Muertes novísimas

Antes de ser novísimo, Antonio Martínez Sarrión, el excelente poeta que acaba de fallecer, les tomó el pelo a varios de quienes pocos años después, en 1970, serían sus compañeros de antología. Sarrión, encuadrado por Josep Maria Castellet entre los séniors, había conocido en Madrid a dos estudiantes copartícipes de la rama juvenil de aquel Nueve novísimos, extravagantemente bautizada por Castellet como la coqueluche y distinguida por su culteranismo no siempre bien reposado, sus ansias libertarias o libertinas al menos y, como filia más extrema, la cinefilia. De hecho, los nueve poetas, no tan venecianos como se dijo que eran, estaban ligados, en una mayoría de siete a dos, por su amor al séptimo arte, amor fou en algunos casos, que Sarrión, en un soneto suyo anónimo en las páginas de Film Ideal, ridiculizaba desde la primera estrofa: “Soy cahierista yo, soy cahierista. / Amo tremendamente una manzana / que Dandridge lanzaba con desgana / en un film de Otto Preminger, realista”, siguiendo su monólogo en broma con el amatista de Stanley Donen, el grana de Minelli y, en los tercetos finales, con otros excesos novísimos: “Metafísica pura de miradas, / puesta en escena, ritmo delirante, / son términos que uso con frecuencia. / Adoro aquellas décadas doradas / del cine americano, antipedante; / lo demás se me antoja impertinencia”.

Muertes novísimasFilm Ideal era desde mediados de los años 1960 el trasunto de la revista francesa Cahiers du cinéma (la de Godard y Bazin, la de Rohmer y Truffaut), y la Dandridge del poema satírico la protagonista negra del musical Carmen Jones de Preminger, director muy adorado entonces por cahieristas oriundos y filmidealistas adheridos. El Cahiers francés procreaba cineastas, mientras Film Ideal, que publicó ese soneto burlesco del outsider Sarrión, albergaba en régimen de colaboradores habituales a poetas estables y transeúntes, en un conglomerado también ideológico que comprendía al falangista culto y algo desengañado del yugo y las flechas Marcelo Arroita-Jaúregui, el socialista de carnet Miguel Rubio, el coronel togado progresista Miguel Sáenz, hoy, además de muy notable traductor, académico de la Lengua, o Juan Cobos, colaborador directo de Orson Welles. Todos, ellos y nosotros, los críticos más jóvenes, bajo el mando editorial de Félix Martialay, periodista y militar de gustos hollywoodienses más bien confederados, que acabaría siendo director del diario de extrema derecha franquista El Alcázar.

La incursión catalana en Film Ideal, que ya contaba entre sus mejores firmas con la del barcelonés José Luis Guarner, fue un desembarco de dos estrategas de gran talento, Pedro Gimferrer y Ramón Moix, quienes, amando el cine de autor del mismo modo pasional que los demás filmidealistas, añadían a la trama de sus artículos la referencia y cita de la mejor poesía contemporánea, la voz melódica y el esmalte de la ópera romántica, el conocimiento de la moderna novela anglosajona. Da gusto hoy releer los ensayos largos y las reseñas que entonces escribían en Film Ideal un poeta como Gimferrer ya reconocido (Arde el mar es de 1965), y el novelista en ciernes Ramón (Terenci) Moix. Ambos cambiaron sus nombres, pero nunca la exaltada consideración del cine como una de las bellas artes. Sus textos sobre películas y directores amados son de una agudeza y una calidad literaria comparables a los que en sus lenguas escribieron por ejemplo Colette, Graham Greene, Alberto Moravia, James Agee o Cabrera Infante, y están, si no me equivoco, sin recoger en libro, aunque tanto Moix como Pere Gimferrer dieron a la imprenta reflexiones, memorias e historias del cine. Y aunque ella no publicó (que yo sepa) artículos cinematográficos, Ana María, la hermana menor de Terenci, mostraba en sus cartas una sensibilidad, no exenta de delirio, y unos gustos de espectadora que hacen compañía elocuente a sus poemas y relatos. Sus amables pero empecinadas discrepancias fílmicas con Rosa Chacel (sobre Godard especialmente) recogidas en el estupendo epistolario De mar a mar recuerdan que los Novísimos nacieron respetando a la generación del 27 en buena medida por la cinefilia de tantos de sus escritores: Lorca, Ayala, Benjamín Jarnés, la citada Chacel, Alberti, Zambrano, Aleixandre hasta el final de su vida.

La noche de la muerte de Martínez Sarrión, un hombre que se dejó literalmente la vista en los libros, recordé taciturno que aquel amigo querido que iba a ser la ceniza de su provechosa vida y su substancial obra de poeta y memorialista salió a relucir días antes en un congreso Novísimo celebrado en Astorga, no habiendo él podido viajar ni leer en público. Más de una sombra sobrevoló la sala del Teatro Gullón de la ciudad maragata donde se celebraban las sesiones, o quizá fue solo una alucinación mía. Sombras de la memoria y asimismo del cine, que es en su esencia un arte hecho de luces y sombras. Los Panero, que dan allí nombre a una calle, a una casa, a instituciones y a buenas iniciativas municipales, permanecen hoy en sus libros pero también de manera tan fantasmática como llamativa en esa pantalla pequeña o grande donde seguimos viéndoles (a la madre Felicidad Blanc, al hijo mayor Juan Luis y al pequeño Michi) como actores seguros de su papel en El desencanto, de Jaime Chávarri. Los demás personajes de la película, muertos y vivos, cruzan o se les nombra, llenando sin embargo con su ausencia los dos leopoldos, el padre y el hijo intermedio, una Astorga que nunca les vemos pisar. Aun así se convierten ambos en la cara y la cruz del retrato familiar; el padre, muerto prematuramente, en tanto que fundador de la estirpe, Leopoldo Mª como protagonista real y antagonista de los demás paneros, tan espadachines como él pero menos certeros.

Aunque en la fase final del rodaje de Chávarri, en septiembre de 1975, ya había navegado por mares de locura, Leopoldo Mª, el poeta amigo que más admiré de todos los Novísimos mientras tuvo cordura en su escritura, sobresale en la película por la inteligencia y el vigor inflexible de sus estocadas. No congeniando, Sarrión y Leopoldo Mª eran ambos producto del surrealismo, Antonio del más puro, Leopoldo Mª del más esquinado y proscrito, el de Artaud y Crevel. Es un gran acierto de construcción dramática hacer salir por primera vez a Leopoldo Mª, el menos cinéfilo de los Nueve novísimos, ya avanzado el film y caminando él como un zombi entre tumbas, que pueden dar idea de que son las de sus antepasados astorganos, cuando en realidad, y por ahorro, el plano está filmado en Loeches, el pueblo madrileño. Sarrión, que habla muy bien de la película en Jazz y días de lluvia, el tomo III de sus memorias, grabó su voz, sin contraplano de imagen, en una escena de diálogo tabernario que el montaje definitivo convirtió en un monólogo de Leopoldo Mª. Otro trampantojo poético que el cine admite, con y sin cahierismos.

La mañana después del congreso quise visitar los lugares sagrados de los Panero. En la casa familiar, que se ha restaurado pero está aún cerrada, emerge en el jardín, visto desde la verja, la estatua de Leopoldo padre como un tótem que ninguna invectiva filial ha logrado hacer tabú. A pocos metros está la catedral, una de las más bellas de España, el palacio arzobispal de Gaudí, aquí medievalista antes que modernista, y en un corto paseo, el cementerio, donde se hallan las tumbas de tres generaciones de paneros. De la última quedan las cenizas de Michi, que pasó sus días finales de vida pedigüeña en Astorga, y una porción repartida de las de Leopoldo Mª, como si nunca este díscolo pudiera darse entero entre sus consanguíneos. Felicidad Blanc tuvo su propio entierro en el Norte, y tampoco está el mayor, que reposa de su trashumancia en Cataluña, donde vive su viuda. Ellos son, como lo dicen abiertamente a cámara en El desencanto, los últimos en llevar y trasmitir su apellido paterno.

Vicente Molina Foix es escritor.

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