Mujeres de Corinto…

Se legisla, no para mujeres u hombres. Ni siquiera para ambos. Mujeres y hombres existen en lo privado: que ha de ser defendido como espacio sagrado, previo y exento al Estado. Las leyes regulan las combinatorias entre dos históricas abstracciones: Estado y ciudadano. Y, sobre ellas, aplican una red codificada de normas destinadas a frenar su destrucción mutua. Sin su coherencia, vivir en sociedad sería imposible. No hay leyes para varón o hembra. Las normas que codifica una constitución buscan delinear sujetos hábiles para el juego que el Estado arbitra. Porque, a la variopinta diversidad de los individuos, debe el Estado sobreponer la cuadrícula de un idéntico ajustarse a reglas.

No hay mujeres ni hay hombres, así, ante un Estado que se sepa garantista: hay ciudadanos, a quienes una convención llamada ley garantiza ser tratados como iguales.

Aunque nunca, en la realidad, lo sean. Pero no hará falta insistir, a estas alturas del viaje, en el axioma que pone fundamento matemático a aquello a la que los griegos llamaron filosofía: «Lo igual se dice de lo distinto». Sólo entre los distintos pueden acordarse igualdades. Y legislarlas. No es la igualdad un rasgo entre individuos. Hay igualdad en la codificación de convenciones que los enlazan mediante la lógica de un artificio necesario: la ley.

Legislar lo que ser mujer sea -y, más aún, envolverlo en la protección a un vulnerable- ha ido haciéndose, entre nosotros, reiterada obsesión rayana en lo maniático. ¿Precaria la condición de las mujeres en la España y la Europa actuales? Precario, seamos serios, lo es, por definición, todo sujeto ciudadano en cualquier sociedad. Precario, porque el mantenimiento de todos sus logros está siempre bajo riesgo. Precario, porque su existencia misma es subsidiaria de algo que configura las limitadas áreas de su potestad: mastodóntica máquina de imponer consenso y codificar convicciones a la que, desde el siglo XVII, llamamos un Estado moderno. Máquina por cuya acerada complejidad de engranajes -materiales como simbólicos, constrictivos como benévolos- no hay ciudadano que pueda estar seguro de no acabar por ser masticado y deglutido.

¿Es más precaria, en nuestras sociedades garantistas, una ciudadana que un ciudadano? Allá donde así fuere, no podremos hablar de que existe ciudadanía: ese artilugio que la Europa del último tercio del siglo XVIII comenzó a ver nacer tras el derrumbe de las justicias estamentarias, ante las cuales jueces distintos juzgaban con distintas leyes y sentenciaban con distintas condenas a justiciados de distinta categoría. Cualquier retorno hoy a tal tipo de distinciones (entre hombres y mujeres, ahora), cualquier aplicación estamentaria de una ley que distinga entre sí a los ciudadanos para aplicarles penas o privilegios diferenciados, debería de preocupar, más que a nadie, aquella fracción que fuera designada como objeto de su protección. Porque todo lo que protege despotencia: transforma en reliquia en riesgo de extinción a aquello a lo que dice preservar. Y erige sobre ese objeto una tutela que esteriliza aún más que las hostilidades de antaño. Los ciudadanos de sexo femenino (sexo, no género, que es algo que sólo atañe a las palabras), cuya tutela se arroga el Estado, quedan así emparedados en una esterilizadora minoría de edad, moral como política. Es la ruina de lo que fuera gran tarea de dos siglos: alzar la igualdad jurídica sin distinción de individuo. Todo se cifra en un postulado que debiera resultarnos elemental: ante el Estado, no hay mujeres ni hombres; hay ciudadanos, cuyo sexo es un asunto privado, del cual el Estado debe ser excluido.

La potencia de un sujeto humano busca -y halla- siempre las resquebrajaduras, los intersticios a través de los cuales abrir respiraderos en las asfixia de los blindajes a los cuales el poder político apuesta por someterlo. No sólo los halla en la ley. También -y antes que nada- fuera de lo político se construye la autodeterminación de la potencia propia. No eran, así, ciudadanas las asombrosas mujeres atenienses: su potestad no podía, pues, desplegarse en el juego al cual sus hombres llamaron política. ¿Eran por ello impotentes, sin embargo?

Nadie que haya leído a los grandes trágicos desconoce la respuesta: al ejercer su potencia en otro espacio al acotado por la asamblea, las mujeres de Grecia hacen estallar la más honda experiencia de lo heleno: la comprensión trágica de la condición humana, esa primordial paradoja, sin la cual Occidente no hubiera visto nacer ni la filosofía ni la literatura, que son, en diversos ángulos y perspectivas, su más cruel espejo. No, no es el suyo aquel campo de juego que acotan sus varones en torno a la asamblea normativa. Lo es la irrupción de cuanto escapa a la norma: la paradoja del animal hablante. Y, en esa paradoja, el destellar de lo más intenso -de lo menos codificable- en el vivir de los humanos.

¿Quién, entre los guerreros griegos, despliega una fuerza de combate comparable a la de Medea, mujer y mujer repudiada? «Mujeres de Corinto…» La compañera de Jasón está interpelando a sus iguales. En la ausencia de ley. Para deplorar la árida condición de sus existencias: «… de todo cuanto respira y tiene consciencia,/ nada hay más digno de lástima que nosotras, las mujeres». Eurípides, que escribe esa bella admonición hace 2.500 años, conoce demasiado bien su leyenda como para ceder a compasión. No es la suya una heroína débil; menos aún, vulnerable. Arriesgada, sí. Porque Medea abre el linaje de quienes rompen las reglas a sabiendas de la desdicha que eso habrá de acarrearles. Porque, «si aportas al vulgar ignorante pensamientos nuevos y brillantes, no dirán que eres un sabio, sino un inútil. Y, si el pueblo estima que lo sobrepasas, lo juzgarán una ofensa».

Pocos momentos en la historia de la literatura son tan intensos como la premonición de esa madre cuyo rigor ético exige la muerte de sus hijos: «hijos malditos/ de una madre que no es ya más que odio». No hay ley para Medea. Sólo su fuerza decide su destino. No las normas. ¿Existe acaso otro modo de ser libre?

Gabriel Albiac es filósofo.

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