Musulmanes sí, al Qaida no

Iñaki Ezquerra (LA RAZON, 10/05/04)

En una de las anécdotas que Giovanni Papini puso en boca de Gog, el personaje multimillonario que usaba su dinero para satisfacer todas sus excentricidades, éste asiste en su mansión a un espectáculo de magia oriental que acaba como el rosario de la aurora cuando falla el circuito eléctrico que ocultaban hábilmente los magos para provocar sus convincentes efectos especiales. La moralizante conclusión que sacaba Gog era más o menos cito de memoria que aquellos elevados espíritus del hinduismo necesitaban para su magia de algo tan escasamente espiritual como la electricidad occidental. Ese relato de Papini nos brinda la clave esencial que necesitamos para entender un terrorismo que -como el de Al Qaida- pretende presentarse ante Occidente teñido de unas coloraciones étnicas, religiosas y culturales que aún no han sido debidamente desenmascaradas. Si la gran argucia de ETA fue aprovechar el carácter centralista de la represión franquista para lograr ser identificada con el País Vasco y el autonomismo, la trampa más peligrosa de Al Qaida es encarnar de una forma verosímil pero falsa el rostro de Oriente, el Islam, los países árabes, los iraquíes, los palestinos Y la lucha contra este nuevo terrorismo no puede empezar por otra cosa que por su desenmascaramiento.

Del mismo modo que contra los asesinos de Miguel Ángel Blanco resultó de una esclarecedora y definitiva eficacia el lema de «Vascos sí, ETA no», contra los asesinos del 11-M debe esgrimirse la simétrica consigna de «Musulmanes sí, Al Qaida no» porque la única salida a la vieja crisis mundial agravada con la guerra de Iraq no es caer en esa trampa maniquea de plantearla como un enfrentamiento entre el mundo cristiano y el islámico o entre Oriente y Occidente, trampa que consiguió evitarse curiosamente con la guerra de Afganistán, la única que podría llamarse «moral» o «justa» (no diré «legal» ya que ninguna lo es) porque no estaba teñida de obvios intereses económicos como lo han estado las dos que la familia Bush ha emprendido en el Golfo Pérsico, la del 2003 y la de 1990.

«Musulmanes sí» ya que es imprescindible trazar una línea entre el fundamentalismo totalitario y un Islam que tendrá que sufrir una secularización similar a la que sufrió el cristianismo porque no le queda otro camino, porque perseverar en la colisión de bloques que trata de consumar Al Qaida es suicida para las dos partes y porque la modernidad democrática es para la sociedades árabes como las células madre para las sociedades occidentales. Una vez inventadas no hay marcha atrás por muchas resistencias que oponga el integrismo católico. Porque el mapa simplón que dibujan tanto el multiculturalismo ciego y angélico denunciado por Giovanni Sartori como la xenofobia de Oriana Fallaci sólo lleva a callejones sin salida y además a callejones falsos. A ese Oriente que Al Qaida dice representar pertenece también una potencia como Japón, que es aliada de Bush. Ese Islam del que finge ser portavoz se halla también en las mezquitas de Madrid, de París y de Londres. Esos países árabes que quiere vengar no conforman un bloque monolítico y odian a menudo más al vecino que a Occidente. Esos iraquíes y esos palestinos en nombre de los que habla son las primeras víctimas del suicida y catastrófico terrorismo que practican y al cual les alientan Ben Laden o ciertos países amigos que son sus peores enemigos. Lo que caracteriza esencialmente a Al Qaida es su odio a la democracia tanto si tiene como suelo un país occidental como si intenta instaurarse en un país árabe.

De este modo, si no se debe llamar «árabe» ni «oriental» ni «islámico» a ese terrorismo, Zapatero y Llamazares tampoco son precisos cuando hablan de «terrorismo global». Tampoco ninguno de ellos ha elegido el término adecuado que responda a un certero diagnóstico. Hablar de «terrorismo global» para mentar a Al Qaida es tan inexacto como hablar de «terrorismo local» cuando se menciona a ETA. Y, como el terrorismo de ETA lleva el sello de origen genuino e ineludible del nacionalismo totalitario, el de Al Qaida es un terrorismo fundamentalista que odia lo occidental en la medida en que representa la libertad y el laicismo, pero que como los falsos hindúes de Papini debe a Occidente su magia. Occidental es la dinamita que usa y la tecnología audiovisual e informática en la que se publicita. Occidentales son las metralletas y el ingrediente paramilitar de sus escenografías, la espectacularidad mediática o hasta las drogas que necesitan sus kamikaces para serlo y que demuestran que la religión no les «coloca» lo suficiente. Occidental es su resentimiento político y antes cultural como su nihilismo, lúcidamente detectado por André Glucksmann. Occidentales son las universidades en las que se formaron sus verdaderos cerebros empezando por Ben Laden. En otro de los episodios que Giovanni Papini puso en el anecdotario de Gog, éste se entrevista con Ghandi y recibe de éste la confesión de que su sueño independentista se lo debe no a lo que conserva de indio sino a su paso por la universidad británica y a lo que ya tiene también de británico. Un indio no pensaría nunca por sí mismo explica a Gog el místico líder con verosímil cinismo en una idea tan inglesa como la de liberarse de Inglaterra.

Paradójicamente tan «envenenado de occidentalismo» está ya el legítimo sueño de llevar la industrialización, la economía de libre mercado, el sufragio universal, el estado de bienestar y la secularización religiosa a los países árabes como el sueño contrario de los fundamentalistas de hacer volver a ese mundo a una inocencia prístina de la que ya le han despertado para siempre los televisores que muestran el paraíso del desarrollo en el más suburbial de los zaguanes de Bagdad o de Rabat.