Nacionalismo de la nueva ola

¿Podría estar el mundo a punto de entrar en un nuevo período de reordenación, similar al experimentado hace casi 20 años?

En el decenio de 1990, la caída del imperio soviético y la brutal implosión de Yugoslavia propició un aumento espectacular de Estados independientes. Para seguir los Juegos Olímpico o la Copa del Mundo, el mundo tuvo que aprender a reconocer nuevas banderas y nuevos himnos nacionales.

Ahora una nueva ola de fragmentación de identidades, que abarca a África y tal vez a Europa, puede estar acercándose. En enero, está prevista la celebración de un referéndum de independencia en el Sudán meridional. Si de verdad llega a celebrarse, caben pocas dudas de que conducirá a la creación de un nuevo Estado dentro del continente africano, el primero desde la desmembración de Etiopía en 1993. Somalia, Côte d’Ivoire e incluso Nigeria pueden dar a luz a nuevos Estados.

Durante decenios, se han denunciado las fronteras de África como obra artificial y arbitraria de funcionarios coloniales cínicos e ignorantes, lo que ha contribuido a una larga serie de rivalidades tribales, si no depuraciones étnicas, pero nadie –y, en particular, las organizaciones panafricanas– desea retocar las fronteras. Cuanto más frágil e inestable es el equilibrio, más necesario es mantener el status quo.

Así, pues, ¿está a punto de abrirse una nueva caja de Pandora en África, que libere demonios que deberían estar encerrados? ¿O es el propio status quo artificial el que ha hecho que la violencia organizada estalle con fatal regularidad?

El brutal comportamiento del régimen sudanés, con su base en Jartum, ha hecho que la evolución del país hacia la partición resulte a un tiempo inevitable y legítima. La cuestión principal ahora es la de si la partición se tomara como modelo y precedente en otros puntos de África.

En Côte d’Ivoire, por ejemplo, el ex Presidente Laurent Gbagbo, al aferrarse al poder después de su clara derrota en las últimas elecciones presidenciales, se inspira en el autocrático Presidente de Zimbabwe, Robert Mugabe. A consecuencia de ello, la división del país a lo largo de líneas Norte-Sur y basada en parte en motivos étnicos y religiosos ya no es inconcebible; al contrario, es cada vez más probable.

Esa tendencia hacia una fragmentación de las identidades no es sólo un fenómeno africano. Mucho más cerca de donde escribo, en Europa, afecta a Bélgica, país que parece resignado a vivir con una absoluta parálisis política como precio de su supervivencia, pero la entropía en Bélgica ha enviado temblores a España, en Cataluña, donde las elecciones al Parlamento regional celebradas en el pasado mes de noviembre desalojaron del poder a la alianza de izquierdas que lo había ocupado durante los siete últimos años a favor de una coalición soberanista.

La crisis económica afecta a todas las regiones de España, pero, como los partidarios de la Liga Norte en Italia, un número importante de catalanes están empezando a oponer su supuestamente serio y laborioso carácter y su relativo éxito a la “pereza de los españoles”. ¿Por qué habrían de trabajar para “ellos”? Y, naturalmente, un gran número de alemanes hablan del resto de Europa como los catalanes de los españoles.

Desde luego, Europa no es África, donde la violencia y la desesperación son los motores de la fragmentación. En la Europa actual, si hay violencia, sólo es de carácter económico, pero, a medida que la crisis económica persista –y tal vez empeore–, podemos presenciar otros estallidos de populismo y nacionalismo que podrían plasmarse en una nueva ola de fragmentación.

Una Europa de 27 Estados es ya muy difícil de gestionar. La Unión Europea, que está inmersa en una profunda crisis de identidad, no necesita Estados nuevos, sino ideas nuevas y un nuevo relato: un cambio cualitativo, no cuantitativo. Naturalmente, se puede soñar, como algunos hicieron en tiempos, con una “Europa de las Regiones”, basada en el modelo de las ciudades-estado de la Italia renacentista.

Según la célebre afirmación del sociólogo americano Daniel Bell,  el Estado es demasiado grande para los problemas pequeños y demasiado pequeño para los grandes, pero, en una época mundializada, “la nación” pasa a ser una forma más potente de protección de la identidad, del mismo modo que “el Estado”, a raíz de la crisis del capitalismo financiero occidental, parece más fuerte actualmente que un “mercado” desestabilizado por sus excesos.

Al mismo tiempo, la búsqueda de identidad que está provocando la fragmentación de algunos Estados está incitando a otros a concebir horizontes neoimperiales. Cada uno de esos fenómenos refleja la misma lógica. El carácter imperial de la identidad en Rusia, por ejemplo, está profundamente arraigado y Turquía, alentada por el vacío de poder que existe a su alrededor, además de por la obstinada resistencia de la mayoría de los miembros de la UE a admitir a los turcos en su “club cristiano”, está empezando a pensar con un punto de vista neootomano. Las tradiciones imperiales nunca desaparecen del todo.

Tal vez llegue un día en que se considere el primer decenio del siglo XXI la continuación lógica del último del siglo XX. En ese caso, la nuestra será una época digna de estudio detenido, un momento en el que el mundo estaba inmerso en un difícil e incierto proceso de recomposición.

Dominique Moisi, autor de The Goepolitics of Emotion (“La geopolítica de la emoción”). Traducido del inglés por Carlos Manzano

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