Mujeres del ISIS, verdades incómodas

Según un informe del Centro Internacional para el Estudio de la Radicalización (ICSR), aproximadamente unas 4.500 mujeres extranjeras viajaron a Siria e Irak para unirse al ISIS. Las historias de aquellas que quieren regresar a sus países de origen han ocupado los titulares de las noticias en las últimas semanas en los medios de comunicación europeos. Entre ellas se encuentran las tres ciudadanas españolas que viajaron a Siria para unirse a sus maridos. La entrevista que realizó este diario resulta perturbadora al revelar una imagen de la mujer que no encaja en las categorías que estamos acostumbrados a manejar, bien sean de corte conservador o progresista. Al observar a estas jóvenes embozadas en un niqab negro es inevitable preguntarse qué ha podido llevarlas a abandonar una vida de comodidad y libertad en Occidente para seguir a un grupo de ideología misógina, que esclavizaba sexualmente a las mujeres, y entregarse a una existencia de reclusión y precariedad en un escenario bélico. Su activismo radical cuestiona creencias profundamente arraigadas en nuestras sociedades, especialmente las relacionadas con la idea de que la violencia es un comportamiento antinatural en la mujer o el convencimiento de que los principios fundamentales del feminismo, la lucha por el respeto y la igualdad de derechos, son universalmente aceptados. También atentan contra el cliché de la pasividad de la mujer en los círculos islamistas. El caso de Yolanda Martínez, criada en un entorno como el madrileño barrio de Salamanca y convertida al islam en edad adulta, pone en tela de juicio la visión convencional de que la militancia violenta es la respuesta a condiciones socioeconómicas intolerables, marginalización cultural u opresión política.

Mujeres del ISIS, verdades incómodasLos medios de comunicación, por su parte, al mostrarlas como víctimas vulnerables, perpetúan estereotipos de género manidos. En este caso, el de la esposa manipulada por su compañero, desconocedora de sus tejemanejes, a la que tal vez han lavado el cerebro. En esta última dirección apunta la hipótesis de la enajenación: estas personas, se argumentará, están desequilibradas y habría que rastrear sus biografías vitales en busca de episodios que corroboren indicios de locura. Todo ello supone infravalorar su determinación y libre albedrío a la hora de optar por alternativas políticas que se adentran en la vía del extremismo, no reconocer que son agentes morales capaces de elegir conscientemente en respuesta a factores varios.

Sin negar la influencia que el medio social y familiar puede tener en la adquisición de sus ideas, y aun cuando adopten formalmente un papel de subordinación frente a los hombres, es un error atribuir este proceso a causas ajenas a su voluntad y asumir que todas ellas son figuras pasivas relegadas a la esfera doméstica. Por el contrario, existe una modalidad específica de activismo en la que, a pesar de los límites establecidos por la tradición, las mujeres desarrollan un “liderazgo subsidiario” dentro de las organizaciones islamistas.

A lo largo de los últimos años he tenido la oportunidad de entrevistar en profundidad a mujeres vinculadas con grupos salafistas del subcontinente indio. Pertenecían a un espectro de formaciones que iban desde movimientos no violentos que deliberadamente rechazaban cualquier militancia política hasta facciones que apoyaban el yihadismo. En todos los casos compartían un código de comportamiento inspirado en las prácticas del islam de los orígenes en la Arabia del siglo VII que conllevaba, entre otros, una estricta segregación por sexos y el consecuente uso del niqab. No eran pocas las que presentaban rasgos de la personalidad propios de un líder o dirigente, incluida la capacidad de tomar decisiones y habilidades para la comunicación y persuasión. Muchas habían cursado estudios superiores y hablaban varias lenguas. Con ingresos económicos elevados, en algunos casos habían vivido durante largos periodos en países occidentales. Obraban desde el convencimiento de que sus funciones no eran iguales a las del hombre, sino complementarias. Educadoras, predicadoras y asesoras en el ámbito de las mujeres, ejercían influencia en su grupo social y reforzaban la ideología prevalente. Algunas incluso iban más lejos y revestían su compromiso de un aura progresista al presentarlo como “feminismo islámico”. Si bien desde una perspectiva normativa estas mujeres ocupaban un papel secundario en la organización, no por ello dejaban de asumir ciertas responsabilidades que les proporcionan un relativo grado de autonomía.

Este tipo de implicación resulta innovador al romper con las interpretaciones conservadoras sobre los estereotipos de género. La segregación permite un modo de participación social que trasciende el rol comúnmente asignado a la mujer y que la relega al ámbito del hogar. Satisface las inquietudes de las más ambiciosas y proporciona la posibilidad de liberarse de ciertas costumbres patriarcales. Incluso aquellas que sí mostraban un mayor grado de subordinación hacia las figuras masculinas, se daba un sentido de empoderamiento arraigado en su función de atender las necesidades de los hijos y esposo, conscientes de ser el sostén de la umma en la esfera privada y en concordancia con la posición que les asignan las organizaciones como transmisoras de valores religiosos e ideológicos.

La identidad desempeñaba un papel importante, tanto a nivel colectivo como individual. Entre los académicos existe el consenso sobre la centralidad de las crisis de identidad en los procesos de radicalización. Desde una vivencia personal, con frecuencia habían atravesado un periodo de incertidumbre o falta de significado de sus vidas. Al adoptar planteamientos más amplios, objetaban la relación del colectivo musulmán con el mundo no islámico.

La incorporación de las mujeres a movimientos yihadistas no es un comportamiento reciente y exclusivo del Estado Islámico. Con anterioridad han participado activamente a través de organizaciones fundamentalistas en los conflictos de Chechenia, Cachemira y Afganistán. Las razones que las empujan a unirse son múltiples. Sin descartar la coacción y la necesidad, por lo general se da una fuerte motivación personal y un firme compromiso político con la causa. Ellas son actrices políticas voluntarias. También ejerce un gran poder de atracción el componente devocional, la realización espiritual, la convicción moral, la certidumbre vivencial. Siguiendo un cálculo racional consistente con la fe, tampoco faltan recompensas en el más allá para el sujeto y los suyos.

En el reverso de estos relatos se encuentran los casos de mujeres árabes que han luchado contra el ISIS, desde la comandante Mariam al Mansouri, la primera piloto de combate de los Emiratos que dirigió el escuadrón que bombardeó al Estado Islámico, hasta las guerrilleras kurdas presentes en Siria.

Asumimos con normalidad la validez universal de principios como la no discriminación de género, las libertades individuales y la protección de la dignidad humana. Damos por hecho su aceptación emancipadora allí donde prevalecen prácticas que nos resultan inaceptables. Es cierto que el movimiento Me Too está alcanzando una magnitud global pero insuficiente. Los ideales progresistas no son necesariamente válidos para todos; existen alternativas controvertidas que reflejan un conflicto de valores en el seno de las sociedades que nos lleva a enfrentarnos a verdades incómodas.

Eva Borreguero es profesora de Ciencia Política en la Universidad Complutense de Madrid.

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