Muerte de un maestro

La amistad está tejida de libros. Que son el territorio de los hombres libres. Recientemente se ha cumplido un mes desde que murió Gustavo Bueno. A quien tengo por un maestro y un amigo: esos dos dones tan raros en la vida de un hombre. Y tan difícilmente conciliables. A no ser en la biblioteca.

En sus orígenes –escribía Steiner–, «las lecciones de los maestros son las de los sacerdotes». Desmoronada la fe eclesial, lo sagrado hace de la sabiduría su templo. Es una larga historia, que empieza cuando el ateniense Platón se empecina en poner por escrito la doctrina de un maestro, Sócrates, que sólo confiaba en la voz viva. Y Platón no se engaña acerca de la paradoja que es fijar textualmente lo que sólo en el fluir de la conversación posee verdad. Una paradoja en la cual él sospecha una traición.

Muerte de un maestroEl maestro habla. El discípulo codifica. Y sabe que, al hacerlo, algo esencial se le escapa. Algo que es todo. Platón: «Esto es lo terrible que tiene la escritura y que es igual a lo que ocurre con la pintura. En efecto, los productos de ésta se yerguen como si estuvieran vivos, pero, si se les pregunta algo, callan con solemnidad. Lo mismo les pasa a las palabras escritas. Se creería que hablan como si pensaran, pero, si se les pregunta, expresan tan sólo una cosa que siempre es la misma». La filosofía ha nacido, en la Atenas distante de sus sacerdotes, para asentar el híspido reino de lo que el griego llama una «aporía»; la paradoja que exige que lo sagrado se salve en la evocación escrita de aquello que siempre escapa al ser fijado: la voz de los maestros.

Yo andaba lejos de España cuando, hace ahora un mes, un amigo me llamó desde Oviedo: Gustavo Bueno estaba a punto de morir. Al día siguiente, entró un alud de mensajes: sin necesidad de abrirlos, supe que el maestro había muerto. Percibí vagamente que sólo en ese instante el término «maestro» había dejado de ser una cortesía o una licencia retórica. El maestro es el ausente al cual se evoca y en cuya rememoración –y sólo en ella– son codificados los signos a los cuales llamamos escritura. O sea, lo que en este instante preciso estoy yo haciendo. ¿Con qué derecho? Con ninguno. El maestro es una rareza sacral en este mundo desacralizado. Nada tiene que ver con el derecho. Y sí con lo imposible: con esa trascendencia que exigen los que en nada trascendente creen; la trascendencia antagónica de instalarse en el lúcido rechazo de toda trascendencia. Y saber que ése es el último refugio frente a un mundo en cuya trivialidad no hay sitio para la aporía del maestro: sujeto que existe sólo en su conflicto. Consigo mismo. Esto es, con todo. La fe del ateo es el arrogante título de un libro mayor de Bueno.

La muerte nos golpea en diferido. Siempre. La muerte, que evocaban los mensajes de aquellos días de agosto, no significaba todavía nada. Se requería el paso del tiempo para saber qué era lo que en nosotros había muerto entonces para consagrarse en memoria. Esto es, en función sagrada: la que la palabra «maestro» dice. Con tanta gravedad. Tan enigmática.

En un primer impacto, la muerte del maestro me apareció tan sólo bajo la forma de un texto. De un texto que él había utilizado en sus escritos y que a mí me traía el recuerdo de una conversación de hace treinta años. En ese texto, evocado en el perezoso tiempo de una sobremesa lejana, Epicuro formula un postulado grandioso y terrible. Puede que el más grandioso y más terrible que haya formulado un hombre: «La muerte no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente no existimos. Y, así, la muerte no es real ni para los vivos ni para los muertos». De discípulo a maestro, Lucrecio cristalizaría en hexámetros latinos esa belleza enigmática de Epicuro: «Cuando la vida humana yacía a la vista de todos torpemente postrada en tierra, …un griego osó el primero elevar sus perecederos ojos y rebelarse… Nada es la muerte y en nada nos afecta». Nada. Es el magisterio del griego: «El sabio ni desea la vida ni la rehúye, porque para él vivir no es un mal, ni considera que lo sea la muerte… La meditación y el arte de vivir y de morir bien son una misma cosa».

¿En qué los de mi edad reconocen a Gustavo Bueno como un maestro? No en la conformidad ni el desacuerdo, que son anécdotas triviales y siempre reversibles. El catedrático de Oviedo fue un maestro, no por la soberana docencia que hizo de él una cima de la Universidad española. Un profesor –aun el más grande– no es por ello un maestro. Gustavo Bueno, además de eso, definió un horizonte de interrogaciones que ha sido insoslayable para todo el que haya tratado de filosofar en la España del último medio siglo. Para los que compartieron sus hipótesis, como para los que las discutieron y aun las combatieron. Las respuestas, a cada cuál competía buscárselas como pudiera; compatibles o conflictivas. Las preguntas, en torno a las cuales hemos girado, eran inapelablemente suyas: en teología como en política; acerca del animal divino o los grados de la materia, como en torno a la estafa de cultura y política presentes. Preguntas. Y la pregunta es la filosofía.

Mi primer contacto con él fue –hace casi medio siglo– un choque de trenes: historia del joven aprendiz que busca medirse con el viejo sabio. Bueno tuvo la cortesía de no ser condescendiente. De sucesivos choques conceptuales, nunca amortiguados, se forjó esa única amistad que vale la pena: la que rinde culto a la verdad sólo. Cuando, muchos años más tarde, tuvo la infinita delicadeza de encabezar su Panfleto contra la democracia realmente existente con un «a Gabriel Albiac, amigo de la verdad, pero más amigo de Platón», los dos sabíamos que amistad y magisterio son nombres de la única eternidad que nos es dada: la de los hombres libres. En esa eternidad se instala el nombre del maestro. Y en su amistad, victoriosa del tiempo, mi propia «fe de ateo».

Gabriel Albiac, filósofo.

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