Es posible que tengamos la mirada puesta en la debacle de los mercados, pero la convulsión que estamos experimentando es más que una crisis financiera. Estamos ante un giro geopolítico de dimensiones históricas que está alterando el equilibrio de poder en el mundo de manera irrevocable. La era del liderazgo mundial de Estados Unidos, que comenzó en la II Guerra Mundial, ha terminado.
Se puede comprobar si se observa cómo ha disminuido el dominio de EE UU en su propio patio trasero, cuando el presidente venezolano, Hugo Chávez, provoca y ridiculiza a la superpotencia con impunidad. Pero el retroceso de la posición de EE UU en el resto del mundo es todavía más llamativo. Con la nacionalización de partes fundamentales del sistema financiero, el credo estadounidense del libre mercado se ha destruido a sí mismo, mientras que los países que mantienen algún tipo de control de los mercados se han visto reivindicados. Es un cambio de repercusiones tan trascendentales como la caída de la Unión Soviética: se ha derrumbado todo un modelo de gobierno y economía.
Desde el final de la guerra fría, los sucesivos Gobiernos estadounidenses han sermoneado a otros países sobre la necesidad de tener unos sistemas financieros sólidos. Indonesia, Tailandia, Argentina y varios países africanos tuvieron que soportar serios recortes de gastos y profundas recesiones como precio por la ayuda del Fondo Monetario Internacional, que ponía en práctica la ortodoxia norteamericana. China, en particular, sufrió intimidaciones sin fin por la debilidad de su sistema bancario. Pero el éxito de China deriva de su permanente desprecio por los consejos occidentales, y no son los bancos chinos los que hoy están quebrando.
Estados Unidos siempre ha tenido una política económica para sí y otra para el resto del mundo. Durante los años en los que castigaba a los países que se apartaban del equilibrio presupuestario, estaba pidiendo préstamos gigantescos para financiar sus recortes fiscales domésticos y sus compromisos militares. Pero ahora que las finanzas federales dependen por completo de que sigan entrando grandes remesas de capital extranjero, serán los países que habían rechazado el modelo de capitalismo estadounidense los que influyan en el futuro de su economía.
Los detalles del plan de salvación de las instituciones financieras estadounidenses elaborado por el secretario del Tesoro, Hank Paulson, y el presidente de la Reserva Federal, Ben Bernanke, son menos importantes que lo que ese rescate supone en sí mismo para la posición de EE UU en el mundo. La indignación por la codicia de los bancos aireada en el Congreso puede distraernos de las verdaderas causas de la crisis. La grave situación de los mercados financieros estadounidenses se debe a que los bancos han trabajado en unas condiciones de libertad absoluta creadas por esos mismos legisladores. La clase política de EE UU es la responsable del caos actual.
En las actuales circunstancias, un fortalecimiento sin precedentes del Gobierno es la única forma de evitar una catástrofe en el mercado. La consecuencia, sin embargo, será que EE UU dependerá todavía más de las potencias emergentes. El Gobierno federal está acumulando préstamos aún mayores, y puede que sus acreedores teman, con justificación, que no van a devolverse jamás. Es muy posible que sienta la tentación de engordar esas deudas con un repentino aumento de la inflación que dejaría a los inversores extranjeros con pérdidas considerables. En esta situación, ¿estarán dispuestos los Gobiernos de países que compran grandes cantidades de bonos estadounidenses, como China, los Estados del Golfo y Rusia, por ejemplo, a seguir apoyando el papel del dólar como divisa de reserva mundial? En cualquier caso, el control de los acontecimientos no está ya en manos de Estados Unidos.
El destino de los imperios, a menudo, se decide por la relación entre guerra y deuda. Ocurrió con el Imperio Británico, cuyas finanzas se deterioraron a partir de la Primera Guerra Mundial, y con la URSS. La derrota en Afganistán y la carga económica que supuso tratar de responder al programa de la guerra de las galaxias de Reagan fueron factores cruciales que contribuyeron al desmoronamiento soviético. A pesar de su insistencia en su excepcionalidad, EE UU no es distinto. La guerra de Irak y la burbuja crediticia han herido de muerte su hegemonía económica. EE UU seguirá siendo la mayor economía del mundo durante un tiempo, pero serán las potencias emergentes las que, una vez que la crisis haya pasado, comprarán lo que haya quedado intacto entre las ruinas del sistema financiero estadounidense.
En las últimas semanas se ha hablado mucho sobre un apocalipsis económico. En realidad, no estamos, ni mucho menos, ante el fin del capitalismo. El frenesí que se observa en Washington no es más que la muerte de un tipo de capitalismo, la variedad que ha existido en EE UU durante los últimos 20 años. Este experimento de laissez-faire financiero ha fracasado. Aunque el impacto de la caída se hará sentir en todas partes, las economías de mercado que se resistieron a la desregulación de estilo estadounidense capearán mejor el temporal. Es probable que el Reino Unido, que se ha convertido en un fondo de protección gigantesco, pero un fondo que carece de la capacidad de beneficiarse de un empeoramiento de la situación, acuse especialmente el golpe.
Lo irónico del periodo posterior a la guerra fría es que la caída del comunismo fue seguida del ascenso de otra ideología utópica. En EE UU, Reino Unido y, en menor medida, otros países occidentales, la filosofía reinante pasó a ser un tipo concreto de fundamentalismo de mercado. El derrumbe actual del poder estadounidense es la consecuencia previsible. Como el desmoronamiento soviético, tendrá amplias repercusiones geopolíticas. Una economía debilitada no puede seguir sosteniendo mucho tiempo los excesivos compromisos militares de EE UU. Es inevitable que haya una reducción de gastos que, seguramente, no será gradual ni bien planificada.
Los procesos de crisis como el que estamos presenciando no se desarrollan a cámara lenta. Son rápidos y caóticos, y tienen efectos secundarios que se extienden a toda velocidad. Pensemos en Irak. El éxito del refuerzo, que se ha conseguido a base de sobornar a los suníes y, al mismo tiempo, consentir la limpieza étnica que se está llevando a cabo, ha generado una situación de paz relativa en algunas partes del país. ¿Cuánto tiempo durará, si el nivel actual de gasto de EE UU en la guerra no puede mantenerse más?
Si EE UU se retira de Irak, Irán quedará como vencedor regional. ¿Cómo reaccionará Arabia Saudí? ¿Habrá más o menos probabilidades de una acción militar para impedir que Irán adquiera armas nucleares?
Los gobernantes chinos, hasta ahora, han permanecido callados ante la crisis. ¿Les animará la debilidad estadounidense a reafirmar el poder de China, o continuarán su política precavida de "ascenso pacífico"? Por ahora, no se puede contestar ninguna de estas preguntas con seguridad. Lo que es evidente es que EE UU está perdiendo poder a enorme velocidad. Georgia nos mostró a Rusia rediseñando el mapa geopolítico, sin que EE UU pudiera ser nada más que un espectador impotente.
Fuera de EE UU, la mayoría de la gente ha aceptado, hace mucho tiempo, que el desarrollo de nuevas economías que acompaña a la globalización disminuirá la importancia de la posición estadounidense en el mundo. Casi todos se imaginaban que se trataría de un cambio en su situación relativa, un giro que iba a producirse de forma gradual, a lo largo de varios decenios y generaciones. Hoy, esa hipótesis parece cada vez menos realista.
Después de haber creado las condiciones que engendraron la mayor burbuja de la historia, los dirigentes políticos de EE UU parecen incapaces de comprender la magnitud de los peligros que afronta ahora su país. Envueltos en encarnizadas guerras culturales y peleados unos con otros, parecen no darse cuenta de que su liderazgo mundial está desvaneciéndose a toda velocidad. Está naciendo un nuevo mundo casi sin que se note y, en él, EE UU no es más que una más entre varias grandes potencias, y se enfrenta a un futuro incierto en el que ya no puede influir.
John Gray, autor de Black Mass: Apocalyptic Religion and the Death of Utopia. Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.