrar en demasiado detalle, parece bastante evidente que en toda una serie de importantes asuntos mundiales la influencia combinada de 27 países tendrá más peso que la de cualquier país individual. Por supuesto, la Unión Europea tiene sus defectos. Ciertamente, la marginación de las naciones individuales exige atención. Naturalmente, la gestión del euro puede mejorarse. La eliminación de barreras no arancelarias al libre comercio es importante.

Y así sucesivamente. Pero no me cabe duda de que la UE seguirá siendo un actor mundial significativo y el principal motor a la hora de promover una unión cada vez más estrecha entre los pueblos de Europa.

¿Y qué decir del futuro de Reino Unido ahora que se ha activado el Artículo 50 para iniciar las negociaciones de la salida británica? Es difícil predecirlo. Dado el resultado del referéndum, el Gobierno británico tiene el deber de abrir negociaciones para la salida del país. Pero el desenlace de estas negociaciones es impredecible. La UE representa aproximadamente el 45% de las exportaciones británicas y la posición del Gobierno parece ser la de que no quiere unirse al mercado único pero sí le gustaría garantizar un acuerdo de libre comercio con la UE que dé acceso a ese mercado sin ninguna de las obligaciones que la pertenencia implica. Bueno… veremos.

Pero esa es solo una de las cuestiones difíciles que hay por delante. Sin embargo, lo que el Gobierno británico parece estar diciendo es que no alcanzar ningún acuerdo es mejor que firmar un mal acuerdo. Lo que esto significa, dicho claramente, es que si no lograsen alcanzar un acuerdo satisfactorio con la UE seguirían adelante, sobre la base del resultado del referéndum, y se irían sin más. A quienes les preocupa cómo le ira a Reino Unido volando solo en el complejo mundo moderno, el secretario de Exteriores, Boris Johnston, se apresura a recordarles que Britania domina y que el resto del mundo hará cola para hacer negocios con ella.

Hay un error fundamental en la posición del Gobierno: a saber, la opinión de que, terminen como terminen las negociaciones, el resultado del referéndum autoriza al Gobierno a salir de la UE. Esto contraviene absolutamente la sentencia del Tribunal Supremo, que establece lo siguiente: «El referéndum de 2016 es de gran importancia política. Sin embargo, su importancia jurídica está determinada por lo que el Parlamento incluyese en la ley que autorizaba su convocatoria, y dicha ley simplemente establecía que se celebrase el referéndum, sin especificar las consecuencias. El cambio de leyes exigido para aplicar el resultado del referéndum debe hacerse del único modo permitido por la constitución británica, es decir, mediante leyes».

En consecuencia, sea cual sea su resultado, las negociaciones deberán ser aprobadas por el Parlamento. Vale la pena recordar que en la Cámara de los Lores hay una abrumadora mayoría favorable a la permanencia en la UE y, lo que es mucho más importante, que también hay una posible mayoría en la Cámara de los Comunes. El Partido Laborista está, en principio, a favor de continuar en la Unión, al igual que los partidos minoritarios. Junto con aquellos conservadores que apoyan la permanencia, dispondrían de una mayoría aceptable. ¿Podría ocurrir esto? Ni idea. Es solo una entre muchas posibilidades.

En conclusión, estoy muy seguro de que, sin Reino Unido, la UE sobrevivirá y prosperará. Estoy igualmente seguro, sin caer en la trampa de seguir creyendo que Reino Unido domina, que la UE será un poco más pobre sin él, y de que Reino Unido será mucho más pobre sin ella.

Lord Garel-Jones, exministro de Asuntos Exteriores del Reino UNido (1990-1993).

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