Muy bonito, pero no funciona

No quería hacerme pesado al escribir de nuevo sobre el futuro del mercado de trabajo en España, o sea, sobre lo que llamamos nuestro 'modelo productivo'. Pero hace unos días leí una carta al 'Financial Times', y me dije: "no debes perder la oportunidad". La carta se refería a la sabiduría convencional de los economistas, en la que me incluyo. La tecnología y la globalización nos presentan un futuro en el que, dicen, habrá menos oportunidades de empleo, peor repartidas y, en muchos casos, con salarios bajos, porque la productividad será, también, baja, el menos para empleos de poca cualificación. Y la sabiduría convencional dice: la solución es dar formación, para que aumente la productividad y las remuneraciones, se reduzca la desigualdad y consigamos un nivel de vida alto para todos. Y después… fueron felices y comieron perdices, como acababan los cuentos cuando yo era niño.

La carta al periódico inglés era escéptica: la solución de reciclar a los parados para que adquieran nuevos conocimientos y desarrollen nuevas capacidades tiene sentido. Pero muchos intentos de poner esto en práctica no han dado resultado. No estamos hablando de que los ninis sin trabajo, sin estudios y sin incentivos para estudiar, consigan el certificado de la ESO, sino de que alcancen unas cualificaciones elevadas, que les permitan tener sueldos altos en competencia con finlandeses, coreanos o chinos, más allá de la construcción o la hostelería.

No vale, pues, la promesa de que el sector público creará empleos, ni de que potenciará las titulaciones orientadas a los problemas del siglo pasado, o la continuidad de una formación profesional desconectada de la economía real. Hemos de revisar el funcionamiento de nuestras escuelas ante la evidencia del fracaso escolar. Hemos de recuperar el sentido de excelencia en la educación, que no es elitismo, sino desarrollo de las capacidades multidisciplinares: hay muchas escuelas que ya lo intentan, pero no ponemos los medios para que todas lo consigan. Hemos de contar con las empresas, que son el escalón siguiente de la cadena que va de la guardería a la jubilación, porque el mercado de trabajo abarca todo eso, y condiciona la viabilidad de nuestro Estado del bienestar y de nuestras pensiones.

Pero estoy incurriendo en el mal que denunciaba la carta: estoy proponiendo soluciones teóricas, que suenan bien pero son insuficientes. El empleo hay que crearlo hoy, pero preparar un poco más, solo un poco, a los que llegan al mercado de trabajo nos llevará un par de generaciones, porque hay que cambiar la mentalidad de familias, escuelas, universidades, empresas y políticos: hay demasiados intereses creados. Porque, además, nuestra sociedad ha perdido la confianza en los llamados expertos, que somos los que proponemos esos cambios, argumentando que estamos al servicio del poder o del dinero, o que nuestras teorías están sesgadas y obsoletas: más intereses creados. ¿Ponemos los intereses de los alumnos por delante de los maestros y los políticos, cuando pedimos la cancelación de los conciertos?

¿Tiramos la toalla? No todavía. Con no mucho orden, daré algunas ideas. Devolvamos a las familias la responsabilidad de la educación de sus hijos, de su fracaso escolar y de las dificultades que encontrarán para tener un empleo. Y cuando ellas se rebelen, demos más autonomía a las escuelas: que elaboren sus planes estratégicos, que busquen lo que es mejor para sus “clientes”. Autonomía significa responsabilidad en la administración de los fondos: descentralización y transparencia. Esto vale también para las universidades, que deben buscar su propia excelencia y su sostenibilidad económica.

Cuando un joven se enfrenta a su primer trabajo, lleva consigo la carga, positiva o negativa, de su formación, pero se encuentra también con un entorno difícil, con un sistema de contratos de trabajo ineficiente e injusto, y con unas instituciones no siempre eficaces (España es de los países en que la confianza en los mecanismos públicos de búsqueda de empleo es más baja). Y esto se agrava mucho más cuando se trata de un desempleado, procedente de una cadena de contratos precarios o de un paro de larga duración. Reconvertir a esas personas es difícil, pero es absolutamente necesario, si queremos que tengan algo que se aproxime, aunque sea de lejos, a un puesto de trabajo decente. Y sabemos cómo hacerlo. Pero no queremos hacerlo.

Antonio Argandoña, profesor del IESE.

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