Música y fraternidad en los himnos nacionales

Lo que por libertad e igualdad pueda entenderse, de Jean Jacques Rousseau en adelante, no parece albergar otras dificultades que las inherentes a temas tan complejos. El pensador suizo pretendía asegurar la libertad a través de su concepto de voluntad general soberana. E intentó hallar, en uno de sus más célebres ensayos, las causas económicas y sociales de la falta de igualdad en los excesos derivados de la propiedad privada.

Es sabida la inmensa influencia de Rousseau entre los revolucionarios franceses. Revolución y romanticismo hallaron en este pensador su expresión. El lema de igualdad y libertad aparece en la célebre proclamación que atravesó como una saeta Europa y América. En esa célebre frase hay una tercera palabra que ha llenado de estupor a muchas generaciones.

¿Qué significa fraternidad? ¿Qué quiere decir esa hermandad que se proclama en el célebre Liberté, Egalité, Fraternité? ¿Tiene una inscripción material, efectiva, concreta, más allá de la vaporosa apelación a la unión de almas y de corazones en el sentir común de la nación recién constituida?

Esa inscripción se produce en el medio más insospechado. La fraternidad sella y ratifica la unión nacional en el canto común. Debe ser entonada para confirmarse como auténtica virtud republicana. Tiene en el himno coral su verdadera comparecencia. En esa voz unánime pronunciada por el pueblo exaltado, en pleno proceso carismático de iniciación, la nación halla su auténtico plebiscito. La prueba de fuego de la volonté general es musical. El himno nacional constituye el experimentum crucis del contrato social.

En la etapa constituyente de una nación, sobre todo si ésta surge de la revolución, esa fraternidad halla su expresión en la música cantada. El bautismo musical de la nación -y del contrato social que en ella cuaja- constituye su decisivo plebiscito. El tema trasciende la musicología: es político. Traspasa también la política: es musical.

Voces revolucionarias expresaban su propósito, hacia 1790, de convocar a 25 millones de habitantes de la nación revolucionada cantando unánimes el mismo himno. El deseo, algo rebajado en número, se consiguió en 1792 gracias al buen hacer de ese extraordinario artista y escenógrafo que fue Jacques-Louis David, pintor neoclásico al servicio de la revolución. Cristalizó su iniciativa durante el reinado del terror. La cara en sombras de la fraternidad musical siempre ha sido la misma (en Francia, en la URSS).

A un nuevo calendario debía seguir también un Canticum Novum. Se disponía de buenos músicos -Gossec, Méhul, Lesueur, Cherubini- con el fin de realizar ese sueño musical que sellase el triunfo de la voluntad general soberana. Se escogió un himno al tre Supreme de Gossec acorde con las convicciones religiosas de Robespierre. Era un Larghetto leggiero e cantabile con aire pastoral. Esteban Buch, en su interesante estudio del himno de la nación europea (La novena de Beethoven, El Acantilado), da indicaciones interesantes al respecto.

Un conjunto de más de 2.000 personas, situados entre dos colinas, con voz coral respondida desde el valle, escenificó este impresionante espectáculo. «Todos los franceses -dice David en el programa del acto- funden sus sentimientos en un abrazo fraterno. No tienen más que una voz cuyo grito general -¡viva la República!- llega hasta la Divinidad».

Con anterioridad se había ya conseguido movilizar a través de un célebre himno al pueblo en armas. En ese contexto se habló por vez primera de himno nacional. Era un grito de guerra con vistas a la defensa de la revolución, capaz de poner en pie de guerra a la nación. Se trataba de un híbrido de canción e himno, «semejante a Gluck, pero más vivo y más despierto», según comentaba al oírlo la esposa del alcalde de Estrasburgo.

Inició su carrera como música oficial en el marco del municipio de Estrasburgo. Pero en 1792 se impone en la calle, en la prensa, en las salas privadas, en los espectáculos públicos. Vuela pronto de Estrasburgo a Marsella. Llega el pueblo en armas a París cantando ese célebre himno. Su autor es Rouget de Lisle.

El libro de Esteban Buch, que explica con mucho detalle ese surgimiento de La Marsellesa, arranca de más atrás: de un modelo de himno nacional nítidamente diferenciado. Se trata del himno inglés, el célebre God save the King, surgido en su definitiva forma actual de letra y música hacia 1745.

Ambos himnos definen mejor que nada los dos grandes modelos de régimen político que existen aún hoy en Europa, y que finalmente han posibilitado el régimen liberal democrático que constituye nuestro patrimonio común: la república francesa y la monarquía constitucional británica.

Los descerebrados de nuestro país -abundantes entre izquierdas republicanas independentistas- afirman con seguridad analfabeta que esta segunda forma -la monarquía constitucional- no tiene lugar posible en la Europa actual. Deberían revisar sus conocimientos geográficos, y limitarse a elevar algo la vista al mirar el mapa europeo. Allí se encontrarían con el mejor desmentido a sus apreciaciones pueblerinas: Gran Bretaña, Bélgica, Holanda, Dinamarca, Suecia, Noruega.

Para comprender el himno nacional británico importa retroceder. Tiene por antecedente la ascensión a músico oficial, y a gran compositor de la burguesía emergente, de Georg Friedrich Haendel (Handel en Gran Bretaña, país en el cual vivió y se nacionalizó).

Músico cortesano ya con la reina Ana, adquiere protagonismo principal en el reinado de los Hannover, sobre todo con Jorge I y Jorge II. La marcha fúnebre de su oratorio Saúl, el momento triunfal del Aleluya de su Mesías (que despertó entusiasmo desde su doble estreno en Dublín y en Londres), un Anthem en el cual se cita un contexto bíblico -Reyes I- en donde puede leerse ¡Dios salve al rey / larga vida al rey!: todo ello prepara la emergencia musical de ese himno del último barroco, majestuoso, solemne, donde las frases quedan interrumpidas por un silencio expresivo.

Y no surge y se impone en frío. Eso sucede en tiempos en que la monarquía anglicana Hannover, con Jorge II, podía sentirse amenazada. Corrió la voz de que el último Estuardo, ayudado por las huestes papales, invadía la isla con voluntad de restaurar la monarquía católica. El himno, cuya melodía había servido a los propios Estuardo en su resistencia a la revolución de 1688, se convirtió en el God save the King que todos conocemos.

Este majestuoso himno del último barroco sirvió de modelo, a decir de Esteban Buch, a uno de los más hermosos himnos nacionales, el que un jefe de la policía, cercano al Kaiser del Imperio Austro-Húngaro, encargó escribir y componer con el fin de movilizar, en torno a la figura imperial, un consenso patriótico de defensa ante la acometida napoleónica.

El directivo policial mostró su gran sentido de la música. Se encargó el himno a Franz Joseph Haydn, que compuso una pieza memorable, modulando el tono solemne y majestuoso del todavía abarrocado himno inglés a un estilo acorde con el maduro clasicismo de la Primera Escuela Vienesa (la que el propio Haydn representaba como gran padre fundador). Tan hermosa fue la composición que el propio Haydn la utilizó en uno de sus más célebres cuartetos, proponiendo diversas variaciones de una frase que, sin embargo, en todas sus comparecencias, mantenía su propia estructura melódica y rítmica. Buch carga las tintas en el origen «reaccionario» del himno, sin atender suficientemente a su carácter épico (como himno de lucha contra el invasor francés). Lo peor del libro de Buch lo constituye su esquematismo ideológico, de un izquierdismo algo vetusto y elemental.

Se modificó varias décadas después la letra del himno de Haydn. La apelación al Emperador dejó paso al célebre Deutschland, Deutschland über alles. El nacionalismo pan-germánico emergente a mediados del siglo XIX propició esa reconversión. La prueba última de la gran belleza de esta música se puso de manifiesto tras el terrible período nacionalsocialista. La letra se ha ido modificando entre tanto, pero la extraordinaria música de Joseph Haydn sigue presente en el actual himno alemán.

Otros países poseen himnos a la medida de sus exigencias y necesidades. Casi siempre están creados en tiempos de fundación o refundación nacional, en períodos constituyentes. O cuando el acoso de un enemigo exterior exige intensificar la unidad, y hasta la unanimidad de los miembros de la nación.

En Italia, en pleno Risorgimento, hubiera podido quizás servir de himno aquél en torno al cual se fue tramando la gran rebelión contra las fuerzas enemigas (Austria, el Vaticano): el gran coro operístico de Nabucco de Giuseppe Verdi, el célebre Va pensiero... Tras un proceso de ensayo y error acabó imponiéndose el himno que hoy se reconoce como propio de esa nación.

También en tiempos carismáticos, a partir de la meditación que ocasionó una derrota marítima, todavía en lucha contra la armada británica -en pleno proceso de independencia- se escribió el poema lírico a la «bandera sembrada de estrellas» que terminaría dando letra al himno nacional americano.

En España las vicisitudes hímnicas reflejan, como en un desgarrado espejo, la conflictiva existencia de una nación que no ha tenido invasión alguna después de la napoleónica. Aislada del mundo y de todos los conflictos europeos resolvió sus disidencias, en 1936, mediante una terrorífica guerra civil, después de un episodio breve donde el himno nacional asociado a la monarquía, con letra del peor modernismo -obra de Eduardo Marquina- fue sustituida por el popular himno de Riego.

La marcha de los granaderos sirvió de base al himno nacional, el mismo que reprodujo el franquismo a través de la letra del poeta oficial José María Pemán. Esa melodía no es gloriosa, por mucho que fuese compuesta acaso por Federico II, el Rey Flautista. Fue regalada a Carlos III. No hay definitiva evidencia de su origen melódico (quizás, según algunos, medieval). También en tiempos pasados se escribía música mediocre. Y el gran Federico necesitó a J. S. Bach para pasar a la historia de la música por la puerta grande.

Una fundación carismática, semejante a lo que acontece en otros países en su constitución como nación, o en la defensa de ésta ante una agresión exterior, sólo una vez existió en este conflictivo país en la edad contemporánea: en el pacto general tramado -hacia el inicio de la Transición- en las cortes constituyentes. En ellas se dio forma al actual régimen político (de la monarquía constitucional y del Estado de las autonomías).

Hubiera sido entonces la ocasión de poner a prueba el asunto: a la vez musical, poético y político. No puede implantarse en frío sólo por razones de coyuntura, por mucho que la guerra deje paso, en medios europeos, a las competiciones deportivas.

La letra que se ha propuesto recientemente es tan sosa en términos políticos como irrelevante en su forma poética. Este país ha carecido de buenas tradiciones musicales pero ha poseído excelentes poetas. Hoy se está corrigiendo el maleficio musical con una importante generación de compositores de primera calidad. Quizás es cosa a decidir, en un generoso futuro, por un concierto de poetas y compositores elegidos con gran consenso político. Siempre mediante un proceso de ensayo y error, y de controversia pública, que no tiene por qué ser breve.

Eugenio Trías, filósofo y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.