¿Multar al putero?

Un adjetivo malsonante pero con el aval de los académicos. Putero: «Dicho de un hombre: que mantiene relaciones sexuales con prostitutas». Una palabra escogida adrede para abordar aquí el eterno debate en torno a la prostitución después de que Francia haya aprobado, la semana pasada, el castigo a los clientes con multas de 3.000 euros (los reincidentes) y penas de hasta dos meses de cárcel. ¿Pero será acaso la solución al problema?

«No hay prostitución feliz». Lo dijo la diputada socialista Catherine Coutelle durante los interminables debates que han preludiado en el país vecino la adopción de la medida, y probablemente sea esta la única verdad absoluta en cuantas argumentaciones se tejen y destejen en torno al asunto. En paralelo, tras convertir en delito penal la contratación de un servicio, París acaba de estrenar una campaña de choque que señala al usuario con carteles acusadores: «Dans la vie d'une prostituée, seuls ses bourreaux prennent du plaisir». O sea, solo los «verdugos» obtienen placer.

Con este cambio legislativo, en el que ha pesado, y mucho, el juicio por proxenetismo contra el exdirector del Fondo Monetario Internacional (FMI) Dominique Strauss-Kahn, del que salió absuelto, Francia se suma así al modelo de los países nórdicos (Suecia, Finlandia, Noruega e Islandia), que centra los aspectos punitivos en el demandante.

Desde luego, las razones que esgrimen los abolicionistas tienen la solidez del granito. La prostitución, alegan, se basa en gran parte en la trata de seres humanos. No es normal comprar el cuerpo de otra persona, y una sociedad que acepta esa transacción difícilmente podrá construir relaciones igualitarias entre hombres y mujeres. Como sostiene la profesora Ana de Miguel en el ensayo Neoliberalismo sexual. El mito de la libre elección, la conversión de los cuerpos de las mujeres en mercancía es el medio más eficaz para difundir y reforzar la ideología neoliberal. Hasta ahí, argumentos sin mácula. ¿Pero es de verdad factible erradicar el cuarto negocio a nivel mundial en cuanto a ingresos?

Por de pronto, los suecos presumen de que su método les funciona. La policía sostiene que desde 1999, cuando se convirtieron en el primer país del mundo en ilegalizar el pago por sexo, el número de prostitutas se ha reducido a menos de la mitad; es decir, si por entonces se habían contabilizado en 2.500 las meretrices, hoy no pasan del millar (la población en Suecia es apenas de 9,5 millones de habitantes). Otras fuentes, sin embargo, subrayan que esa merma se refiere en realidad a las chicas que ejercen en la calle y no al otro 50%, que trabaja de tapadillo y a puerta cerrada.

En el otro extremo, tampoco han solucionado el problema países como Alemania y Holanda, los regulacionistas, donde las mujeres que hacen la calle pueden pagar impuestos, cotizar y tener una jubilación, pero en condiciones muy duras. Y en el medio, España, donde la prostitución habita en el limbo de la alegalidad y donde el 20% de los hombres confiesa tener sexo de pago, según un reciente estudio elaborado para el Ministerio de Sanidad. No es un porcentaje anodino, por cierto: el negocio mueve aquí 18.000 millones al año.

¿Qué hacer, pues? Si la mayoría de las democracias avanzadas continúan sin resolver el asunto, no vamos a pretender zanjarlo en estas pocas líneas, y en todo caso se echa de menos en el debate la voz de las protagonistas. ¿Las ayudamos multando a sus clientes? ¿O les estamos complicando aún más la puta vida? Los abolicionistas suelen aducir que reglamentar la prostitución implica asumir que esta es una alternativa laboral aceptable para las mujeres pobres. ¿Pero estamos dispuestos a ofrecerles una alternativa? Tal vez en ningún otro fenómeno se cruzan tan dolorosamente las líneas de género y clase social.

Gravitan razones de peso en los dos platillos de la balanza, y tal vez esté ahí la salida, en el posibilismo, en quedarse con lo más razonable de ambas posturas. Primero, en ningún caso, ninguno, criminalizarlas a ellas, a las prostitutas. Y segundo, luchar a muerte contra los proxenetas, las mafias, la clandestinidad y la explotación de menores. A muerte significa a muerte, con recursos y medidas comunitarias, no cada uno por su lado.

Aunque a la alcaldesa Ada Colau se le hayan echado encima, es preferible regular que quedarse de brazos cruzados en este interregno. Regular para mejorar las condiciones de higiene y seguridad en que ejercen. Y escucharlas.

Olga Merino, periodista y escritora.

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