Museo de la democracia

En los primeros tiempos de la transición española, poco después de la muerte del general Franco, escuché hablar con frecuencia de la «derecha civilizada», es decir, de sectores conservadores capaces de aliarse con otras fuerzas políticas y de facilitar el paso a una España moderna, democrática, incorporada a las grandes instituciones de Europa y del mundo occidental. Ahora, en Chile, en vísperas electorales, escucho en cambio a gente del centro político, equilibrada, razonable, que habla de la derecha como si fuera el mal absoluto, y que preferiría, por lo visto, llegado el caso, aliarse con una izquierda heterogénea, más bien incoherente, donde figuran personas, personeros y hasta voceros, que declaran que el gobierno venezolano de Nicolás Maduro es una democracia impecable porque tuvo su origen en elecciones populares. Como lo fue, digo yo, el gobierno de Adolfo Hitler.

Algunos, en respuesta, hacen notar que el anterior gobierno de Sebastián Piñera, el de la centroderecha, tuvo un balance bueno, de resultados económicos positivos, en números azules. Un gobierno, claro está, no es una empresa, y sus resultados van más allá de los números azules o rojos. En el gobierno piñerista hubo una situación internacional favorable, con una demanda china del cobre e incluso de otros productos nuestros absolutamente excepcional. Conviene reconocer, en cualquier caso, que esa bonanza fue administrada con prudencia, con inteligencia, con un conocimiento acabado de lo que es una economía del siglo XXI. Pero hubo algo más, y que a nadie o a casi nadie se le ocurre mencionar, ni siquiera entre los partidarios actuales de la candidatura del expresidente: fue un gobierno democrático, que respetó plenamente el Estado de Derecho, que mantuvo y en algunos casos mejoró los niveles nuestros de protección social, y que entregó el poder cuando le tocaba entregarlo. No es poco, y sobre todo, lamento comprobarlo, en esta región del planeta.

Lo que se olvida entre nosotros, y es un olvido esencial, revelador de incultura política, es que hay diferentes derechas, así como hay diferentes izquierdas. Existe esa derecha civilizada de que hablaban los españoles de los tiempos de la transición, y también podríamos hablar de una izquierda civilizada, en contraste con la izquierda autoritaria, incivilizada, bárbara, que florece en estos días, todavía, como flagrante, doloroso anacronismo. Veo que Mariana Aylwin pide que su partido, la democracia cristiana, con sus aliados, con el gobierno de Michelle Bachelet, con el Partido Comunista, condenen en forma enérgica, sin ambigüedad de ninguna clase, los intentos de Nicolás Maduro de imponer una constitución suya, hecha a su medida, suprimiendo toda oposición democrática.

Naufragamos en la palabrería, en una ambigüedad que ha pasado a formar parte de nuestro ADN, en el ocultamiento de los hechos más elementales. El Partido Comunista chileno, aliado del oficialismo actual, motor de la campaña electoral de Alejandro Guillier, no tiene ninguna posibilidad de condenar los intentos de Maduro de imponer en Venezuela una constitución a su medida, de directa inspiración castrista. Ha celebrado el régimen chavista y madurista en las más diversas circunstancias, así como ha mandado pésames llenos de sentimientos solidarios al régimen de Corea del Norte, uno de los más duros, dictatoriales, autoritarios, de la historia moderna. ¿Podemos pedirle peras al olmo, podemos mirar a cada rato para un lado? En los tiempos de apertura en el bloque soviético, la gente enterada, la que tenía una visión crítica formada en el interior del sistema, hablaba de los estalinistas y de los seguidores de Leonid Brejnev como de los «conservadores». Esos burócratas, esos hombres del poder, eran la verdadera derecha de aquellos años. Eran una izquierda anquilosada que se había transformado en reacción. Es decir, los términos de izquierda y derecha habían perdido sentido. Jean-Paul Sartre comentaba estos temas con exaltada truculencia, con discursos encendidos, pero su mensaje ahora es perfectamente anticuado. Raymond Aron, que había sido compañero de curso y amigo suyo, reflexionaba en forma exactamente inversa, con lucidez, con distancia, con un equilibrio irónico. No le hacíamos el menor caso, pero ahora entendemos que la reflexión de Aron es actual, vigente, necesaria, y que la de Jean-Paul Sartre pasó de verdad a eso que se designaba como «el basurero de la historia».

Saco mis conclusiones con claridad, sin concesiones, a sabiendas de que provocarán reacciones politiqueras, interesadas, deliberadamente ambiguas. El centro político del Chile de ahora, liberal, laico, demócrata cristiano, tendrá que considerar seriamente la posibilidad y hasta la necesidad de aliarse con la derecha democrática, civilizada, puesto que insistimos en hablar de izquierda y derecha cuando estas divisiones, derivadas de la posición de los asientos en las antiguas asambleas revolucionarias, perdieron sentido hace mucho rato.

Lo que yo pediría, desde luego, aunque esto forme parte de mis utopías personales, es que la derecha civilizada nuestra se civilice todavía más. Ese Museo de la Democracia que propone Sebastián Piñera podría servir de mucho, aun cuando yo me contentaría con un centro de estudios, con una buena biblioteca, con el uso de una razón moderna, vigente. Chile, por ejemplo, en un pasado no tan remoto, fue un país de libros, de estudios humanistas avanzados, de hombres de acción y de reflexión. Ahora que tenemos que sufrir las proclamas del señor Maduro, supuestamente «bolivarianas», pienso en el gran venezolano chilenizado, antípoda exacta de la verborrea chavista y bolivariana: Andrés Bello. Bello, aliado de Portales y de los conservadores de su época, fue, en su espíritu auténtico, en toda su obra, un progresista, pero, a diferencia de los actuales, fue un progresista que engendraba auténtico progreso, que construía, en un país nuevo, ingenuo, remoto, una verdadera república moderna, que inventaba una legislación adaptada a las circunstancias de la época y que reformaba la educación a fondo, pero con resultados efectivos, prácticos y a la vez duraderos. Era un ejemplo enteramente vigente en estos días. No sé si vale la pena levantar el mentado Museo de la Democracia, pero si se hace, don Andrés debería tener un nicho destacado, aún más destacado que el de su amigo y discípulo Simón Bolívar.

Jorge Edwards, escritor.

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