Múgica, desde la otra orilla

Solía Contar Nicolás Redondo Urbieta cómo, a mediados de los años 60, cruzó a Francia una noche, atravesando un vado del Bidasoa, para mantener una reunión con miembros de la dirección del PSOE en el exterior. Le acompañaba un joven abogado donostiarra, recién incorporado a su partido. Aquel chico, que ya había conocido la cárcel pero no el paso clandestino de la muga, se descalzó antes de entrar en el río, cuyo caudal venía bajo por el estiaje. Al llegar a la orilla francesa le sangraban las plantas de los pies, destrozadas por las piedras del lecho fluvial. Nicolás, que, cinco años mayor y con algo más de experiencia en aquellas lides, no se había quitado las alpargatas y se mantenía incólume, tuvo que cargar con él a cuestas hasta el lugar de la cita.

El joven abogado era, claro está, Enrique Múgica Herzog. La anécdota me parece que refleja un rasgo fundamental del carácter de Enrique Múgica: su pasión por atravesar marcos impuestos, costase lo que costase. En otras palabras, su decisión empecinada de no dejarse encerrar en los límites estrechos de dogmas y sectarismos. Toda su vida fue exactamente lo que puso como título a sus memorias: un itinerario hacia la libertad. A lo largo de ese trayecto tuvo que superar puertos y fronteras que muchos consideraban infranqueables. En uno de esos pasos nos encontramos, como en una borda del Pirineo, viniendo en direcciones opuestas, y allí comenzamos a forjar nuestra amistad.

Como he escrito alguna vez, Enrique Múgica, al igual que su hermano Fernando (que ETA asesinó en 1996) y que otros socialistas vascos como Fernando Buesa (también víctima de la misma banda), Nicolás Redondo Urbieta y el hijo de este, Nicolás Redondo Terreros, formaba parte de una línea política que, dentro de su partido, iba a sufrir la feroz oposición de quienes preferían hacer las paces con el terrorismo. No es ningún secreto que Enrique tuvo más afinidad en este aspecto conmigo que con los que después consiguieron imponer la claudicación ante ETA y la consiguiente política de apaciguamiento como línea oficial del PSOE y, lo que es peor, del Gobierno de España bajo la presidencia de José Luis Rodríguez Zapatero.

Al disentir firme y hasta agriamente de esta deriva de su partido, que juzgaba no sólo equivocada sino catastrófica, Enrique Múgica no hacía alarde alguno de intolerancia ni de resentimiento. Por el contrario, trataba de persistir en una orientación del socialismo muy característica de la historia vasca de su partido y que se había adelantado en muchos años al giro socialdemócrata que apuntaría en el congreso de Suresnes: la del socialismo "a fuer de liberal" que habrían preconizado, desde comienzos del pasado siglo, algunos dirigentes socialistas de Bilbao, Eibar y San Sebastián. Enrique sabía que el acercamiento a ETA no sólo iba a destruir lo que quedaba en el PSOE de aquella tradición antañona, que sobrevivía ya sólo en algunos socialistas "de añada" como él mismo, sino que iba a ser letal, no sólo para el socialismo vasco, que ha quedado desde entonces convertido en una organización ancilar del PNV y de los herederos políticos del terrorismo abertzale, sino para el socialismo español en su conjunto, que se apartó definitivamente de lo que en otro tiempo se dio en llamar, quizá con algo de ingenuidad bienintencionada, la izquierda liberal.

Desde la culminación de aquel "proceso de paz", el PSOE no ha dejado de deslizarse, cada vez más desenfrenadamente, hacia el populismo al modo venezolano, y uno comprende la tristeza de los veteranos luchadores como Múgica y Redondo Urbieta al ver desmoronarse la obra de su vida a manos de un puñado de advenedizos, demagogos y logreros. No es una tristeza muy distinta de la de otros que hicieron la Transición desde posiciones políticas diferentes, pero sin duda la suya incluye un ingrediente de amargura muy particular.

Conocí a Enrique Múgica en la sede de la Fundación Justicia y Libertad que había creado uno de los grandes renovadores de la derecha española, Félix Pastor Ridruejo, fundador junto a Fraga de Alianza Popular. Allí, en el piso de la calle Viriato, me presentaron a Enrique, y desde el primer momento simpatizamos, a pesar de la diferencia, no sólo de ideas, sino también de edad y de experiencias, pues yo era un político bisoño y él uno de los protagonistas del cambio democrático.

En mayo de 2000, al comienzo de mi segunda legislatura como presidente de Gobierno, lo propuse al Congreso como candidato al puesto de defensor del Pueblo y vi, con gran satisfacción por mi parte, que la oposición aceptaba mi propuesta sin poner mayor reparo, pues la idoneidad de Enrique para dicha función resultaba evidente. Una de las últimas iniciativas tomadas en el desempeño de ese cargo, donde demostró su independencia de criterio y su compromiso absoluto con las libertades comunes de los españoles, fue la presentación del recurso de inconstitucionalidad contra el proyecto de Estatuto de Cataluña en 2008.

Ya en 1997, yo lo había nombrado presidente de la Comisión de Investigación de las Transacciones de oro procedente del III Reich. En su informe final sobre el comercio exterior durante la Segunda Guerra Mundial, las transacciones en oro y la liquidación de los valores alemanes en nuestro país, la Comisión dejó claro que no hubo responsabilidad criminal alguna ni mala fe por parte española. ¿Recurrí a Múgica por su condición de judío?

Obviamente, estaba claro que tanto por parte de las organizaciones judías españolas e internacionales como por la del Estado de Israel, la persona de Enrique no iba a suscitar objeciones, pero pesó más en mi ánimo la certeza de su conocimiento del asunto que se trataba de dilucidar, superior al de los demás políticos españoles del momento, tanto de izquierda como de derecha, y mi confianza total en que la lealtad de Enrique al judaísmo de sus mayores jamás entraría en contradicción con su patriotismo español.

Y es que Enrique Múgica era un crisol muy logrado de pertenencias y lealtades que nunca se excluyeron entre sí, y que él integró de modo muy armónico y, sobre todo, poderosamente atractivo y enriquecedor para quienes lo tratamos de cerca, porque en él se fundían lo vasco, lo judío y lo español de una forma que sorprendía a los que pensaban que tales identidades eran mutuamente incompatibles. En Enrique Múgica se daba cita lo mejor de cada una de ellas.

Hace unos meses lo visité en su casa, donde lo retenía una seria dolencia. Conversamos por última vez cuando, a mediados del actual confinamiento, me llamó para darme el pésame por la muerte de mi madre, y me alegró coincidir con él en el diagnóstico de la situación política y comprobar que seguíamos de acuerdo en lo fundamental, aun discrepando en matices.

Lo echaré, y lo echaremos de menos todos los que seguimos creyendo en el espíritu de concordia que hizo posible la Transición.

José María Aznar, expresidente del Gobierno español.

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