Música para una vida

En Roma, durante el confinamiento, se viralizó el vídeo de un joven que, cada atardecer, en la terraza de una casa que daba a una desierta piazza Navona, interpretaba con guitarra eléctrica el tema de amor de Érase una vez en América. Aquella música de Morricone que sonaba justo después de que tocasen las campanas de la iglesia barroca de San Ivo, transmitía dulzura y la sensación de que todo saldría bien. Para mí, la música que mejor simbolizó esa primavera aciaga fue la cavatina de la banda sonora de El cazador, una pieza compuesta para guitarra española y orquesta que, al destilar melancolía y esperanza, representaba la añoranza del mundo que dejábamos atrás y el anhelo del porvenir. Ambas composiciones musicales las escuché a menudo, mientras escribía, leía, daba clases por internet y hablaba con familiares y amigos en el mapa de los afectos en que se convirtió España. Y es que el cine y sus bandas sonoras, más que nunca, aliviaron soledades y nos ayudaron a creer en nosotros mismos y a superar las adversidades, como en las películas de John Ford.

José Luis Garci, que es un sabio de la palabra hablada y escrita y de la claqueta, opina que el cine no sólo fue el primer arte del siglo XX, sino que acabará en los museos. Goya, Van Gogh y Picasso terminarán siendo equiparados en importancia a Hitchcock, Billy Wilder y Spielberg. No podemos entender la vida sin la influencia del Séptimo Arte, pues él modela nuestra percepción del mundo, nos entretiene haciéndonos soñar y nos educa sentimentalmente.

Estamos tan urgidos por la actualidad que se nos olvida el presente. Son conceptos diferentes. La actualidad, tan volátil y achicharrante, es el terreno natural del periodismo. El presente tiene un mayor alcance al englobar una época, un conjunto de años que ayudan a explicar el entramado de una sociedad, y es el terreno propicio de la literatura, el arte, la música y el cine. Las películas no sólo nos evaden haciéndonos reír o llorar, también nos hacen reflexionar sobre la época que nos ha tocado vivir. ¿Existe mayor impacto emocional que ver La lista de Schindler mientras escuchamos el llanto desgarrado del violín de la banda sonora de John Williams?

La música de cine es la música clásica de nuestro tiempo. Los conciertos que programan música cinematográfica tienen un público multitudinario y el éxito garantizado. Las grandes partituras, además de evocarnos los fotogramas para los que nacieron, cobran vida propia, como sucede con Doctor Zhivago, La, La, Land, Horizontes de grandeza y con tantas otras que necesitaría un ábaco para llevar tan grata cuenta. Al igual que Mozart popularizó la ópera gracias a La flauta mágica, John Williams y Ennio Morricone han popularizado y convertido la música de cine en culta al transformarla en la sinfonía de nuestra vida cotidiana.

Durante algunos años impartí Historia del cine a mis alumnos de bachillerato. Pocas asignaturas me han hecho más feliz. En un aula a oscuras y abarrotada, jóvenes de diecisiete y dieciocho años cruzaban el desierto con Lawrence de Arabia acompañados por la esplendente música de Maurice Jarre, veían el mundo con los ojos de Dios en Memorias de África mientras sonaba esa maravilla de John Barry, se preparaban a resistir en El Álamo cuando The Brothers Four cantaban «Las hojas verdes del verano», se estremecían con El Padrino y el tema de Nino Rotta y sonreían al ver cómo la bicicleta en la que iba ET remontaba el vuelo y su silueta se recortaba contra la luna llena.

La simbiosis de imagen y música nos proporciona momentos magnéticos, como Liza Minelli con medias negras y bombín en Cabaret o Audrey Hepburn cantando «Moon River» en Desayuno con diamantes. Una banda sonora consigue la universalidad cuando es reconocible, la silbamos, se convierte en memoria colectiva y transmuta nuestras vidas en algo épico, a semejanza de las historias que vemos en la pantalla. Pues bien, todo eso lo consiguió Morricone, cuyo secreto radica en la elegante espiritualidad de sus grandiosas melodías, porque cada vez que las escuchamos sentimos la morriña anticipada de un mundo mejor.

A finales de junio, cuando se reabrieron los cines en España, ciento cincuenta salas proyectaron Cinema Paradiso. Esta cinta de Giuseppe Tornatore, además de un homenaje al Séptimo Arte, es una genial expresión de la amistad incondicional, del amor encontrado y perdido y una actualización del mito de Penélope en el que el lugar de la esposa lo ocupa la abnegada madre que, durante décadas, espera el retorno del hijo a su pueblo siciliano. Pero esta película es también, o quizá ante todo, su música. Jamás la nostalgia ha sido llevada con más lirismo al pentagrama.

Los Premios Princesa de Asturias son la expresión de la excelencia de una época, la voluntad de permanencia de lo bueno y lo bello, el triunfo de la concordia. La concesión del Princesa de Asturias de las Artes a John Williams y Ennio Morricone, dos compositores planetarios, ha sido un completo acierto. Y ha sido una fatalidad que Ennio Morricone vaya a recibirlo in memoriam y no en persona. Una caída precipitó su muerte, que acudió en su busca con la plácida lentitud de alguna de las composiciones del nonagenario músico, nacido y fallecido en la Roma de sus amores. De la misma manera que en la vida hay que saber llegar y marcharse de los sitios, el adiós del músico italiano ha sido similar al tema principal de La misión, ese oboe que se cuela en el alma para esponjarla y cuya banda sonora supone una íntima epifanía.

Cuando este otoño Leonor, la princesa políglota, le entregue el premio a John Williams, sonarán la percusión y los metales y seremos buscadores del Arca Perdida. Pero también rebobinaremos nuestra memoria para volver a ver el apoteósico final de Cinema Paradiso: los besos censurados y mutilados a tijeretazos conformando una película cuyo guión es el amor y la pasión.

Oviedo será el escenario de la música para una vida.

Emilio Lara es historiador y escritor.

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