Resulta curioso observar cómo viejas expresiones tenidas por ocurrentes en su momento cobran extraordinaria realidad en otro. Estos días ocurre lo anterior con la conocida sentencia del escritor surrealista francés Paul Eluard. Este dejó escrito para la posteridad algo así como que existen varios mundos, pero que, ni más ni menos, están en éste. La verdad es que siguiendo el debate cruzado que se ha originado con la aceptación a trámite de la querella del Foro Ermua contra el lehendakari por parte del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco parece que el señor Grindel (Paul Eluard era un seudónimo) se estaba adelantando en unos ochenta años a esta 'surrealista' situación que vivimos. Porque cual insuperables maestros cocteleros, ha habido personas que han mezclado dos mundos que sólo pueden situarse próximos en una primera lectura. Y la verdad es que, desde el momento de su gestación, el mundo jurídico es algo bien diverso del político. Política y derecho son dos realidades que funcionan en paralelo una vez que se ha aceptado el Estado de Derecho. Y ésta es la clave fundamental para intentar arrojar algo de luz en este interesado meollo. Las reglas del Estado de Derecho lo son de mínimos, pero mínimos que resultan intangibles. Entre ellas está una, ciertamente clásica, como el principio de separación de poderes que enunciara Montesquieu allá por 1748.
Lo que se ha presentado desde ciertos sectores políticos como un directo atentado contra la separación de poderes (apertura de la fase instructora contra el lehendakari) no resulta sino la manera ordinaria de actuación constitucional de uno de los tres clásicos poderes del Estado, el judicial. Éste, o bajo su otra denominación de Administración de Justicia, tiene la ardua y controvertida función de sujetar a todos (con la excepción del Rey) dentro del marco perfilado por el ordenamiento jurídico. Y precisamente la grandeza de la democracia es que ese 'todos' incluye desde el último de los gobernados hasta el primero de los gobernantes, con la única salvedad con respecto a éstos de su no poco relevante aforamiento especial. Que se acepte a trámite una querella contra un presidente autonómico no deja de ser un ejercicio (inusual, eso sí) de correcto funcionamiento institucional. Y el punto y final de estas reflexiones debería ponerse aquí; sin embargo, y pese a la claridad del enunciado anterior, se impone una serie de necesarias puntualizaciones en defensa de lo señalado.
Primera: la diferencia entre dos planos, a veces contaminados, como el político y el jurídico. El poder judicial es un complejo órgano aplicador del derecho y que sólo ha de conocer y fallar con arreglo a éste. Para este fin se sirve de dos fases procesales sucesivas, directamente preordenadas a purgar de sus causas elementos extraños al derecho (como los políticos), la fase de aceptación a trámite y la fase instructora. Ambas tienen como objeto situar el objeto del debate en términos de estricto derecho. Si una pretensión es aceptada lo es porque, 'prima facie', se presenta como una controversia 'jurídica' que irá o no tomando sucesiva forma en la fase instructora. Una querella dirigida contra persona cierta por un presunto delito de desobediencia derivado de unos hechos, sitúa la polémica en el mundo del derecho (delito tipificado en el Código Penal), independientemente del animus que motive a los querellantes, cuestión que, al ser eminentemente extrajurídica, en nada interesa al tribunal.
Segunda: la aplicación de las normas. Se ha traído a colación estos días como argumento de autoridad una lectura sesgada del artículo 3.1 del Código Civil, resumiéndolo, fundamentalmente, en que las normas han de ser interpretadas conforme al tiempo en que han de ser aplicadas, por lo que ese presunto delito de desobediencia cedería ante el objetivo de alcanzar la paz, vía encuentros y negociación, en el escenario abierto por el alto el fuego de ETA. Una lectura más detenida del precepto nos haría llegar, sin embargo, a otra conclusión. Dice así: «las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación (...) a la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquéllas». La operación de hermenéutica jurídica es algo más compleja de lo que se quiere presentar en este proceso interesado de apertura de lo jurídico a lo político.
Y tercera y con ello enlazo de nuevo con las primeras ideas: la separación de poderes. Este principio requiere igualmente de varias puntualizaciones. De un lado, su misma denominación; hoy en día más que separación, se habla de colaboración. En efecto, se colabora en la consecución de un Estado social y democrático de Derecho, de modo que, en la actualidad, el originario término sólo es relevante como concesión a su dieciochesca denominación primigenia. Pero de otro, separación, o en su fórmula más actual, colaboración, es algo bien distinto de la denunciable injerencia, la cual obviamente no se produce (aunque algunos así quieran verlo) cuando un órgano actúa en sus competencias sobre acciones u omisiones de otro. Si todos nos hallamos sin excepción sujetos al imperio de la ley, loable es que sus transgresiones sean objeto de corrección por quien está obligado a ello. Y esta función, en nuestra sociedad, está encomendada única y exclusivamente a jueces y magistrados. De ahí que, si en efecto convivimos en varios mundos, debamos saber distinguirlos y conducirnos en cada uno conforme a sus reglas. De lo contrario, caeríamos en el imperdonable error de convertir en innecesariamente caótica esa rica pluralidad destacada por el poeta francés Eluard.
Esteban Arlucea, profesor de Derecho Constitucional en la UPV-EHU.