Nacionalismo y libertad lingüística

Debe de ser que el olvido de las tradiciones religiosas provoca tener que enfrentarse a problemas que parecen nuevos, aunque no lo sean. La leyenda que cuenta la Biblia de la torre de Babel nos pone sobre la pista de las dificultades que acarrea la división de los seres humanos en comunidades de habla distinta. Para la Biblia, esa situación es fruto de la hybris humana, de la megalomanía, de la voluntad de querer ser como dioses. En el Nuevo Testamento vendrá la solución de la mano del Paráclito, del Espíritu Santo, del abogado que hará que todos sean capaces de hablar en muchas lenguas de forma que la división no se traduzca en incomunicación.

La pluralidad de lenguas sigue siendo hoy un problema, especialmente cuando en el mismo espacio geográfico y social están presentes varias lenguas. Y lo es porque provenimos de una tradición, bastante reciente, en la que la lengua común es requisito indispensable para la cohesión social, que tendemos a entenderla en la forma política de Estado nacional. Todos nuestros debates están condicionados por esa tradición que incluye esos dos elementos, la cohesión social y su articulación política como Estado nacional.

No basta, cuando desde las administraciones públicas de un Estado se establecen medidas impulsoras o coercitivas en el ámbito de la libertad lingüística, quedarse en declaraciones que apuntan a que se asume la limitación de la política lingüística a ámbitos estrictamente culturales, sin implicaciones políticas. O incluso, a cuestiones meramente técnicas y sociolingüísticas respecto a la relación entre lenguas mayoritarias y minoritarias. La política, entendida como cohesión social y como Estado nacional, está siempre presente en toda política lingüística. Y lo está, además, como pregunta fundamental: ¿hasta dónde puede alcanzar la actuación del Estado en cuestiones de lengua, de usos lingüísticos, promocionando o coartando la libertad lingüística?

Ocultar el alcance del problema o tratar de colocarlo en un plano supuestamente neutral, no favorece el debate. Como tampoco lo hace argumentar a favor de una u otra decisión de política lingüística basándose en la supuesta eficacia de una medida, minusvalorando otros aspectos, como los referidos a los derechos individuales.

No serán pocos los que, detrás de la eficacia de determinadas medidas para producir ciudadanos competentes en dos lenguas, no las vean mas que como un paso hacia la situación deseada: la sustitución progresiva en el uso de una lengua por otra, lo que a su vez tiene como meta la consolidación de una comunidad cultural separada con derechos políticos propios.

El Gobierno vasco, a través de su Departamento de Educación, se ha propuesto introducir en el sistema escolar vasco la inmersión lingüística que se practica desde hace muchos años en Catalunya, aunque no se atreva a llamarlo así. La meta de un sistema escolar de inmersión en euskera pasando por la proclamación del euskera como lengua principal en la enseñanza, y por la eliminación del modelo A, es decir del modelo educativo en el que la lengua vehicular es el español, y el euskera se aprende como primera segunda lengua.

Para este cambio, se aduce el fracaso del modelo vigente en Euskadi para capacitar a los alumnos en el manejo del euskera. Sin preguntarse si en ese fracaso ha tenido que ver el profesorado dedicado a la enseñanza del euskera. Sin tener en cuenta que incluso en el modelo D --lengua vehicular, el euskera, y el español como primera segunda lengua-- el fracaso en la adquisición de competencia en euskera puede acercarse al 30%. Y sin reconocer, tampoco, que para el informe PISA el estudio de la OCDE que mide y compara las capacidades de los alumnos de los países desarrollados el Gobierno vasco optó por presentar proporcionalmente menos alumnos que hicieran el examen en euskera que el Gobierno navarro.

La cuestión fundamental radica en que para superar los problemas de falta de eficacia del modelo A, y para superar el problema de fondo que se pudiera plantear de que es imposible conseguir una sociedad cohesionada si en el proceso educativo se separan los alumnos en comunidades lingüísticas, no es necesario dar el paso hacia la inmersión lingüística.

Si realmente la meta es una sociedad en la que todos, aunque de forma asimétrica, puedan comunicarse en las dos lenguas oficiales --porque es imposible una sociedad en la que todos los miembros sean igual de competentes en ambas lenguas-- lo lógico es que ambas lenguas sean vehiculares en la enseñanza. Lo que no es óbice para que, según circunstancias, se pueda primar más una u otra. Pero no es preciso hurtar a ninguna de las dos lenguas el carácter vehicular en la enseñanza. Y no se produce ninguna separación de los futuros ciudadanos por motivos lingüísticos.

Además, no se niega el derecho de los padres a que sus hijos sean educados también en la lengua materna. Y la intromisión del Estado, las administraciones públicas, en algo tan sensible como es la relación entre la lengua familiar, la lengua escolar y la lengua social, sin ser negada, se limita a lo democráticamente admisible.

Joseba Arregi, presidente de la asociación cultural Aldaketa.