¿Muerte del Pakistán?

Éste es un momento crítico para el Pakistán. ¿Sobrevivirá a la actual vorágine de amenazas, ejemplificada por el reciente asesinato del gobernador Salmaan Taseer del Punjab por uno de sus guardaespaldas, fanático islamista, o se irá a pique? Para el mundo, la suerte del Pakistán es una cuestión urgente, tal vez existencial incluso. Al fin y al cabo, el Pakistán es una potencia regional con armamento nuclear y caldo de cultivo de terroristas.

Las raíces de la inestabilidad del Pakistán son profundas. A raíz de la primera y la segunda guerras mundiales, las potencias europeas y los Estados Unidos se sentaron en torno a mesas lejanas e inventaron fronteras, con las que crearon el Iraq, Israel, Kuwait, Jordania y Arabía Saudí... y, con ello, la mayoría de los actuales males de Oriente Medio. El nuevo mapa de la región estaba basado en la suposición de que se podrían transformar los principios básicos del “Asia musulmana" introduciendo el sistema occidental de los Estados-nación. En cambio, lo que se formó fue una región de entidades que en gran medida no han logrado la cohesión de naciones.

En 1947, también el subcontinente indio fue viviseccionado de forma muy semejante, con una entidad basada en la religión y separada de él: el Pakistán. Naturalmente, a estas alturas resulta inútil reexaminar ese absurdo trágico. Sin embargo, las consecuencias de la división permanecen: el Pakistán no ha podido aún desarrollar un gobierno administrativamente creíble. De hecho, si Muhammad Ali Jinnah, el padre fundador del Pakistán, hubiera estado en lo cierto al afirmar que los musulmanes constituyen una nación en sí misma, Bangladesh no se habría separado de él y las relaciones del país con su vecino Afganistán estarían libres de intrigas y violencia.

Así llegamos al meollo del asunto; la cuestión del islam y la estatalidad. En su libro Islam and the Destiny of Man (“El islam y el destino del hombre”), Gai Eaton lo expresó con precisión elegante: “la sociedad islámica es teocéntrica... no teocrática”. Se trata de una distinción importante, pues pone en entredicho la “validez del concepto de un Estado islámico distinto de un Estado musulmán”. “El primero”, escribe Eaton, es una “proposición ideológica” que “nunca se ha materializado en la historia musulmana, porque ningún Estado musulmán ha sido nunca teocrático”.

Mientras que la centralidad del Estado en los asuntos humanos es una creación europea moderna, las sociedades tradicionales como la India o el Pakistán siempre han considerado el Estado simplemente un mal necesario, ya que no se pueden gestionar las sociedades grandes con la antigua base tribal. Para los musulmanes, toda la soberanía procede de Dios; en realidad, nada en absoluto existe ni puede existir fuera de Él. Como dice Eaton, se puede interpretar la insistencia del Corán en que “no existe otro dios que Dios” también en el sentido de que “no hay otro legislador que el Legislador”. Ésa es la razón por la que en la jurisprudencia islámica las leyes deben basarse en el Corán y la Sunna del Profeta y no en la filosofía clásica o británica.

De modo que la cuestión fundamental en el islam no ha sido la de si se puede separar el Estado de la religión, sino si se puede separar así la sociedad. No se puede, razón por la cual ningún Estado musulmán puede ser totalmente secular. De hecho, la cuestión planteada en el núcleo del Pakistán es la de si puede llegar a ser un Estado teocrático.

Así volvemos al horror del asesinato de Taseer y la extraña –y dividida– reacción ante él habida en la sociedad civil pakistaní. El asesinato de Taseer, a diferencia del de la Primera Ministra de la India Indira Gandhi por sus guardaespaldas en 1984, no fue un ataque por venganza, sino que su raíces estriban en los obscuros delirios de la fe fanática, pues su objeto ha sido supuestamente el de proteger el credo.

Peor aún: muchos ciudadanos, si no la mayoría, han reaccionado apoyando al asesino (algunos arrojándole pétalos de flores), mientras que centenares de Ulemas (dirigentes religiosos) acogieron con agrado su asesinato y consideraron “antislámica” la participación en su entierro. Según el jefe del movimiento Jamaat-e-Islami, “el asesinado es el responsable de su asesinato”.

Esa agresiva vía fundamentalista está haciendo retroceder siglos al Pakistán. Naturalmente, este país es el único responsable de la vía que elige, pero no habría adoptado tan fácilmente su rumbo actual, de no haber sido por el apoyo tácito (y explicito) que le han prestado los Estados Unidos, a partir del decenio de 1980, para contrarrestar la ocupación soviética del Afganistán. Una vez más, vemos que prioridades occidentales extemporáneas pueden causar la ruina de una nación no occidental.

En cualquier contienda de ideas, los extremistas suelen vencer a los moderados. En el Pakistán, los extremistas llevan ahora el atuendo islámico y ocupan el lugar del Creador, la fe y el orden teocrático. En cambio, ¿qué representaría un liberal pakistaní? De hecho, ¿quién pide en el Pakistán un país democrático y liberal?

En las obscuras y congestionadas callejuelas de Lahore, Karachi, Peshawar o Quetta, no se anhela un liberalismo democrático, sino que los creyentes se unan tras la única fe verdadera. Ese deseo es la clave para entender en última instancia al Pakistán y no se debe buscarla en los pasillos de Washington ni, desde luego, en las anchas avenidas de Islamabad.

Jaswant Singh, ex ministro de Hacienda, de Asuntos Exteriores y de Defensa de la India, y autor de Jinnah: India – Partition – Independence (“Jinnah. La India, la división y la independencia”). Traducido del inglés por Carlos Manzano

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