Muerte al derrotismo

Hace algunos años, en plena crisis, diversas instituciones empezaron a realizar estudios con el fin de analizar la imagen de España en el exterior, así como el efecto de las medidas adoptadas desde 2012 y disponer de una visión más atinada y objetiva de la realidad. El último de ellos, publicado por la consultora Reputation Institute, nos ofrece unas conclusiones muy ilustrativas, que nos ayudan a comprender mejor qué opinan los demás (bien) y qué opinamos nosotros mismos (mal) sobre España.

En líneas generales, se trata de noticias bastante buenas. España ha subido cuatro puntos respecto al año pasado y su prestigio no para de incrementarse entre los países más influyentes del mundo, los del G8, notablemente en Alemania, Francia, Italia y Reino Unido. Además de valorarnos por el clima, la simpatía o el bienestar, un clásico, despuntamos como un país seguro y -quizá lo más relevante- con un excelente entorno económico. No obstante, esta fotografía queda eclipsada por lo que constituye otro clásico secular: como siempre, los españoles nos suspendemos en la autovaloración, colocándonos en pesimismo nacional no solo por detrás de países con un fuerte sentido del orgullo, como Turquía o EEUU, lo que resultaría más bien lógico, sino de naciones tradicionalmente melancólicas y poco autocomplacientes, como Rusia o Portugal. No contentos con esto, resulta que además somos el segundo país occidental con peor opinión de sí mismo. Solo los italianos se ven peor que nosotros.

Aun así, en el examen más detenido se aprecian ciertas contradicciones como que, pese a todo, los españoles creemos que nuestro país es un buen lugar para vivir e invertir. Lo criticamos duramente pero, al mismo tiempo, lo recomendamos… Lo cierto es que esto nos invita a dudar si es más por causa del pesimismo noventayochista de los españoles o por la influencia catastrofista de la prensa nacional, como si estuviéramos frente a una especie de muro que nos inhibe de todo optimismo en la autovaloración. Sin embargo, ni siquiera se sabe ya si se debe al célebre principio de que las buenas noticias “no venden” o a la falta de costumbre para gestionar emocionalmente la alegría. Así, cuando el paro baja o nuestra economía crece más que en ningún otro país avanzado, aparece en los medios un analista gris que espanta a la audiencia; mientras que cuando los datos no acompañan tanto, lejos de contextualizar la noticia, se exacerba el sentimentalismo, mostrando en pantalla circunstancias humanas dramáticas, pero estadísticamente irrelevantes. El famoso “caso humano”.

Esta tendencia, por cierto, contribuye a explicar por qué la prensa internacional no tiene empacho de vez en cuando en caer en el sensacionalismo más inconcebible para informar sobre la “dura” situación de España. Todos recordamos el exagerado reportaje que nos dedicó el New York Times, en el que se mostraba a vagabundos buscando comida entre la basura o cómo The Economist nos englobaba dentro de los PIGS europeos. Ahora bien, si internamente no hacemos más que recrearnos en nuestras desgracias, reiterando a diario nuestra inutilidad, no puede extrañar que los corresponsales extranjeros se queden con tal impresión y la plasmen. Afortunadamente, el fin de la crisis hace que ya no menudee esta reverberación de la desgracia.

Con todo, como decía, va asomando un leve orgullo espontáneo cuando, según el citado informe, se nos pregunta por aspectos más concretos de nuestra vida cotidiana, de modo que, poco a poco, la autopercepción española mejora en el balance global. Una conclusión esperanzadora que hemos de apuntalar intentando elogiarnos un poco más. Y es que nadie va a ayudarnos a mejorar más nuestra imagen que nosotros mismos porque, como es sabido, casi más importante que ser buenos, es creérselo. Con más razón si la creencia va avalada esta vez por la verdad de las cifras de progreso.

Jesús Andreu es director de la Fundación Carolina.

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