Muertes bajo la alfombra

Cada año mueren en España más personas como consecuencia del suicidio que derivadas de los accidentes de tráfico. Existe el tópico de pensar que el suicidio es una cosa de países de mucha niebla, frío y poco sol, pero en España, donde abundan las moscas y el calor, cada día unas diez personas superan la barrera del instinto de conservación y deciden quitarse la vida, lo que Jardiel Poncela llamaba «tomar el coche fúnebre en marcha». Quizá sean más de diez al día, porque algunos de los accidentes de tráfico y determinados accidentes laborales, que se antojan inexplicables, puede que no resulten tan misteriosos y sean producto de un acto de renuncia vital.

A los novelistas nos atrae la reflexión sobre el suicidio, por su aspecto trágico y por su indudable enigma que, pese a los avances de la psiquiatría, sigue conservando, porque no todo se puede resolver a través de la depresión y la maniaco-melancolía.

Recuerdo que el escritor y ensayista Alfredo Marqueríe, que colaboró muchos años en ABC, me sorprendió en una crónica narrando que un primo suyo, que estaba asistiendo a los cursos de las milicias universitarias, en La Granja, un día de julio regresó de permiso de fin de semana a Madrid, y dijo: «Hace un calor que no hay quien lo aguante». A continuación, desenfundó la pistola y se pegó un tiro en la cabeza. Resulta de una brutalidad estremecedora. No es como el suicidio de Virginia Woolf, que se mete en los bolsillos del abrigo piedras, y se adentra en el río Ouses, cerca del Canal de la Mancha, en el Condado de Sussex. O como Alfonsina Storni, que dicen que se adentró en el mar, poco a poco, aunque la realidad es que se tiró de la escollera del Club Argentino de Mujeres, parece que abrazada por la tristeza de que su amante y también escritor, Horacio Quiroga, se quitara la vida en un hospital de Buenos Aires, ingiriendo un vaso de cianuro, después de saber que tenía un cáncer de próstata. Esto de la bebida es frecuente, pero Jerzy Kosinsk eligió mejor y se preparó un cubata con un buen ron y una selección de barbitúricos, que me imagino que tendría un sabor menos áspero que el cianuro a secas. Para evitar que alguien creyera que se había tomado los barbitúricos debido a una confusión dejó escrita una nota en la que decía: «Me he ido a dormir un rato mayor de lo habitual», observación que no admite réplica.

No se crea que los escritores se matan con más entusiasmo que las personas que se dedican a otras actividades, sino que su notoriedad se asocia al término que eligieron, de tal manera que es difícil separar el nombre de Hemingway de aquella noticia que apareció en todo el mundo, después de que se pegara un tiro con una escopeta en la casa que, dos años antes, había comprado en Idaho. Y algunos, como Stefan Zweig, se rodean de un halo romántico. Zweig, que procedía de una acomodada familia judía y que había conocido el éxito muy temprano, vivió en París, en Londres y en Argentina, y encontró el paraíso en Brasil, no porque lo afirme yo, sino porque dejó escrito que si existía el paraíso en la Tierra, tenía que estar en Brasil. Bueno, pues un día de 1941 su esposa y él decidieron quitarse la vida, tras convencerse de que el nazismo se extendería por todo el mundo.

Claro que no siempre los motivos de «irse a dormir un rato más largo» son la desesperación, la tristeza, la decepción o el anuncio de una enfermedad. En ocasiones aparecen razones tan prosaicas como las deudas, o la escasez de dinero. Emilio Salgari se mató de una forma brutal, hundiéndose un cuchillo en el vientre, a la manera japonesa, el harakiri, que eso significa harakiri, «corte del vientre». Antes, dejó una carta a sus editores donde les acusaba de haberle mantenido en la miseria, de haberse enriquecido con lo que él había escrito, por lo que rogaba que, al menos, se hicieran cargo de los gastos de sus funerales. Estas venganzas son bastante frecuentes y me estremecen por lo que tienen de un sentimiento de agravio tan hondo que va más allá de la muerte.

Recuerdo un programa que presenté en Cope, hace ya muchos años, y que se emitía a partir de la medianoche. Casi todos los meses llamaba una persona que anunciaba que se quería suicidar. Yo lo atendía, la mayoría de las veces fuera de antena, y no me enfrentaba a su decisión, sino que, al contrario, le comunicaba que respetaba su idea, que seguramente tenía motivos que yo ignoraba, pero… y aquí venía la disuasión, le pedía que, puesto que era una decisión irreversible, y la noche es una consejera bastante triste, esperara al día siguiente, y que, si en efecto su decisión persistía, llevara a cabo lo que se proponía.

Está claro que la inmensa mayoría de las llamadas eran una petición de atención, una llamada de socorro por parte de alguien que se siente ignorado, pero hasta hace poco he conservado un par de cartas de agradecimiento donde se colige que había algo más profundo y más meditado.

Sé que la depresión va a ser la enfermedad de este siglo, pero el cerebro no es una ecuación, no es un proceso empírico donde con los mismos ingredientes el resultado sea siempre idéntico. Somos un saco enorme de variables y no hay una persona que sea igual a otra. Si eso sucede con las enfermedades fisiológicas, qué no sucederá con los trastornos mentales. Por eso, a los novelistas nos seduce acercarnos a esa incógnita donde saltan todos los sellos de seguridad, todas las precauciones que la especie ha colocado en nuestros instintos. Y a algunas personas eso les puede consolar. Una de ellas fue Cioran. La obra de Cioran va del pesimismo a la desesperación, sin lugar alguno para que se vea una luz. Pero Cioran confiesa que el día que descubrió que existía el suicidio supuso un enorme alivio para su mente y, sobre todo, para su angustia. La vida no era un cuarto cerrado, una habitación de la que no se podía escapar, sino que tenía una última puerta, una salida, aunque eso suponía no volver jamás a la habitación. El racionalista que escribió «la razón es una puta que sobrevive mediante la simulación, la versatilidad y la desvergüenza», murió como la inmensa mayoría. Pero cada día, sólo en este pequeño país, hay más de diez personas que se suicidan. Nadie habla de ellas. Son algo así como los muertos escondidos bajo la alfombra del disimulo.

Luis del Val, escritor.

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