Muerte o democracia en Venezuela

Las instituciones democráticas de Venezuela están en ruinas, sus arcas vacías, y sus ciudadanos buscan comida en la basura. Los venezolanos se mueren de hambre, de enfermedades evitables y curables (a tasas mucho más altas que el promedio latinoamericano) y por hechos de violencia, en algunos casos, baleados por su propio gobierno.

Más de tres cuartas partes de los 31 millones de habitantes de Venezuela quieren liberarse de la férula de sus gobernantes, un grupúsculo de no más de 150 figuras cuasimafiosas (en su mayoría militares) que secuestraron la democracia venezolana, saquearon el país,  y generaron una devastadora crisis humanitaria. El régimen, fundado por Hugo Chávez y hoy liderado en su decimoctavo año por el presidente Nicolás Maduro, prefiere mantener todo un país secuestrado antes que perder el poder y ser enjuiciado por la Corte Penal Internacional por crímenes de lesa humanidad. ¿Cuánto más podrá mantenerse en el poder?

Hace tiempo que los venezolanos buscan activamente un cambio de gobierno. En la elección parlamentaria de diciembre de 2015, dos de cada tres votantes dieron su apoyo a la oposición democrática. Eso tendría que haber permitido ir relajando el férreo control del Estado por el régimen y restablecer la independencia y separación de los poderes públicos prevista por la constitución que el mismo Chávez redactó.

Pero el régimen procedió a debilitar sistemáticamente la Asamblea Nacional, mediante fallos de un Tribunal Supremo que antes llenó de incondicionales usando la legislatura saliente. A fines de marzo pasado, el Tribunal Supremo dio un paso más y se arrogó todos los poderes de la Asamblea, en una medida tan flagrantemente ilegal que hasta la fiscal general, la chavista Luisa Ortega Díaz, la denunció como una “ruptura del orden constitucional”.

Tras la medida, los enardecidos venezolanos llevaron su oposición a las calles. El 1 de abril comenzó una serie de protestas casi diarias en demanda de otra elección general, pese al peligro mortal que supone cualquier expresión pública de protesta. Desde el inicio de las manifestaciones de protesta las fuerzas de seguridad del régimen han asesinado a 85 manifestantes e infligido heridas a más de un millar, en ataques  que incluyen el lanzamiento de cartuchos de gas lacrimógeno a las multitudes y disparos de perdigones y armas de fuego al pecho a corta distancia. A más de 3000 manifestantes se les iniciaron procedimientos penales por el solo hecho de ejercer sus derechos democráticos.

Arrinconada, la camarilla gobernante se ha tornado desafiante. Hace poco Maduro anunció que si el régimen no puede conseguir los votos necesarios para conservar el poder, apelará a las armas. Al mismo tiempo, Maduro está tomando medidas políticas más extremas para proteger al régimen: acaba de convocar por decreto presidencial (en vez de referendo, como manda la constitución) a la elección, el 30 de julio, de una asamblea constituyente que deberá redactar una nueva constitución “comunal”.

Las manifestaciones, en esencia, se han convertido en una rebelión popular, y los venezolanos piden a las fuerzas armadas la destitución del régimen gobernante. Ortega, por su parte, pidió al Tribunal Supremo que anule el intento del régimen de reformar la constitución, pero el tribunal declaró tal petición “inadmisible”.

Los venezolanos se dan cuenta de que representantes designados por el régimen podrían aprobar una constitución marxista‑leninista que complete la transformación de Venezuela en una segunda Cuba en menos de un mes. ¿Seguirá el resto del mundo de brazos cruzados?

Luis Almagro, secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), ha denunciado a los estados miembros las graves violaciones constitucionales y de derechos humanos del régimen venezolano. En la Asamblea General del mes pasado de la OEA, celebrada en México, catorce países (Argentina, Brasil, Bahamas, Canadá, Chile, Colombia, Guyana, Jamaica, México, Estados Unidos, Perú, Santa Lucía, Uruguay y Paraguay) presentaron un borrador de resolución para iniciar un diálogo con el régimen venezolano, pero la propuesta no prosperó.

El diálogo se hubiera centrado en conducir al régimen venezolano a cumplir con los compromisos obtenidos el año pasado con la mediación del Vaticano, entre ellos el llamado a elecciones libres e imparciales este año, la liberación de presos políticos, la restauración de los poderes constitucionales de la Asamblea Nacional y la aceptación de ayuda humanitaria. Pero aunque veinte estados miembros de la OEA apoyaron la resolución, otros diez no lo hicieron porque dependen del petróleo y la ayuda financiera de Venezuela, con lo que faltaron tres votos para alcanzar la mayoría de dos tercios necesaria para su aprobación.

Envalentonado por lo que vio  como una victoria, el régimen venezolano incrementó la violencia contra los manifestantes y organizó una parodia de golpe de estado contra sí mismo. Durante el reciente asedio al Palacio Legislativo, un oficial de la Guardia Nacional atacó a Julio Borges, presidente de la Asamblea Nacional, la única institución del estado que goza de una legitimidad indiscutible. El régimen también acaba de designar una vicefiscal general más dócil para que reemplace a Ortega, a quien le congelaron las cuentas bancarias y prohibieron salir del país.

La oposición respondió con la organización, por medio de la Asamblea Nacional, de un referendo oficial basado en los artículos 333 y 350 de la constitución. Los venezolanos podrán así hacer oír su voz en relación con el plan de Maduro de reformar la constitución y enfatizar de nuevo el pedido opositor de nuevas elecciones, restauración plena de la independencia y separación de los poderes públicos, y formación de un gobierno de unidad nacional. La votación tendrá lugar el 16 de julio en todas las iglesias de Venezuela y con la presencia de observadores internacionales.

Habiendo perdido toda legitimidad, el régimen cleptocrático y asesino de Venezuela pende de un hilo. Algunos estados miembros de la OEA ya impusieron sanciones selectivas a funcionarios relacionados con la agresiva facción narcotraficante del régimen, un subgrupo responsable de asesinatos de jóvenes en las calles y de la tortura a unos 300 presos políticos. (La Unión Europea todavía no se ha sumado a estas sanciones.)

Con su rechazo a una transición democrática, el régimen no hace más que prolongar su propia agonía y aumentar el costo para Venezuela. Pese a la negativa de la camarilla gobernante a negociar, en el contexto actual un acuerdo ofrecido a través de la OEA o en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas sería difícil de rechazar.

El acuerdo exigiría una elección general inmediata y la anulación de la asamblea constituyente, y podría implementarse con relativa prontitud y facilidad, según la constitución vigente. De resultar exitoso, fortalecería también la confianza y la cooperación internacional, y, mucho más importante, significaría devolverle su país a los millones de venezolanos que sufren y son oprimidos por este  régimen criminal.

Enrique ter Horst, former Special Representative of the UN Secretary-General in El Salvador and Haiti, was UN Deputy High Commissioner for Human Rights.

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