Muerte en el Observatorio de Greenwich

Al cruzar bajo el Támesis por el túnel pedestre que da a Greenwich se diría que todos los ríos del mundo gravitan sobre nuestras cabezas, con un agobio de viejos estuarios que mantienen plenamente la insostenible presión de la Historia y la naturaleza. Al otro lado, entre el césped esplendoroso, en el suave promontorio aparece el perfil del Observatorio de Greenwich cruzado por el meridiano cero, siglos antes de la invención del reloj atómico. Por ahí merodeaban Adolf Verloc, agente doble y propietario de una tienda de pornografía, y su cuñado Stevie, un chico de mente retardada. Pretendían volar el Observatorio de Greenwich, el pacto de la humanidad sobre la medida del tiempo, el centro del tiempo.

Contada por Joseph Conrad en «El agente secreto», la historia parte de un hecho real: en febrero de 1894, Martial Bourdin intenta volar el Observatorio de Greenwich, sin más resultado que morir en el intento. Bourdin era uno de los anarquistas del «Club Autonomie» de Londres. En la novela de Conrad, el atentado -inspirado por la embajada rusa para que Londres deporte a los anarquistas rusos- sólo sirve para acabar con la vida de Stevie.

En aquel Londres de «El agente secreto», de 1907, un anarquista conocido como El Profesor -un perfeccionista del terror- anda siempre presto para la destrucción y la autodestrucción, con la mano derecha asiendo una pelota de goma que lleva en el bolsillo: al presionar sobre la pelota activaría un detonador dentro del frasco de explosivos de manera que en veinte segundos todo vuela, en quince metros a la redonda. Para Conrad, el anarquismo es «una descarada estafa que explota las dolorosas miserias y apasionadas credulidades de una humanidad siempre dispuesta a destruirse». Hoy sigue ocurriendo lo mismo y especialmente en Occidente, abierto de par en par a la destrucción y a la autodestrucción. El Profesor paseó y pasea por las calles de Londres, «insospechado y mortífero, como la peste en medio de una calle llena de seres humanos».

Para Conrad, navegar remontando el Támesis siempre fue un episodio de gloria y madurez. El río, una vía de la civilización como imposición inteligente de un orden. En «El corazón de las tinieblas» ocurre al revés: lo que había vivido a bordo del pequeño vapor «Roi des Belgues» en la navegación fluvial por el Congo se transformó en la búsqueda de Kurtz, convertido por los salvajes en deidad banca, hasta la matriz del horror y la barbarie. La licuación del progreso y la norma muy pronto retrotraen al despotismo bestial. El mito del progreso chocó ahí con uno de sus primeros sobresaltos y el infierno totalitario figuró sus premoniciones. El mal pertenece a lo demasiado humano, en lo más oscuro y turbio del espíritu.

De linaje intensamente imbuido por la pasión de la patria polaca, Joseph Conrad nació -hace ahora medio siglo- el 3 de diciembre de 1857, en Ucrania, digamos que en la Polonia en la que Alfred Jarry ubicó su «Ubú Rey», «es decir, en Ninguna Parte». Durante toda su vida, Conrad se vio acosado por los más enrevesados embates de la ansiedad. Anduvo como un nómada de barco en barco y luego de casa en casa, buscando la pauta doméstica que refrene los viejos demonios. El marino mercante se instala en Inglaterra y llega a ser un viejo maestro de la literatura, admirado por los grandes, aunque -como ocurre en «Juventud»- el barco nunca llegue a puerto, debido a que «el hombre ha nacido para la fatiga, para trabajar en barcos que hacen agua y en barcos que arden». Arden también los buques ebrios que cruzan el umbral del siglo XXI.
En su primer libro -«La locura de Almayer», de 1895- ya aparece el pesimismo heroico de aquel hombre que -como decía Bertrand Russell- pensaba «que la vida civilizada y moralmente tolerante era como una caminar peligroso sobre una capa delgada de lava recién enfriada y que en cualquier instante se puede resquebrajar y hacer caer los incautos en las profundidades ardientes». Conrad conoció a alguien como Almayer mientras navegaba por uno de los ríos de Borneo en 1897. El tal Charles William Olmeijer era un soñador siempre fracasado, un romántico condenado a estamparse contra la realidad. Aquello llevó a Conrad a escribir.

Todos los que me leen -dijo- conocen mi convicción de que el mundo, el mundo temporal, se sostiene sobre algunas ideas simples que son tan viejas como las montañas. «Se sostiene, sobre todo, entre otras, sobre la idea de Fidelidad». Al margen de que a Conrad le gustasen las mayúsculas, sabía muy bien que al desaparecer el honor y la fidelidad, comparece el horror. Toda la obra de Conrad explora la encrucijada permanente entre caos y civilización.

En su relato breve «Una avanzada del progreso», parece profetizar lo que resulta ser el hombre-masa de este tiempo nuestro hipermoderno. Habla de dos hombres blancos perdidos en la selva y les describe como individuos insignificantes e ineptos, «de esos cuya existencia sólo se hace posible en la fuerte organización de las muchedumbres civilizadas».

Son hombres dependientes, desvinculados, inseguros salvo si lo que les rodea les protege. El terror y la masa, el individuo acoplable al Estado: ahora es el individuo resguardado no por la civilización sino por la masa intercomunicada, catódica, solipsista, informáticamente interactiva.

El corazón de las tinieblas late también en el torso de las nuevas masas. Siglo y medio después del nacimiento de Conrad, la individualidad del coraje merece más bien sesiones de terapia de grupo. Río arriba, la pasión moral se enreda en los bancos de algas muertas. Mientras tanto, otro Profesor como el de «El agente secreto» -el viejo en la caverna en las montañas afganas- está tratando de inventar un detonador que se ajuste por sí mismo a todas las condiciones de acción e incluso a cambios inesperados en las condiciones: «Un mecanismo variable pero preciso y perfecto. Un detonador realmente inteligente». Tuvo que ser un ilustre conservador quien dijo que lo único necesario para el triunfo del mal es que los hombres buenos no hagan nada.

Valentí Puig