Nacionalismo frente a derechos y libertades

La violenta historia del conflicto norirlandés ha sido inmortalizada a través de miles de fotogramas. En uno de ellos, filmado a finales de los sesenta, puede verse a un policía golpeando a un manifestante mientras éste se retuerce de dolor ante la brutalidad de quien debía velar por su seguridad. El oficial pertenecía a un cuerpo integrado mayoritariamente por protestantes unionistas, esto es, partidarios de mantener Irlanda del Norte dentro del Reino Unido. La víctima de la agresión era un ciudadano que pacíficamente reclamaba igualdad de derechos civiles para la minoría católica. En esa época, el reverendo Ian Paisley lideraba multitudinarias contramanifestaciones organizadas para neutralizar a quienes denunciaban las desigualdades de un sistema político dominado exclusivamente por los unionistas norirlandeses. En unos pocos años, Gerry Adams se convertiría en un joven líder del IRA, una organización terrorista que aprovecharía ese volátil contexto político y social para incrementar su violencia nacionalista destinada a lograr que los seis condados de Irlanda del Norte abandonasen la jurisdicción británica unificándose con el resto de Irlanda en un solo Estado.

Hace unos días, cuatro décadas después de aquellos turbulentos comienzos de un conflicto que se ha cobrado más de tres mil víctimas mortales, Paisley y Adams aceptaban constituir un gobierno que administrará una limitada autonomía para Irlanda del Norte. Esto sucedía el mismo día en que Antonio Aguirre, militante socialista del Foro Ermua, era insultado por una turba nacionalista al entrar al Palacio de Justicia de Bilbao. Este ciudadano, golpeado por un activista nacionalista de rostro iracundo, fue intimidado y amenazado mientras acudía a escuchar la declaración del jefe del Gobierno vasco por reunirse con una organización ilegalizada. Un ciudadano respetuoso con la ley era agredido por militantes de un partido que se dice democrático tras haberse reunido uno de sus máximos representantes con quienes la legislación vigente ha situado fuera de la legalidad por su apoyo y vinculación a una organización terrorista. Tras la herida llegó el insulto de la portavoz del Gobierno vasco manipulando la realidad al transferir a la propia víctima la culpa por la agresión sufrida. Todo el episodio confirma cómo el nacionalismo institucional que ha administrado la autonomía vasca desde su origen no tiene reparo en deslegitimar las instituciones democráticas que escapan al control de los dirigentes nacionalistas, incumpliendo además su obligación de garantizar los derechos y libertades de los ciudadanos vascos con independencia de su ideología.

La indefensión que Aguirre y muchos otros ciudadanos no nacionalistas sienten ante la incapacidad de poder ejercer sus derechos civiles en plena libertad recuerda esa desprotección que hace más de cuarenta años parte de la sociedad norirlandesa padecía ante la hegemonía unionista. Este paralelismo sirve para enmarcar de manera adecuada las instrumentalizaciones que del conflicto norirlandés suelen hacerse desde nuestro país, tal y como los recientes acontecimientos en Irlanda del Norte han vuelto a demostrar. La impunidad del agresor de Aguirre y el vergonzoso victimismo de un líder populista como el lehendakari, jaleado por quienes continúan ignorando las consecuencias que la intimidación del terrorismo etarra tiene sobre quienes son blanco de dicha coacción, evoca la falta de garantías soportada por aquellos ciudadanos de Irlanda del Norte que no compartían la ideología nacionalista pro británica que define al unionismo norirlandés. ¿Qué otra opción que la justicia a la que ha recurrido el Foro Ermua tiene un ciudadano obediente con la ley que desea denunciar la insistencia de la principal autoridad vasca en legitimar al portavoz político de una organización terrorista que continúa amenazando a la sociedad? En lugar de aceptar respetuosamente ese legítimo recurso de quienes sufren la violencia, el nacionalismo prefiere apelar al sentimiento tribal, exponiendo la falsa empatía con las víctimas del terrorismo etarra que dice perseguir a través de otros gestos que se demuestran así hipócritas.

La impostura del nacionalismo institucional, definiéndose como víctima de sucesivas injusticias al tiempo que se presenta como un desinteresado actor que busca con denuedo una paz que, insiste, sólo se alcanzará mediante ese genérico diálogo por el que abogan sus responsables, también encuentra un referente en el personaje de Gerry Adams. Al contrario de esa imagen que cuidadosamente ha alimentado el presidente de Sinn Fein, éste jamás formó parte del movimiento por los derechos civiles que durante los años sesenta denunció las injusticias contra la minoría católica, optando en cambio, y en contra del criterio de quienes lideraron esas históricas y valientes protestas, por el terrorismo como método de conseguir sus aspiraciones nacionalistas. Oportuno resulta destacarlo, pues quienes ahora vitorean el reciente acuerdo entre Paisley y Adams ignoran que bajo esa escenificación se esconde un terrible drama.

El apoyo de Sinn Fein al gobierno compartido que liderará el unionismo de Paisley confirma el fracaso de una violencia terrorista que ha sido incapaz de alcanzar sus objetivos nacionalistas mediante el terrorismo. No resulta extraño que, tras conocer el respaldo de Sinn Fein a la policía y a la judicatura en Irlanda del Norte, paso previo a la formación del gobierno ahora anunciada, la madre de un policía asesinado por el IRA formulara una pregunta devastadora para los asesinos de su hijo: «¿Para qué les ha servido tanta violencia?». En esas condiciones muchos han sido quienes han prostituido la historia para favorecer la rehabilitación de un cruento criminal como Gerry Adams, que, en su intento por legitimar sus acciones, ha justificado como necesario el terrorismo ante la supuesta ineficacia de los métodos pacíficos. Es totalmente falso que Adams desempeñara protagonismo alguno en un movimiento por los derechos civiles que sí fue eficaz. En 1968 Séamus Rodgers, representante de Sinn Fein en Donegal, reconoció que en unos meses el movimiento por los derechos civiles, a través de sus manifestaciones pacíficas, había conseguido mucho más que el IRA en toda su existencia.

Esta variable arroja otra interesante comparación con nuestro propio ámbito, donde el modelo norirlandés es utilizado por algunos para exigir concesiones que refuercen a quienes apoyan el terrorismo. A este respecto es revelador el testimonio de Séamus Mallon, dirigente del que hasta 2001 fue el partido nacionalista más votado en Irlanda del Norte, el SDLP (Social Democratic and Labour Party), liderado durante décadas por John Hume. En su opinión, había «otra vía» para alcanzar «esta paz». Tanto Mallon como Hume formaron parte de ese movimiento por los derechos civiles que aglutinó a católicos y protestantes reclamando «derechos civiles para ciudadanos británicos», anteponiendo así la igualdad de derechos a un nacionalismo dogmático e identitario. Sin embargo, estas figuras que representaron la voz mayoritaria de una comunidad contraria al terrorismo, se han visto perjudicados en los últimos años por la política del Gobierno británico, profusa en simbólicas concesiones hacia los violentos que inevitablemente han debilitado a quienes optaron siempre por los métodos pacíficos. Como destacados políticos y funcionarios británicos e irlandeses ahora reconocen, esa política ha destrozado electoralmente a los moderados fortaleciendo a los extremos y con ellos a una peligrosa narrativa histórica que no hace justicia a quienes siempre se opusieron a un terrorismo que aspiraba a unir territorios en vez de personas. De ese modo se ha desmoralizado a quienes han respetado la ley, logrando desactivar a una formación como el SDLP, cuyo origen y filosofía difieren notablemente de un nacionalismo étnico y excluyente como el que ejerce el poder en el País Vasco. La propia denominación de las formaciones reconocidas como nacionalistas en uno y otro contexto expone significativas diferencias. Repárese en cómo, frente a los valores «socialdemócratas y laboristas» que enfatiza el partido norirlandés con su designación, el PNV subraya su condición de «nacionalista vasco».

Como han confirmado las desoladoras imágenes de la rabia nacionalista agrediendo a un ciudadano indefenso, el odio alimentado durante cuarenta años de la hegemonía ejercida por el nacionalismo vasco no surge de la exclusión de su ideología, sino del desprecio hacia una identidad cívica que simplemente aboga por la igualdad de derechos y libertades. Un siglo atrás, un sector de la sociedad norirlandesa reivindicaba también esa equiparación de derechos y libertades que el unionismo les negaba. Por ello la reciente fotografía de la interesada reconciliación de los extremos norirlandeses acordando gestionar esa limitada autonomía que el IRA se negó a aceptar antes, cobrándose en consecuencia ese obsceno coste de miles de vidas humanas, revela otro fracaso. No es sino el de un nacionalismo vasco que desde el poder ha renunciado a construir un país en el que también sean respetados los derechos de quienes son incapaces de ejercerlos en plena libertad como consecuencia, fundamental pero no exclusivamente, de una amenaza etarra que, no se olvide, persigue unos objetivos nacionalistas.

Rogelio Alonso, profesor de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos.