Nacionalismo, locura y terrorismo

Si queremos entender lo que movió a los sospechosos de los atentados del maratón de Boston, Tamerlan y Yojar Tsarnaev, a hacerse terroristas, la respuesta casi con toda seguridad no radica en el Daguestán, donde esos hermanos vivieron antes de mudarse a los Estados Unidos, ni en las dos guerras reñidas en Chechenia en los veinte últimos años. En cambio, tal vez se pueda encontrar una clave para el comportamiento de los Tsarnaev en los acontecimientos sucedidos en Inglaterra hace 500 años.

En la Inglaterra del siglo XVI aparecieron varios fenómenos nuevos que revolucionaron la experiencia humana. Se redefinió la sociedad inglesa como “nación”, es decir, una comunidad soberana de miembros iguales. Con ello comenzó el nacionalismo y la movilidad social pasó a ser legítima.

Al mismo tiempo, se observó una variedad especial de enfermedad mental, que más adelante se denominaría esquizofrenia y trastornos depresivos: diferentes de una multitud de enfermedades mentales ya conocidas. Así nació un término nuevo, “locura”, la primera especialización médica (más adelante denominada “psiquiatría”) y una legislación especial relativa a los “locos”.

La locura se expresaba en grados de deficiencia mental, cuyos síntomas comunes eran el malestar crónico respecto del ambiente del sujeto (inadaptación social), la incertidumbre sobre sí mismo, la oscilación entre el autodesprecio y la megalomanía y a veces una pérdida completa de la identidad. El suicido llegó a ser corriente y cambió la naturaleza de la delincuencia violenta y el predominio cada vez mayor de un tipo nuevo, irracional y desconectado del interés propio.

Esos fenómenos estaban conectados. El nacionalismo legitimó la movilidad, los dos produjeron la locura y la nueva enfermedad mental se expresó en el suicido y la violencia irracional.

El nacionalismo entrañaba una idea concreta de la sociedad y de la realidad en general: una conciencia que iba llegar a ser el marco cultural de la modernidad. En su forma inglesa original, era esencialmente democrática. Al extenderse, llevó las semillas de la democracia a todas partes.

Al considerar soberana a una comunidad dinámica, el nacionalismo redujo implícita, pero drásticamente, la importancia de Dios; aun cuando se combinaba con la religión y se presentaba en lenguaje religioso, era esencialmente secular. La conciencia nacional, radicalmente distinta de la conciencia fundamentalmente religiosa y jerárquica que substituyó, da forma a nuestra vida actual.

Los principios nacionalistas hacen hincapié en el individuo autónomo, incluido el derecho a elegir la posición social y la identidad propias, pero esa libertad, que habilita y alienta al individuo para elegir lo que quiera ser, complica la formación de la identidad.

Un miembro de una nación no puede descubrir quién o qué es a partir de su ambiente, como lo haría un individuo de un orden social religioso y rígidamente estratificado, en el que la posición y la conducta de cada cual se define por el nacimiento y la providencia divina. La cultura moderna no puede brindarnos la orientación coherente que otras culturas dan a sus miembros. Al ofrecer una orientación incoherente (pues es nuestro ambiente cultural el que nos orienta inevitablemente), el nacionalismo nos desorienta activamente: una insuficiencia cultural denominada anomia.

Como una sensación clara de identidad es una condición necesaria para un funcionamiento mental adecuado, la malformación de la identidad crea un malestar con uno mismo y una inadaptación social, que alcanza proporciones clínicas entre los más frágiles de nosotros. Ésa es la razón por la que la adición de la locura a la lista de enfermedades mentales coincidió con la aparición del nacionalismo. Cuantas más opciones para la determinación de la identidad propia ofrece una sociedad –y cuanto más insiste en la igualdad–, más problemática resulta la formación de la identidad en ella.

Ésa es la razón por la que la sociedad actual más abierta y libre, la de los Estados Unidos, encabeza la lista mundial con sus tasas de enfermedad mental grave, tras substituir a Inglaterra, la sociedad más libre y abierta del pasado. De hecho, en tiempos los extranjeros consideraban la locura “la enfermedad inglesa”.

La mayoría de los ejemplos de delincuencia violenta por parte de personas mentalmente enfermas se cometieron primero en Inglaterra y después en los EE.UU., a menudo con una aparente motivación política, aun en los casos en que contaran con la mediación de la religión. Probablemente el primero de esos casos fuera el de Peter Berchet, joven protestante, que sintió que debía matar al consejero real Christopher Hatton, también protestante, quien –conforme a la convicción de Berchet– era un simpatizante católico. Al intentar responder a esa llamada, Berchet asesinó a otro protestante al que confundió con Hatton.

Todo indicaba que se trataba de un fanático puritano, por lo que las autoridades sospecharon que Berchet formaba parte de una conspiración puritana organizada. Se iba a interrogarlo para que divulgara los nombres de sus compañeros de conspiración y después ejecutarlo, pero no tardó en revelarse, en cambio, que padecía una “grave melancolía”.

Para un protestante isabelino era tan natural ver la causa de su malestar mental en un gobierno plagado de simpatizantes católicos como lo es para alguien con una conexión musulmana en los EE.UU. actuales ver esa causa en este país como encarnación de las ofensas occidentales a su credo.

Acusar del malestar existencial propio a factores exteriores es algo así como una autoterapia. Se construye una historia que racionaliza el malestar propio como reflejo del conocimiento de algún mal general. A partir de ahí, la persona puede integrarse en una organización comprometida con la lucha contra el mal o verse impelida a actuar por su cuenta... hasta el punto de cometer un asesinato.

El pensamiento que inspira esos actos lleva la más distintiva marca del delirio: la pérdida de la comprensión del carácter simbólico de la realidad humana, la confusión de los símbolos con sus referentes y ver a las personas en función de lo que representan. Esa irracionalidad moderna, producto de la propia modernidad, es precisamente lo que reflejó el ataque lanzado por los hermanos Tsarnaev.

Liah Greenfeld is Professor of Sociology, Political Science, and Anthropology at Boston University, and Distinguished Adjunct Professor at Lingnan University, Hong Kong. She is the author of Mind, Modernity, Madness: The Impact of Culture on Human Experience (Harvard University Press, 2013), Nationalism: Five Roads to Modernity (Harvard University Press, 1992) and The Spirit of Capitalism: Nationalism and Economic Growth (Harvard University Press, 2001). Traducido del inglés por Carlos Manzano.

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