Últimamente, proliferan los libros que hablan de la importancia del silencio, se publican estudios sobre los beneficios que aporta a nuestra salud y se popularizan los retiros donde no se habla. Los seres humanos tenemos tendencia a apreciar las cosas que destruimos, una vez que las hemos destruido. Es curioso que, siendo el oído uno de nuestros sentidos más importantes y el último que perdemos antes de morir, le hayamos dado tan poca importancia. Las normas que rigen la contaminación acústica son tan frondosas como poco realistas. Solo en casos flagrantes la justicia actúa para que no se vulneren derechos fundamentales como el derecho a la salud, la inviolabilidad del domicilio o la igualdad a disfrutar del descanso.
Desde comienzos de la revolución industrial, escritores e intelectuales dejaron constancia de su desagrado ante el aumento de decibelios de su entorno. Schopenhauer se quejaba de que el sonido de los carromatos y los latigazos a los caballos eran la peor interrupción de la vida intelectual. Autores como Dickens o Zola denunciaban el ruido prodigioso de la maquinaria y sus efectos nocivos en los trabajadores. En sus primeras emisiones, allá por los años veinte, la BBC incluía en su programación anuncios en los que se pedía a los oyentes que bajaran el volumen de sus transistores para no molestar. ¿Se imaginan al algoritmo de Spotify advirtiéndonos de nuestro entorno?
A pesar de que la sordera asociada a la exposición de ruido se probó científicamente a finales del siglo XIX, la preocupación sonora no tuvo consecuencias legislativas hasta cien años después. En 1969, la Asamblea General del Consejo Internacional de Música de la Unesco lanzó un llamamiento para defender el derecho al silencio en espacios públicos y privados como reacción ante el aumento de música enlatada en tiendas, restaurantes y otros lugares de tránsito. Todavía hoy sorprende el poco cuidado que muestran algunos establecimientos por su acústica.
El informe sobre el ruido de la Agencia Europea de Medio Ambiente de 2020 sostiene que más de un 20% de la población europea se ve expuesta a niveles de ruido prolongados que resultan perjudiciales para la salud. En España, el tráfico rodado sigue siendo la principal fuente de ruido en las grandes ciudades. Para garantizar nuestra salud, afirmaba el pasado abril María José Lavilla, presidenta de la Comisión de Audiología de la Sociedad Española de Otorrinolaringología, “no debemos superar los 50 decibelios durante la noche y los 55 decibelios durante el día”.
El tráfico intenso genera entre 80 y 100 decibelios. Si ustedes viven o trabajan cerca de una avenida concurrida, es posible que superen rutinariamente los umbrales recomendados. Si además han tenido la desgracia, como la de quien escribe estas líneas, de ser testigo de sucesivas obras privadas y públicas en su vecindario, se darán cuenta de que conseguir habitar dentro de los umbrales recomendados es casi imposible. Una taladradora produce alrededor de 120 decibelios y un martillo neumático, 130, nivel que la OMS considera insoportable. Es más importante de lo que parece. La pérdida auditiva asociada al ruido no es reversible, pero puede evitarse.
Ojalá fuera un problema solo de las grandes ciudades. En el campo se sufre todo tipo de injerencias sonoras y además no hay tantas barreras arquitectónicas que frenen el ruido. Las máquinas motorizadas o los altavoces inalámbricos pueblan el aire y hacen añicos la ansiada tranquilidad. Una motosierra emite un sonido de entre 100 y 150 decibelios, lo que quiere decir que puede alcanzar de ocho a diez kilómetros a la redonda y una motocicleta produce unos 80 decibelios. No lo ves, pero lo escuchas.
Dentro de un espacio privado se puede crear un escenario propio con cierta libertad atendiendo a lo visual, lo olfativo y lo táctil, pero la injerencia acústica del entorno es constante. No podemos cerrar los oídos; solo podemos tenerlos en cuenta. La arquitectura moderna —afirmaba Murray Schafer en El paisaje sonoro y la afinación del mundo— está diseñada sin pensar en este sentido, y la legislación actual se adapta perezosamente a la sociedad.
En España la regulación de la contaminación acústica depende mayoritariamente de las comunidades autónomas y los municipios. La ley estatal del ruido de 2003 solo es aplicable a ciertos emisores acústicos. El ruido doméstico vecinal o el de las obras está regido por ordenanzas municipales. El límite de decibelios permitido en horario diurno establece en el entorno residencial un máximo de 35 y un máximo de 30 en horario nocturno. Si tenemos en cuenta que una conversación normal alcanza los 50 y una aspiradora doméstica, 90 —pese a ponderar las mediciones—, no es sencillo cumplir este máximo. Escuchar, aunque sea levemente la radio de los vecinos o sus voces ya supera el límite establecido por la ley, y un taladro no es lo mismo que un murmullo.
No sé cuán necesario sea para cada persona envolverse de ruido en estos días, pero ya que estamos en agosto igual es un buen momento para considerar lo que necesitan también quienes nos rodean.
Mar Gómez Glez es escritora, socióloga y docente universitaria.