Nacionalismo sin corona

Las formaciones nacionalistas que gobiernan la Generalitat y la autonomía vasca -CiU y PNV- mantienen una relación ambivalente o equívoca respecto a la monarquía y a la Corona, que se ha visto reflejada especialmente en el momento de la sucesión. Su compromiso con dicha institución se basaría fundamentalmente en su utilidad. Para ser más precisos, en la utilidad de una institución inevitable por ahora. Con el matiz de que debe ser útil para viabilizar sus aspiraciones políticas, y no sólo para dar empaque a eventos de proyección internacional que tengan lugar en dichas comunidades. No es esta exactamente la posición que ambas formaciones mantuvieron durante los primeros años de democracia. El president Pujol transmitía la sensación de que la monarquía era, más que una forma de Estado, una jefatura de Estado conveniente a su concepción de la Generalitat, como contrapeso a los sucesivos gobiernos de España. Por su parte, Xabier Arzalluz cultivó la idea del “pacto con la Corona” como una fórmula no escrita que liberara al autogobierno vasco de los imponderables del Estado constitucional.

Artur Mas e Iñigo Urkullu se han mostrado más distantes respecto a Felipe VI de lo que tanto ellos mismos como sus predecesores lo habían estado ante Juan Carlos I. Es verdad que los actos que rodearon su proclamación pudieron contribuir a ello. Pero es indudable que ambos presidentes autonómicos están sometiendo a prueba el inicio del reinado de Felipe de Borbón. Aunque oscilan entre la demanda de una monarquía con más potestades -interpretando la “moderación” y el “arbitraje” fijados por la Constitución en clave proactiva- y el cuestionamiento republicano de una forma de Estado extemporánea. Esta es la gran contradicción en la que el nacionalismo gobernante de Catalunya y Euskadi vive la monarquía. Recientemente el lehendakari Urkullu ha apelado al “pacto de los territorios históricos con la Corona de Castilla”, ello después de haberse declarado republicano. Su reivindicación como “Rey constitucional” por parte de Felipe VI en el discurso de proclamación no ha conmovido a ninguno de esos nacionalismos. Recordar que el nuevo reinado surge de la Constitución de 1978, cuando el de su padre tuvo su origen en el franquismo, no parece suficiente para quienes ven en la continuidad de la monarquía la pervivencia de una España inclusiva en tanto que recentralizada.

Imaginemos que se abriera el proceso de reforma de la Constitución antes de que se impongan irreversiblemente el proyecto soberanista en Catalunya y la búsqueda de un nuevo estatus político para Euskadi. El nacionalismo gobernante no sabría si conceder a la monarquía atribuciones que no tiene o promover su desaparición. El independentismo escocés se ha adherido a la Corona británica en tanto que es también escocesa. Pero en nuestro caso el Rey es “símbolo de la unidad y permanencia” del Estado español. No parece imaginable una monarquía compartida por Catalunya y Euskadi con lo que reste de España tras un hipotético desenganche soberanista de esas dos nacionalidades. De modo que las distancias que el nacionalismo gobernante escenifica respecto al reinado de Felipe VI comportan una advertencia de ruptura definitiva. Una especie de conminación a la monarquía, recordándole que sólo podrá contar con su anuencia si se decide a promover cauces para el ejercicio del “derecho a decidir”.

El nacionalismo gobernante en Catalunya y Euskadi brinda a la monarquía y, en concreto, a Felipe VI la posibilidad de contar con su aval condicionado para legitimarse tras la sucesión. Pero la Corona no puede depender de un plácet a prueba de los intereses y de las estrategias de CiU y del PNV, y menos de la eventualidad de que ERC, por un lado, y EH Bildu, por el otro, atenúen o pospongan sus convicciones republicanas e independentistas. Esos son los términos de la liza que se abre, tras la sucesión, entre el rey Felipe VI y los nacionalismos gobernantes en Catalunya y Euskadi, al margen de que las obligaciones protocolarias atemperen unas veces y realcen otras el pulso institucional. El Govern de la Generalitat y el Gobierno de Euskadi tampoco parecen del todo convencidos de los efectos de su emplazamiento al nuevo Monarca. De si este se siente concernido por sus vindicaciones o se limita a buscar en el reconocimiento de la diversidad lingüística una solución de compromiso. Pero hay un axioma que el nacionalismo gobernante debería tener más en cuenta. En la España actual, la legitimación social de la monarquía quedaría en entredicho si se muestra condescendiente ante el auge del soberanismo, porque depende de que sepa eludir sus reclamaciones con elegancia.

Kepa Aulestia

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