Muerte en la tarde

Así -Death in the afternoon- llamó Hemingway al primero de los dos libros por él dedicados, íntegramente, a la tauromaquia. «¡Qué bien los nombres ponía!», dijo, a cuento de otra cosa, Antonio Machado. Y no cabe, en efecto, mejor título para una obra que trata, como la aludida, del arte del toreo. Seguro que estaba, por cierto, en la biblioteca del periodista adicto al Régimen entonces imperante, Paco Narbona, al que conocí y con el que tuve amistoso trato allá por los 60 en la ciudad del Campo de Marte, modelo arquitectónico, éste, de lo que luego serían las plazas de toros españolas, iberoamericanas y francesas.

Narbona -¿les suena el nombre?- también arrimó su pluma más de una vez, como lo hiciese Hemingway, a la descripción y elogio de lo que, guste o no a nuestros gobernantes, es hoy el más antiguo y, para algunos (yo entre ellos), hermoso espectáculo del mundo.

No parece, sin embargo, que la hija de aquel periodista, y ministra hoy de Medio Ambiente, haya leído a Hemingway ni tampoco a su padre. Aún está a tiempo de hacerlo. Hay edición reciente, en España, publicada por Espasa, de Muerte en la tarde, y supongo que en la biblioteca de la señora Narbona estarán las obras de su padre, acaso, como el arpa de Bécquer, del salón en el ángulo oscuro, silenciosas, cubiertas de polvo y por la heredera del autor olvidadas.

Hojéelas la ministra, rescate a Hemingway -que según confesión propia, prefería cortar una oreja en Las Ventas a recibir el Premio Nobel de Literatura, lo que no le impidió hacerse con éste- o eche un vistazo a los 11 gruesos volúmenes del Cossío, y entérese así de que todo, absolutamente todo lo que los toreros, matadores o no que sean, hacen en la plaza responde al exclusivo propósito de que el toro se ahorme, junte las pezuñas delanteras, humille el testuz, exponga el hoyo de las agujas, acepte el estoque sin escupirlo, caiga genuflexo (o no), se desplome y muera -muera, ministra- de la forma más rápida, más digna y menos cruenta posible.

No se trata, créame, en lo concerniente a esto de ser o no ser aficionado a los toros, pues ambas posturas son de por sí legítimas y ninguna de las dos carece de sólidos argumentos racionales y emocionales en los que buscar punto de apoyo, sino de no ser estúpidos ni ignorantes. Porque tontuna y nesciencia es, señora ministra, rayana en el disparate emocional y racional, pretender que las corridas se celebren sin que en ellas, eliminando el último tercio o convirtiéndolo -arma sin alma- en simulacro de escayola, se ejecute la suerte suprema y redoble en la plaza el sobrecogedor tañido de la muy bien llamada hora de la verdad.

Sería eso idiotez tan insensata, ministra, como la de fabricar un coche en cuya caja de cambios sólo hubiera punto muerto, construir una noria con los cangilones permanentemente vueltos hacia abajo o plantar una escalera en descampado.

Objetos imposibles, ministra, empeños absurdos, pinturas de Magritte, y conste que las aprecio, pero sólo si están colgadas de una pared.

Sí, sí, ya sé que en las corridas portuguesas no se mata el toro, pero aquí, en España, qué le vamos a hacer, no fui yo quien lo decidió, sí que se mata, y desde tiempo inmemorial. El carácter de un país, su personalidad, su identidad, viene dado y expresado por los usos y costumbres, y si éstos no se respetan, o se transforman por trágala y bemoles en parques temáticos, mercadillos medievales y tiendas de todo a 100 para turistas de pantalón corto, la nación se queda en nada.

No se me oculta, señora Narbona, que lo del otro día fue sólo un desliz verbal, una gracieta, una metedura de pata achacable a las burbujillas del champán o al hormigueo de otras bebidas espirituosas tras una francachela mediática con copichuela incluida, y no seré yo, desde luego, que también tengo la lengua muy larga y nunca digo que no a un vaso de buen vino, quien me llame a escándalo por ello ni me convierta para la ocasión en beguina tacañona del Un, dos, tres, responda otra vez, pero las borracheras de las personas privadas pueden hacerse públicas sin desdoro del borracho -recuérdese al sublime Arrabal en mi más célebre y celebrado programa de televisión- mientras que las pítimas de los personajes públicos, y usted, ministra, por su cargo lo es, no deben salir, por el bien de todos, de la esfera de lo privado. El mundo es ansí.

¡Menudo resacón, imagino, el que tuvo usted al día siguiente, cuando vio la portada de este periódico y menuda bronca la que Rubalcaba o el mismísimo Zapatero le habrán echado! Y no es para menos, porque menudo lío, también, el que a partir de sus irreflexivas declaraciones se ha organizado. Es de suponer que ni a sus colegas en el Gobierno ni a los correligionarios de su partido les habrá hecho mucha gracia la posibilidad de perder un porrón de votos en Andalucía, Valencia y Madrid, mayormente, pero también en otros sitios, ahora que se acercan unas elecciones en las que, por no ser generales, sino autonómicas y municipales, los ciudadanos pueden permitirse el lujo de cargar la suerte sobre cuestiones que les parezcan de menor trapío. Sucederá eso, además, allá por mayo, que es cuando se celebra, verbigracia, la Feria de San Isidro. Seguro que Gallardón y Esperanza Aguirre están ahora frotándose las manos a mayor gloria de su incontinencia verbal -la suya de usted, ministra- mientras los señores Simancas y Miguel Qué se las retuercen, nerviosos, y disimulan el rechinar de sus dientes apretando las mandíbulas.

No hay, sin embargo, mal que por bien no venga, y Dios sabe que no lo digo por los dientes ni por las manos de los dos caballeros en cuestión, contra los que nada personal tengo, sino por la venturosa (para mí) posibilidad de que el partido en el que usted milita pierda o no recupere el control de un puñado de alcaldías y gobiernos autonómicos y dejé así de acogotarnos, de asfixiarnos, de poner plomo en las alas de nuestra libertad, de abusar de los poderes que les han sido otorgados por los sucesos de Atocha, de meterse donde no le llaman y de mordisquear y desgarrar la incesante tela de Penélope de nuestros sacrosantos usos y costumbres.

Porque ése es el verdadero problema, ministra, que el chascarrillo sobre los toros esconde. ¿Son ustedes, los socialistas, déspotas donde los haya, conscientes del deterioro que infligen, cuando gobiernan, a la identidad, a la vida cotidiana, a la intrahistoria, que diría Unamuno, del país en el que todos los españoles, hasta hace poco tiempo, creíamos haber nacido? ¿Se dan cuenta de hasta qué punto, disfrazándose como lo hacen los paletos y los nuevos ricos con los ropajes fascistoides de la corrección política y dando por buenas todas y cada una de las cursiladas que la modernidad, oh, nos propone, atentan contra lo que fuimos, lo que somos, lo que seremos y lo que podríamos ser?

Es, ministra, la conjura de los necios. Empezó Felipe, y ya no han parado. Fue entonces, durante el felipismo, cuando se obligó a pasteurizar la horchata convirtiéndola en un jarabe jabonoso, cuando se prohibió la tradicional matanza del cerdo en algunos lugares de Cataluña y se puso coto a la no menos tradicional elaboración de embutidos caseros, cuando se enviaron piquetes de la Guardia Civil a las casas de quienes destilaban orujos en alambiques artesanales, cuando se declaró ilegal -lo que ya es el colmo- la mayonesa que llevase huevo... ¡Pero señores míos! Vaya usted, ministra, al diccionario, busque esa palabra -mayonesa- y descubra, con estupor, que la misma es una «salsa espesa que se hace con yemas de huevo y aceite crudo» y que, por lo tanto, si no lleva huevos, deja de ser mayonesa.

¡Y ahora se nos descuelga usted con la opinión -y quizá, pronto, prohibición- de que los toros de lidia, en vez de morir noblemente en la plaza, lo hagan como vulgares bueyes sin atributos en el lager de los mataderos!

¡Oreja y vuelta al ruedo, señora! Seguimos, como se ve, en lo testicular. La próxima medida, consciente soy de que estoy dando ideas, podría consistir, abundando en lo de la mayonesa y la emasculación del toro bravo, en amputar por las buenas o por las malas lo que los varones, tanto los heterosexuales como los que no lo son, aún llevamos entre los muslos.

No me gusta ser grosero. Perdóneme el chiste, ministra, pero los chuscos casos citados no son gratuitos, ni anecdóticos ni casuales, sino que responden a una estrategia tan totalitaria como astuta que se disfraza de cordero buenista y multiculturalista: la de destruir poco a poco, sin que nadie, a ser posible, se percate de ello, nada menos que la idea de España. Pero tengan ustedes, los socialistas y sus adláteres, cuidado, porque no son invisibles, por más que escondan la mano y sonría Zapatero, ni todos los españoles son tan tontos como creen. Antes o después se les verá el plumero, reaccionará la gente y muchos, entre sus propios seguidores y votantes, les saldrán ranas.

A idéntico propósito -el de extirpar la idea de España- responde la ridiculización de los belenes, la defenestración de los símbolos religiosos, la transformación de los villancicos en bailables de rock duro, la grotesca deconstrucción de la tortilla de patatas (sépanlo o no Ferrán Adriá, sus pinches y sus compinches), la multa impuesta a un horchatero -¡vaya por Dios!- de Barcelona por llamar frutos secos a lo que frutos secos son, quiéralo o no el cordobés Montilla, y otras lindezas semejantes. Las hay a cientos. Rara es la mañana en la que no nos desayunamos con alguna. La última, también del pasado jueves, fue el notición de que los progres italianos habían puesto y compuesto no sé dónde un nacimiento gay dedicado a Zapatero. No he visto las fotos. Mejor así. ¿Serán reinas o reinonas los Reyes Magos? ¿Mirarán los pastores con ojos golositos al Niño que está en la cuna? ¿Qué diantre asomará por las nalgas de la tradicional figura del cagón?

Perdónenme todos -los cristianos y los homosexuales, cuyas reivindicaciones apoyo y he apoyado siempre- la irreverencia de tales preguntas. A nadie quiero ofender. A nadie. Ni siquiera a los miembros del peor Gobierno que los más ancianos del pueblo en el que vivo recuerdan. Son bromas de Navidad. Aceptémoslas con espíritu jocundo. Pero, dejándonos de ellas, ¿a qué ton viene el nacimiento de marras? Tirémoslo al cubo de la basura, como ha hecho no sé qué profesora progre con un belén de los de toda la vida, y no se hable más. Hay gracias que a nadie hacen gracia.

Y puñetera la que tiene ahora, tras el patinazo de la ministra, aquello que al hacer su primer paseíllo gubernamental dijo un buen aficionado, Alfonso Guerra, cuya presencia, tras ver lo que estoy viendo y oír lo que estoy oyendo, añoro y cuya ausencia me aflige. Seguro que el lector sabe a qué me refiero. Aseguró aquel hombre, al que hoy tengo por amigo, que a España, después de la llegada de los socialistas a La Moncloa, no iba a conocerla ni la madre que la parió. A mí, ya ven qué cosas, me gustó conocer y reconocer a mi madre, que en gloria esté, hasta el último minuto del último día de su vida. Pero Alfonso Guerra, profeta sin saberlo en una patria que ya, para muchos, no existe, tenía, por desgracia, razón. ¿Recuperaremos ésta algún día?

Fernando Sánchez Dragó, escritor, director del programa de Telemadrid Las noches blancas y autor de Muertes Paralelas.