Nace la Convención para la Protección de los Desaparecidos

Mañana, 6 de febrero, la trascendental Convención Internacional para la Protección de todas las Personas frente a la Desaparición Forzosa podrá firmarse en París. Este tratado, negociado en un tiempo récord bajo la supervisión de Francia, llena un flagrante vacío de la legislación internacional en materia de derechos humanos, haciendo explícita la prohibición de las desapariciones. Ahora la tarea consiste en garantizar que la nueva convención sea pronto aplicada para responder a las esperanzas y demandas de justicia de las víctimas y de sus familias, así como para satisfacer su "derecho a saber".

Ya hace casi treinta años que las madres de la Plaza de Mayo, al clamar por conocer el paradero de sus hijos, llevaron su dolor privado a las calles de Buenos Aires, grabando de manera indeleble las penalidades de los desaparecidos en nuestra conciencia colectiva. No sólo siguen sin esclarecerse las circunstancias de muchas desapariciones perpetradas en los años setenta y en décadas posteriores, sino que esta vergonzosa práctica, lejos de ser una reliquia de viejas "guerras sucias", sigue cometiéndose en todos los continentes.

Sólo en 2006, el Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzosas o Involuntarias, perteneciente a las Naciones Unidas, recibió más de 300 nuevos casos de 12 países de todo el mundo. Y ésta no es más que la punta del iceberg, ya que muchos casos no llegan hasta este organismo. Desde su constitución en 1980 hasta la fecha, el Grupo ha examinado más de 51.000 casos, que, en su gran mayoría, los 79 Estados afectados siguen sin esclarecer del todo.

Cada vez que me reúno con los familiares de las víctimas comprendo en toda su crudeza lo que en realidad significa que esos casos no puedan cerrarse. El mes pasado, durante mis visitas a Japón y Nepal, una vez más tuve la oportunidad de conocer directamente el dolor sin paliativos que las desapariciones suponen para multitud de vidas. En Japón, todavía hay familias que ansían saber lo que les ocurrió realmente a sus parientes, secuestrados por agentes de la República Democrática Popular de Corea durante los años setenta y ochenta. En Nepal, las Naciones Unidas han recibido unos 500 informes sobre desapariciones perpetradas por las autoridades estatales y sobre otras 120 personas cuyo paradero, después de haber sido supuestamente secuestradas por el Partido Comunista de Nepal (maoísta) durante el conflicto, aún no se ha determinado.

En otros países, los secuestros en nombre de la lucha mundial contra el terrorismo, así como las desapariciones de defensores de los derechos humanos, familiares y testigos, también constituyen una acuciante preocupación. Igualmente inquietante es que, en zonas que salen de periodos de conflicto, se intenten conseguir garantías de paz a costa de amnistiar a los autores de desapariciones.

En todos esos contextos, y al margen de que los casos puedan variar según sea su naturaleza o el lugar y el momento en el que se producen, la suerte de todos los secuestrados debe esclarecerse, los autores de las desapariciones deben rendir cuentas de sus actos, las circunstancias históricas deben aclararse y hay que hacer justicia. Si no se cumplen esos requisitos, el agujero negro de la incertidumbre y de la desesperación en el que se sumen las familias de los desaparecidos no quedará sellado, mientras que la nube de sospecha y de resentimiento que afecta a países enteros no se disipará.

La nueva convención exigirá a los Estados parte que creen esos requisitos y que den poder a las víctimas para que exijan su aplicación. Al ser legalmente vinculante, la convención refuerza y expande la Declaración de Protección de Todas las Personas frente a la Desaparición Forzosa de 1992, y crea obligaciones precisas que los Estados han de cumplir. Con una redacción que recuerda la prohibición absoluta de realizar torturas, estipula: "Nadie será sometido a desaparición forzosa". La convención no contempla derogación alguna de este precepto. De manera que los países no podrán aducir estado de guerra, amenaza de la misma, inestabilidad política interna ni ninguna emergencia pública para fijar excepciones adaptadas a sus propias circunstancias. Lo crucial es que solicita a los Estados que definan las desapariciones forzosas como delitos dentro de su propia normativa legal, estipulando que serán crímenes contra la humanidad cuando su práctica sea generalizada o sistemática. Este nuevo instrumento también instaura el derecho de las víctimas a conocer la verdad y a pedir reparaciones por el daño sufrido. Junto a cláusulas relativas a la prohibición de esta práctica, la convención incluye otras centradas en la prevención y sitúa la lucha contra la impunidad de los autores de desapariciones en el centro de sus exhaustivas disposiciones.

Evidentemente, lo que la convención no proporciona es un conjunto de soluciones instantáneas para un problema tan permanente y arraigado como son las desapariciones forzosas. Para erradicar esta plaga no sólo se necesita poner en práctica las disposiciones legales de la convención, sino, y esto es lo fundamental, contar con la voluntad política y el deseo fehaciente de aplicarlas. La tarea difícil comenzará cuando se haya disipado la euforia que conlleva la celebración de este notable éxito para el progreso de los derechos humanos. Firmar y ratificar sin demora la convención será un paso decisivo para fomentar la seguridad de las personas.

Louise Arbour, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Traducción de Jesús Cuéllar Menezo.